VOGUE (Spain)

El trabajo de Peter Lindbergh, en Women’s Stories.

TRAS 40 AÑOS DETRÁS DE LA CÁMARA, EL FOTÓGRAFO PETER LINDBERGH DA LA CARA POR SUS MUJERES EN EL DOCUMENTAL ‘WOMEN’S STORIES’. UNA EXPANSIÓN CINEMATOGR­ÁFICA, EN CLAVE BIOGRÁFICA, DE SU LEGENDARIO UNIVERSO FEMENINO.

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Todas las mujeres de mis imágenes son fuertes. Si no intentas nada extraño con ellas, se sienten cómodas y poderosas, porque no tienen que defenderse. Así te lo dan todo. Esa es la clave del documental». La película en cuestión es Peter Lindbergh. Women’s Stories y el que habla, claro, es el propio fotógrafo germano. Dirigida por el francés Jean-Michel Vecchiet y estrenada durante el pasado Festival Internacio­nal de Cine de Berlín, la cinta ofrece una visión de su peculiar universo, por el que desfilan actrices (Kate Winslet, Brittany Murphy), modelos (Kate Moss, Milla Jovovich), su hermana, su esposa y hasta su ex. «He decidido no pensar en si el film me gusta o no, porque tengo el máximo respeto hacia el director, que ha invertido seis años recopiland­o material», explica Lindbergh a Vogue España, tras la

proyección en la Berlinale. El documental también suena a despedida y cierre. «Ahí está toda mi vida. Ya casi tengo 75 años. Igual duro diez más, pero nunca se sabe», advierte. «No he pensado en retirarme, pero sí en cambiar. Porque yo he sido una máquina durante cuatro décadas, no he parado. Igual es momento de apartarse de esta locura laboral».

Nacido en 1944 en la ciudad polaca de Leszno, el pequeño Peter Brodbeck (su verdadero nombre) emigró junto a su familia a principios de 1945 rumbo a Duisburgo. Una odisea de 2.500 kilómetros, en un desvencija­do carromato, que les sorprendió en Dresde el primer día de bombardeos aliados y de los que casi no salen con vida. De su madre, fallecida de cáncer cuando Lindbergh era adolescent­e, heredó su pasión por las artes. Ella descubrió su vocación operística demasiado tarde. El hijo menor no iba a dejar que le pasara lo mismo. Aunque no fuese el mejor estudiante. «No quería aprender nada. Los maestros estaban hartos», desvela su hermana, Helga, en la película. Huyendo de todo, en 1961 llega a un Berlín en ruinas donde se matricula en la Academia de Bellas Artes. Tampoco encaja. Entonces escapa a Arlés para ponerse en la piel de su admirado Van Gogh. De ahí a Marruecos y, más tarde, a Düsseldorf, donde se zambulle en el arte abstracto y conceptual, influido por Kosuth y Beuys. De esa época data su obra plástica firmada como Sultan, no demasiado exitosa. Hasta que descubre la fotografía. En 1973 abre su propio estudio y en pocos meses ya está trabajando para Stern, la revista que lo envía a París, en 1978. El resto es la historia de uno de los grandes retratista­s (no solo de moda) de todos los tiempos. «Voy a mentir: no me importa qué digan eso de mí», dice. Y suelta una carcajada. «Cuando aseguran que soy uno de los mejores de mi generación, siempre contesto: ‘No, no soy uno de los mejores. Soy el mejor’», bromea. En los ochenta, fue pionero en utilizar paisajes (post)industrial­es en los editoriale­s, quizá como magdalena proustiana de su infancia en la grisácea área del Ruhr. Ya se sabe, el gran arte siempre es autobiográ­fico. Luego llegarían esas sesiones que parecían sets de cine y que Franca Sozzani, recordada directora de Vogue Italia, le compraba con gusto, apostando por el riesgo.

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