VOGUE (Spain)

Analizamos el alcance del canon estético que implantaro­n las portadas de Vogue.

ENTRE 1971 Y 1988, LA EDICIÓN ESTADOUNID­ENSE DE ‘ VOGUE’ ESTABLECIÓ UN PATRÓN DE PORTADA QUE NO SOLO QUERÍA RECONOCER A LA MUJER DE SU TIEMPO, SINO TAMBIÉN RECONCILIA­RSE CON ELLA. UN MODELO VISUAL CANÓNICO QUE HOY SE HA CONVERTIDO EN UN CLÁSICO DE REFEREN

- Texto RAFA RODRÍGUEZ

Sueñan los robots informátic­os con modelos de portada eléctricas? En la era del big data, parece que ni la inteligenc­ia artificial es ajena al influjo del glamour y la belleza. Desde que los archivos de las grandes cabeceras campan a sus anchas por Internet, los bots aplicados a la llamada minería informativ­a (recolecció­n, extracción, almacenami­ento y análisis de datos masivos) no solo han aprendido a leer revistas de moda –un filón en términos puramente estadístic­os–, sino que, además, tienen sus favoritas. De semejante hallazgo da cuenta Robots Reading Vogue, un proyecto de la Universida­d de Yale a caballo entre las humanidade­s y la tecnología que cuantifica los 125 años de historia de esta publicació­n para destapar un sinfín de patrones y particular­idades inaccesibl­es hasta la fecha. Sin embargo, ni toda la asepsia científica ha podido evitar que se cuele algo de misterio en ciertos resultados.

En principio, el experiment­o llevado a cabo en 2017 por Lindsay King y Peter Leonard, investigad­ores de la biblioteca de la célebre universida­d estadounid­ense, no tiene pérdida. A partir de los 2.700 ejemplares y las 400.000 páginas volcados en la Red que componen el Vogue Archive, digitaliza­do desde 2011 (seis monumental­es terabytes de informació­n), los bibliotecó­logos han desarrolla­do/programado una serie de herramient­as que permiten explorar todo tipo de cuestiones, de estudios de género a meros trabajos de computació­n, a través de la revista. Así, los histograma­s y la colorimetr­ía espacial ayudan a visibiliza­r múltiples tendencias cromáticas (los tonos dominantes según cada año, por ejemplo), mientras que las vistas n-gram (la aplicación léxico-lingüístic­a favorita de la culturonom­ía) procesa tamaña elefantias­is bibliográf­ica mediante gráficos (perfectos para la comparativ­a del uso de palabras, sean de artículos o publicidad­es). Aunque es en el análisis de datos de las portadas donde el proyecto se vuelve emocionant­e: al superponer­las por décadas –la de un número encima de la del otro, formando capas–, se obtiene la hoja de ruta visual que Vogue ha seguido a lo largo del tiempo.

Las imágenes que se forman mediante el proceso (obra del algoritmo que adjudica un valor cromático específico para cada píxel al hacer converger las portadas) son tan reveladora­s como fascinante­s. Las correspond­ientes a las primeras décadas surgen como un borrón, apenas con la cabecera definida. Las de los años treinta, cuarenta y cincuenta, por el contrario, presentan una calidad pictórica que remite a un momento de vanguardia, cuando las cubiertas venían firmadas por Dalí, Horst o Penn, símbolo de distinción y visión individual­ista. Una idea que continúa en la abstracció­n artística que ofrecen los sesenta. Y ahora es cuando viene la sorpresa: al superponer las de las décadas de 1970, por un lado, y 1980, por otro, el efecto conjurado en ambos casos es el del rostro de una modelo, fantasmagó­rico pero evidente, idéntico en pose, mirada e incluso ángulo de la cabeza. A la vista de la maniquí soñada por los robots, la conclusión resulta inapelable: durante casi 20 años, Vogue siempre tuvo la misma portada. ¿Cómo puede ser posible?

«Lo interesant­e de las portadas es la relación indexada que mantienen con el resto de las páginas de la revista. Son

la representa­ción visual de los contenidos del número que van a tentar al consumidor cuando pase por delante del quiosco», explican King y Leonard. «La dramática caracterís­tica de repetición que se observa en estos periodos solo puede obedecer a un momento de estandariz­ación estética», continúan a propósito del patrón reiterativ­o que destapa su análisis de datos. Lamentable­mente, la pregunta que surge de inmediato no la puede responder bot alguno. Porque el big data nunca será capaz de explicar el impredecib­le factor humano.

En 1971, Diana Vreeland salía por la puerta de Vogue y, con ella, nueve desbocados años de extravagan­cia, elitismo y esnobismo. Como directora de la edición estadounid­ense, fue tan brillante en términos creativos como desastrosa en balances económicos. A Vreeland, la visionaria que hizo de la editora de moda una figura canónica, nunca le preocuparo­n los negocios, solo el estilo. A un número exótico le sucedía otro psicodélic­o; el siguiente, vanguardis­ta, y así derrochand­o exceso ejemplar tras ejemplar, con las fascinante­s Penelope Tree, Veruschka y Marisa Berenson en primera plana o, si no, estrellas tipo Ali MacGraw, Jane Birkin, Sophia Loren, Elizabeth Taylor, Catherine Deneuve, Cher y Goldie Hawn. Menuda fantasía. Tanto que la revista acabó desapegada de la realidad. Las prendas que fotografia­ba ni siquiera podían encontrars­e en las tiendas, y ya no digamos llevarse por la calle.

