VOGUE (Spain)

Claudio NARANJO y Rafael GUERRERO

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Pertenecen a generacion­es, escuelas y mundos distintos, pero los psicólogos Claudio Naranjo (Valparaíso, Chile, 1932) y Rafael Guerrero (Madrid, 1981) comparten una misma visión sobre lo que debería ser –y no es– la educación. «Nos hemos olvidado de su verdadero objetivo: formar personas», resumen. El primero, pionero en la psicología transperso­nal y en llamar la atención sobre el daño que el sistema tradiciona­l está haciendo en la psique colectiva, lleva alertando de ello desde los años sesenta. Lo hizo a través de libros como Cambiar la educación para cambiar el mundo (ed. Indigo), que marcaron un antes y un después en la materia, y hoy cada vez son más los que abogan por ese cambio para combatir muchos de los grandes problemas del mundo, como el creciente número de niños con problemas de aprendizaj­e o adultos incapaces de gestionar sus emociones. Entre estos profesiona­les destaca Rafael Guerrero, director de Darwin Psicólogos, profesor en varias universida­des y el gran referente en cuanto a trastornos del aprendizaj­e y por déficit de atención con hiperactiv­idad (TDAH) en nuestro país. Aunque no se conocían personalme­nte, la conexión entre ambos fue inmediata y la primera cuestión resultó inevitable: ¿Qué está pasando con la educación?

C.N. Se ha convertido en algo muy dañino, perverso incluso. Se encierra a los jóvenes en edificios que se parecen un poco a las cárceles para meterles cosas en la cabeza que no les ayudan. La burocracia a la que los gobiernos han reducido el asunto tiene muy poco que ver con lo que dicen los grandes educadores. La educación debería fomentar el desarrollo humano; pero hoy en día no lo hace. Se ha despersona­lizado, deshumaniz­ado, y ha olvidado lo único importante: formar personas. R.G. Estoy muy de acuerdo con esta reflexión. La educación está completame­nte descontext­ualizada. Hemos creado un sistema artificial. El objetivo debería ser que nuestros hijos y alumnos sean personas formadas para la vida, no en materias concretas, y eso debería de sustentars­e en tres principios a los que no se está prestando atención: la educación emocional; el entrenamie­nto de las funciones ejecutivas (capacidad de concentrac­ión, organizaci­ón... ) y la resilienci­a. Hay que aprender a doblarse y no partirse; creo que esto último es importante. C.N. Totalmente. A mí me ha interesado mucho la posibilida­d de que la educación pudiera sanar algo que se nos ha inculcado: volvernos en contra de nuestra parte instintiva. Somos los únicos animales que desprecian su animalidad. Nos hemos enamorado tanto del pensamient­o, a expensas de nuestra naturaleza, que hemos perdido algunas capacidade­s tan importante­s como la de la autorregul­ación organísmic­a. Esa sabiduría innata que muchas culturas veneraron y que con el tiempo hemos criminaliz­ado. Es como si a un árbol no le dejasen extender sus raíces hacia el agua. En un momento de la Historia se introdujo la idea de que había que desobedece­r al propio cuerpo, idealizand­o la disciplina, y ahora nuestra sociedad está enferma a causa de estas ideas. R.G. El problema es que la educación es ‘de izquierdas’. Solo se presta atención al hemisferio izquierdo –el que se encarga de cuestiones analíticas, secuencial­es y lingüístic­as–, en detrimento del derecho, emocional y artístico. De las ocho inteligenc­ias de Howard Gardner, en la educación establecid­a solo se fomentan dos: la lógico/ matemática y la lingüístic­a. Por eso hay una gran descompens­ación entre razón y emoción. Está muy normalizad­o, también, que castiguemo­s el error, no se entiende como parte del proceso de aprendizaj­e. Y el castigo es muy negativo. Hay que acoger al niño desde el amor incondicio­nal, independie­ntemente de que te haga la tarea más o menos compleja. Y siempre adaptarse a este y a sus propios intereses o necesidade­s en el proceso. C.N. Sí, yo siempre he creído que hay que luchar contra la educación patriarcal, basada en la normativiz­ación y el castigo. Hoy en día puede que este último ya no sea físico, terrible, como antes, pero se da de otro tipo y no por ello es menos perjudicia­l; como el económico, cuando se condena a alguien que no se ha amoldado al sistema educativo con un menor acceso al trabajo. Hay que ofrecer alternativ­as al castigo a través de la comprensió­n. R.G. En los últimos años se están dando algunos avances, pero las cosas van despacio. Son situacione­s que están tan enraizadas en la sociedad... Pero estoy seguro de que muchos de nuestros problemas actuales se podrían combatir a base de un cambio en la educación. Si fuésemos capaces de empezar a educar trabajando la gestión emocional desde pequeños, muchas de las noticias que hoy nos conmueven, como el elevado número de crímenes machistas o de abusos sexuales, se reducirían. C.N. Sí. Hay muchos jóvenes con problemas a causa de la irrelevanc­ia de la educación actual, algo que podemos ver, sin ir más lejos, en el aumento de niños con trastornos en el aprendizaj­e o por déficit de atención. Si te quieren meter demasiadas cosas en la cabeza, sin darte el verdadero alimento para ‘ser’ ni un ocio sano, te están robando la vida y los jóvenes se dan cuenta y se rebelan. Entonces aparecen casos de rabia profunda que pueden ser muy peligrosos y dramáticos. R. G. La única forma en la que podemos luchar contra todo esto es desde el cariño, desde el vínculo seguro en la infancia. No se puede hacer de forma teórica, sino estando ahí cuando empiezan a experiment­ar emociones que no saben cómo gestionar. Si dos niños se pelean en el colegio, no hay que intervenir con un castigo o un juicio, sino enseñarles que es lícito sentir rabia. Hoy, con las nuevas tecnología­s, esto adquiere una nueva dimensión. Es importante que les enseñemos a hacer un buen uso de estas porque son muy peligrosas, perjudican el desarrollo de valores como la tolerancia a la frustració­n, la perseveran­cia o la no necesidad de refuerzo constante. Si fuésemos capaces de trabajar todos estos puntos en los niños, de adultos tendrían mucha más facilidad para resolver cualquier problema �

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