UN DISCRETO HOMBRE DEL RENACIMIENTO
Balthus llega al museo Thyssen-Bornemisza.
El museo Thyssen-Bornemisza celebra, con una gran retrospectiva, la obra del pintor francés Balthasar Klossowski de Rola, Balthus. Su viuda, Setsuko Klossowska de Rola, y la hija de ambos, Harumi, recuerdan cómo era la vida con el meticuloso artista cuyas obras coleccionaba Pablo Picasso.
H ablábamos del arte al modo de Oscar Wilde, y de Eros como verdad, por su naturaleza divina. Para mí, sus pinturas hablan de esa divinidad», señala la artista Setsuko Klossowska de Rola (Tokio, 1943), esposa de Balthasar Klossowski de Rola, Balthus, desde 1967 hasta el fallecimiento del pintor francés en 2001. Desde ese mismo año, la japonesa preside la Fundación Balthus, situada en el Grand Chalet de Rossinière (muy cerca de la estación de esquí de Gstaad, en Suiza), un edificio de madera del siglo XVIII que, en tiempos fue un hotel que albergó, entre otros, al escritor Victor Hugo. Allí estableció su hogar la pareja en 1976, para aliviar las fiebres de malaria que Balthus sufría desde que hiciera su servicio militar en Marruecos, y que le atacaban con especial intensidad en Roma. «Nos conocimos en 1962, cuando Balthus, entonces director de la Academia de Francia en la Villa Medici de Roma, fue a Japón en una visita diplomática con André Malraux, entonces ministro de Cultura de Francia», recuerda la condesa Setsuko de Rola.
Ella tenía 20 años y él 54. «La nuestra fue una relación mágica», continúa. «Jamás conocí a ningún joven que tuviera un sentido vital tan intenso, ni una curiosidad tan aguda o una capacidad de asombro como él. Una de las cosas que con más cariño recuerdo es cómo compartíamos un sentido del humor y un sentido de la risa puros. Estallábamos a reír constantemente, y esto nos ayudó a superar muchas cosas».
La que pasó en Roma, entre mediados de los sesenta y los setenta, fue una época asombrosa para la pareja. Sus amigos eran destacados representantes de la industria cinematográfica: Antonioni, Visconti, Zeffirelli, Liliana Cavani... «Federico [Fellini] era el más cercano y Balthus estaba convencido de que su visión no correspondía a la realidad y que por ello era realmente de verdad».
Adoraba, como el director italiano, la belleza de los muros de la Villa Medici y allí pintó, con Setsuko como modelo, una de sus obras maestras (durante sus 17 años en Roma elaboró trece cuadros), La Chambre Turque, presente en la retrospectiva Balthus, que el 19 de febrero inaugura el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid y que ha organizado conjuntamente con la fundación Beyeler de Basilea. Se trata de un retrato de ella en una estancia con mosaicos azules orientales que era la habitación de su hija Harumi.
«Siempre digo que he viajado desnuda por todo el mundo, porque este cuadro lo convirtieron en sello», recuerda Setsuko. «Cuando Balthus lo terminó, telefoneó a su galerista Pierre Matisse, que residía en Nueva York, para que viniera a verlo. Antes de que llegara Matisse, el pintor se dio cuenta de que el personaje debía desplazarse un centímetro a la derecha. Es decir: tenía que rehacer todo el cuadro, en el que había invertido más de dos años. Cuando llegó Pierre ¡lo había borrado todo y volvió a comenzar! Yo me quedé impresionada y entendí que su objetivo no era acabar el cuadro sino la búsqueda de la belleza y la perfección. Comprendí lo estricto de sus composiciones, milimetradas como si se tratara de una regla de oro».
Balthus solía decir que la lentitud casi contemplativa con la que ejecutaba cada obra tenía que ver con el día de su nacimiento, el 29 de febrero. Le gustaba bromear con eso de que solo cumplía cada
cuatro años y que tenía un concepto distinto del tiempo, casi suspendido. Llevaba en las venas su pasión y enamoramiento por la pintura y contaba que jamás habría podido ser artista de no ser por el apoyo moral de su familia. «Al igual que le ocurría a Baladine [su madre], la única cosa importante para Balthus era la pintura y pintar lo que veía. Lo demás pasaba a segundo plano» afirma Setsuko. Los progenitores del artista (pintora, ella, crítico de arte, él) formaban parte de la élite intelectual del París de principios del siglo XX. Rainer Maria Rilke, que se convertiría en amante de su madre, le dijo a los once años que era un genio y escribió el prefacio de un libro de un gato llamado Mitsou que Balthus ilustró. Autodidacta, aprendió los secretos de la pintura copiando; el pintor Pierre Bonnard, también amigo de sus padres, le aconsejó copiar y estudiar a los maestros del Louvre, sobre todo Nicolas Poussin y Gustave Courbet. Antes de cumplir la mayoría de edad, su padre le envió a la Toscana a copiar los frescos de Piero della Francesca y Masaccio. El arte y la estética de Balthus representa un puente entre el pasado y el presente.