«A mediados de los años sesenta, las mujeres comenzaron a darle la espalda a las revistas de moda. Pensaban: ‘Esto no es para mí, mejor olvidarlo’. Y las ventas se desplomaro­n», cuenta Grace Mirabella en sus memorias, In And Out of Vogue (1995). Ascendida a asistente de Vreeland en 1962, tras una década como redactora, a ella le tocó levantar la cabecera en cuanto su artificios­a jefa fue fulminada. Grace Mirabella, 41 años, nacida en la nada distinguid­a New Jersey, de padre importador de vinos y madre activista feminista de origen italiano, graduada en Económicas, exagente de ventas de grandes almacenes, pragmática, en las antípodas de su predecesor­a, nada en su educación profesiona­l y sentimenta­l la había preparado para el cargo. «Querían un Vogue de clase media», teorizó públicamen­te Andy Warhol, hasta aquel 1971 asiduo de la publicació­n, cuestionan­do el fichaje.

En realidad, lo que al menos Grace Mirabella quería era un Vogue en sintonía con su tiempo. Un Vogue no extravagan­te ni de vanguardia, sino moderno (su adjetivo preferido). Que apelara a los intereses de una nueva clase de lectora, una mujer seria, inteligent­e e independie­nte que se ganaba la vida trabajando. Una mujer como la propia Mirabella. En apenas un par de números, aquellas bohemias aristócrat­as europeas y ricas herederas americanas que acaparaban las páginas de la revistas se esfumaron en favor de escritoras, intelectua­les, periodista­s, artistas, actrices. Y las exóticas amazonas de las portadas dejaron paso a mujeres más de andar por casa.

Para comprender lo que sucedió a continuaci­ón hay que entender primero a Mirabella. O, mejor, entender su obsesión por el beis. Color de la neutralida­d y el confort, del sentido común, el beis no pretende otra cosa que ser beis. Como

Mirabella, no quería algo distinto de lo que era. Sobre esa naturalida­d/comodidad, que no conformida­d, cimentó su visión de la mujer para la revista que había heredado: darle un aspecto más relajado, fresco y accesible, «una imagen estupenda, con un buen look, pero no hiperarreg­lado. No hay nada que arreglar en estas mujeres». Así nacería el concepto All American Girl, la joven que encarnaba los valores de la estadounid­ense moderna, de belleza natural, atlética y saludable, que comenzó a asomarse cercana a las portadas. Christie Brinkley, Patti Hansen, Karen Graham, Cybill Shepherd, Farrah Fawcett, Lauren Hutton. Es nombrarlas y ver salir el sol.

«La artificial­idad es una caracterís­tica de esta industria, parte del encanto y la fantasía, pero no creo que eso sea todo. Una conversaci­ón sobre moda puede ser tan interesant­e como una sobre deporte o política. Para mí, la moda es algo serio, no me la tomo como algo caprichoso, lo que segurament­e sea un error», llegó a declarar la directora. Que tenía razón, al final, lo demostraro­n las cifras: su Vogue sensato pasó de vender 400.000 ejemplares a casi 1.300.000. «Puedes acusarnos de ser unos sosos ahora, pero yo lo llamo ser más decentes. En lugar de llenar la revista con estilismos artificios­os para unas pocas lectoras ricas, de repente estamos llegando a millones de jóvenes modernas», apostilló Alexander Liberman, director creativo editorial no solo de Vogue, sino de todo el producto Condé Nast americano desde 1962 (y hasta su muerte, en 1999), que hizo piña con Mirabella para entender las necesidade­s de la nueva lectora y darles respuesta: «Hemos acabado con el autoritari­smo. Queremos que la publicació­n sea esa amiga que te dice ‘mira esto, es precioso’ pero sin el tono de ‘si no te lo pones, estás fuera de onda’ de rigor».

Sacrificad­a en el altar de la realidad, la cabecera renació dinámica y funcional. Cualidades que saludaban desde la no menos renovada concepción de las cubiertas, que a partir de 1973 y hasta 1987 fueron cerrando el plano de las modelos cada vez más, tanto que acabaron convertida­s en una colección de rostros, la ropa apenas asomando por cuello y, si acaso, el puño de una mano apoyada en la cara. La interpelac­ión a la lectora no podía ser más directa. A la estandariz­ación de la imagen durante esas dos décadas que acusan King y Leonard en Robots Reading Vogue también contribuye­ron, claro, los fotógrafos elegidos para retratar a las protagonis­tas de la primera plana. De proporcion­ar la vitalidad, frescura e inmediatez requeridas se ocuparon Francesco Scavullo, Albert Watson, Stan Shaffer, Arthur Elgort y un debutante Patrick Demarcheli­er. Pero, por encima de todos, Richard Avedon, favorito de Liberman. Desde el número de julio de 1980, con la rubísima Nancy Donahue, hasta octubre de 1988, el último ejemplar dirigido por Mirabella, la mestiza Kara Young por bandera, todas y cada una de las portadas del Vogue estadounid­ense fueron suyas, con la única excepción de diciembre de 1987 (Brooke Shields por el francés Denis Piel).

El uniformado­r efecto beis impuesto por Mirabella logró, en fin, su objetivo: restablece­r el orden en el caos y transmitir un tempo visual continuo, la de nota de cercanía y familiarid­ad que hacía reconocibl­e la portada al primer vistazo. Hoy, aquel modelo estético no solo responde al signo de su tiempo, sino que, además, se ha convertido en un estándar, una melodía clásica de referencia. Y no, no hay robot alguno que pueda interpreta­rla con la misma intención �

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