RETRATO DE UNA OBSESIÓN
La intensa relación histórica entre la moda y el arte.
Extraña, a veces inquietante, pero siempre fascinante, la relación entre el ARTE y la MODA siempre se ha pintado con la intensidad de un amor loco. Hoy, que el vínculo es más estrecho pero también más interesado que nunca, lo único que distingue el romance del marketing es la emoción.
En junio de 1951, Alexander Liberman decidió publicar a doble página un accidente fotográfico de Irving Penn. Fue un órdago de envite artístico, más conveniente a la experiencia estética que al relato informativo. A sangre, sin márgenes, en todo su borroso esplendor, el momento del jugador bateando la pelota en el estadio de béisbol fuera de foco podía interpretarse como el que mira un Monet, un Renoir, un Pissarro, un Morisot. La luz, el color, la composición de la escena dibujaban un genuino cuadro impresionista que no escapó al ojo del que había sido pintor antes de convertirse en revolucionario director de arte de Vogue. En marzo de aquel mismo año, Liberman ya se había empeñado en llevar el expresionismo abstracto de Jackson Pollock a la revista, fotografiado junto a varios vestidos de noche por Cecil Beaton en la galería neoyorquina de Betty Parsons, con la intención de «intensificar sensaciones». Lo que hizo con la instantánea desenfocada de Penn no fue otra cosa más que subir la apuesta emocional.
La jugada se repetiría en 1952, esta vez a propósito. El director de arte envió a su protegido a Francia con la idea de retratar el mismo paisaje/paisanaje que había dado carta de naturaleza al impresionismo. El resultado fue Domingo en el
Sena –junto a estas líneas–, un ensayo de pictorialismo fotográfico en el que el color se liberaba de la forma a la manera casi puntillista de Signac y Seurat, teleobjetivo mediante. Publicado en el número de abril de 1953 de Vogue, el reportaje de Penn conciliaba fotoperiodismo y arte a través de la moda como nunca antes se había visto. «Siempre he creído en aquello que no se ha hecho y que no resulta conforme a los principios establecidos del diseño», reconocería más tarde Liberman, filósofo de lo inesperado, rememorando sus días de formación gráfica junto a Lucien Vogel, el visionario editor parisino que convino en presentar la moda a través del arte.
Puede que Paul Poiret apelara al art nouveau en las curvas sinuosas ajenas a la silueta de sus vestidos, y es posible que el clasicismo griego esculpiera los pliegues de los diseños de Mariano Fortuny, pero el soplo artístico en la creación indumentaria no se estableció hasta 1911. Ocurrió con L’Art
de la robe, primer editorial fotográfico del que haya noticia, realizado por Edward Steichen a instancias de Vogel para la revista Art et Décoration. La moda definida por la mirada del arte. «Las prendas femeninas son un placer para la vista y no pueden ser juzgadas como inferiores a la pintura o la escultura», proclamaría el editor, que un año después fundaría la
Gazette du Bon Ton, la publicación que durante los siguientes tres lustros hizo arte de la moda merced a las ilustraciones de Barbier, Iribe, Erté, Lepape, Cassandre y Benito, abriendo la puerta por la que entrarían luego al trapo Picasso, Duffy, Chagall, Cocteau o Dalí.
En este punto, el lugar común nos dirige invariablemente al de Figueres y sus colaboraciones surrealistas con Elsa Schiaparelli («Esa artista italiana que hace ropa», según refería desdeñosa Coco Chanel), aunque Sonia Delaunay, en clave de abstracción geométrica, y Alexander Rodchenko, por el lado del constructivismo soviético, hacía tiempo que ya habían sentado las bases de una relación tan fructífera como subyugante, que pocos atinan aún a explicar. «Yves y yo siempre estuvimos convencidos de que la moda no es arte, pero también de que la moda necesita el arte para existir», decía Pierre Bergé en 2009, mientras la colección de tesoros artísticos que acumulara durante toda una vida junto a Saint Laurent salía a subasta en Christie’s. Desde su colección de primavera/verano 1965 inspirada por Poliakoff, Malevich y, por supuesto, Mondrian, el diseñador francés es el otro cliché referencial cuando hay que vincular ambas expresiones que, aun comulgando en lo creativo, no pueden ser más diferentes, por más que aquellas ententes entre Helmut Lang y Jenny Holzer o Martin Margiela y Marina Faust en los noventa pudieran contar lo contrario.
«En realidad, los diseñadores no necesitan a los artistas para crear grandes colecciones, de la misma manera que los artistas no potencian la ropa», esgrime el polifacético Christophe Chemin, que ha encontrado en Prada el lienzo para sus pinturas ‘espirituales’ (otoño/invierno 2016 y 2018). Relación de conveniencia por la que el uno llega a audiencias más amplias y la otra dispara su valor –el mercado es lo que importa–, el caso es que ya no queda marca sin artista residente, o eso parece. Tampoco hay feria, museo, fundación o inauguración galerística que no se haya convertido en una pasarela (Louise Nevelson, la magna escultora de la abstracción expresionis- ta, ya se quejaba de eso en 1965). «Puedes poner los logos, las marcas, lo que quieras, pero o dejas una historia bien hecha que va a marcar a las próximas generaciones o no dejas nada, por mucho dinero que haya detrás», sentencia la portuguesa Joana Vasconcelos, que se ha beneficiado del apoyo de Dior, por ejemplo, para sacar adelante algunas de sus monumentales obras. La moda como mecenas del arte –y, por eso mismo, generadora de contenido artístico, véase el empeño de Alessandro Michele en Gucci– es, en realidad, donde empieza y concluye todo. Como la de Liberman, su apuesta debe ser emocional. Lo demás es solo marketing �