«Lo más fascinante es que la referencia a la tradición es la modernidad para él. En la contradicción encontró su ca- mino», señala Raphael Bouvier, conservador de la fundación Beyeler y director del proyecto que ahora trae a España una retrospectiva que busca presentar las obras maestras claves del pintor francés.
Balthus solía decir que la palabra que más odiaba era artista, y que en los cómics de Tintín (sus preferidos) la utilizan como insulto. Siempre se lamentaba de las pérdidas de la tradición, el amor a la pintura en sí misma y los valores artísticos artesanales del medievo. Su hija Harumi, que nació en 1973, recuerda que «antes de comenzar a pintar tenía un ritual: rezaba una oración para dejar a un lado su ego». El pintor francés siempre defendió su anonimato y pensaba que lo mejor que se puede hacer es deshacerse de la personalidad. «Tenía opiniones muy fuertes sobre el arte contemporáneo. Afirmaba que quizás era el último pintor de verdad, y creo que era una reacción a nuestra época, que considerada muy limitada. Pensaba que uno debía conocer lo que se había hecho en el pasado y tener un gran respeto a todos los grandes maestros, y saber hacer los propios colores y aprender de la tradición. Decía que nuestra época sufría de exceso de ego, que ya no se trata de qué haces con el trabajo sino de quién
eres. Y a la vez tenía una gran apertura mental para muchas cosas y eso me emocionaba; no vivía con prejuicios ni juzgaba apresuradamente a la gente», defiende su hija.
Para la exposición en el Thyssen, cuenta el conservador del museo Juan Ángel López-Manzanares, «se ha examinado por rayos X el cuadro La partida de cartas, elaborado entre 1948 y 1950. Es el único de Balthus que se exhibe en un museo español. El examen arroja el modo en que el artista cambió una y otra vez la composición. Todo este proceso se mostrará en la exposición y será muy revelador de su forma de trabajar». Habrá otras piezas claves del francés, como La rue, pintada en 1933; Les enfants Blanchard, de 1937 (comprada por Pablo Picasso): la célebre Thérèse rêvant (que ha provocado revuelo en el Metropolitan de Nueva York, acusada de promover la erotización de la pubertad) y la emblemática Les beaux jours, pintada entre 1944 y 1946, donde aparece una adolescente misteriosa e íntima soñando como si estuviera fuera del mundo que le rodea. El tema del sueño, una de las constantes de su obra, aparece aún más evidente en Jeune fille endormie; esa obsesión puede entroncarse con un personaje que le apasionaba, el de Alicia en el país de las maravillas, un libro en cuya escena inicial Alicia se duerme porque se aburre y así comienza a soñar, en su propio universo maravilloso. Ese sentimiento es el que, en última instancia, se apodera de las adolescentes del universo creado por Balthus. Otros de sus temas más recurrentes son la naturaleza, y el paso de la niñez a la madurez. Su fijación por retratar la adolescencia, acaso la parte más conocida de su obra, puede remontarse al Renacimiento. Durante unas de las muchas tardes que pasé con Balthus en los años noventa, me comentó: «Jamás podría haber pintado un desnudo de mujer. Me interesa más la belleza de la adolescente, que representa el futuro, el misterio y la inocencia».
Cada pintor enseña a mirar de una forma diferente, y Balthus transporta al espectador a un mundo infinito de una fineza, una elegancia y un sentido de la belleza que, quizás (como él mismo lamentaba en vida), desgraciadamente se han perdido. Como su pintura, el artista no dejaba de sorprender, de divertir y reír. Su universo era único. Aún recuerdo los gatos, que se subían a la mesa, impecable, del desayuno. Mientras Balthus arrancaba la conversación preguntando por lo que habían soñado la noche anterior todos a su alrededor. Tampoco me olvido de su estudio de madera, con un fuerte olor a pintura y turpentina. Y, sobre todo, sus ojos. Unos ojos de una intensidad casi mística y con una inmensa fuerza emocional. «Probablemente mi secreto es que jamás he dejado de mirar el mundo con los ojos de un niño. El universo del niño es infinito y, al crecer, se va encogiendo y limitando. Siempre he mirado con el mismo sentido de maravilla y asombro; es como si cada vez que mirara algo fuera la primera vez»
Balthus se expone en el Museo Thyssen-Bornemisza entre el 9 de febrero y el 26 de mayo. Cristina Carrillo de Albornoz ha comisariado varias exposiciones sobr el artista y es autora del libro Balthus: InHis Own Words (Assouline).