VOGUE (Spain)

MI VIDA EN 35 MILÍMETROS

- Fotografía NICO BUSTOS Estilismo JUAN CEBRIÁN Texto MARIO XIMÉNEZ

PEDRO ALMODÓVAR lleva cuatro décadas viviendo entre dos realidades paralelas: la del cine y la suya propia. En Dolor y gloria, su película número 21, ambas se funden en un acto de generosida­d sin precedente­s. Para celebrarlo, convoca a su familia –la real y la ficticia– en una paella a la que Vogue España acude como testigo privilegia­do.

EL CLIMA NO PARECE ACOMPAÑAR EN EL VERANO DE 2017. ES EL SEGUNDO MÁS CÁLIDO QUE SE RECUERDA EN MADRID DESDE 1965 Y EL ASFALTO, ABRASADOR, DOMINA UN PAISAJE DESÉRTICO. Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949) conoce bien este sofoco. Pero en sus películas, lejos de suponer un problema, siempre ha sido el escenario perfecto para el drama. Bien pasado por agua de manguera en La ley del deseo (1987) o servido con gazpacho en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), el calor de la ciudad vacía y ardiente ha sido uno de sus mejores lienzos. Pero esta tarde el dolor de espalda le paraliza, y se refugia en su casa de campo, al norte de la ciudad. Enciende el ordenador y escribe, casi como remedio analgésico, lo que meses después serán las diez primeras páginas del guion de Dolor y gloria, su película número 21 y la más próxima a sí mismo de todas las que ha rodado. «No me gusta escribir sobre mí, pero esa tarde lo hice. Me trasmuté en un director, plagado de dolores, que visita a un antiguo amigo que fue camello en los ochenta. Se encuentran, se intuyen sus cuentas pendientes, y comparten una dosis de heroína», explica. Cuando dejó la escena terminada, se puso un bañador y bajó a la piscina. «Hubo un momento, cuando me sumergí y sentí esa ausencia total de gravedad que elimina el peso del cuerpo, en que llegó esa emoción que me ocurre de vez en cuando: sentí que estaba viviendo algo que iba a reproducir».

Junto al bordillo de esa piscina, donde tuvo aquel pellizco premonitor­io, el director manchego ha convocado a Vogue España para una reunión que celebra el inminente estreno (22 de marzo) de su obra más autorrefer­encial. Es el chalet que compró en los años noventa a escasos 30 kilómetros de Madrid, donde ya son históricas las paellas de seis horas desde que asoma la primavera. Pocos lo saben, pero es en esta casa donde Almodóvar filmó una de las escenas más inspiradas de Hable con ella (2002), en la que un pequeño concierto de Caetano Veloso emociona a sus protagonis­tas (Rosario Flores y Darío Grandinett­i) acompañado­s por los amigos de Pedro como figurantes. Entonces eran Marisa Paredes, Cecilia Roth, Manuel Bandera o Elena Benarroch. Hoy la convocator­ia es un cóctel similar de afectos fuera y dentro de la pantalla. Sus actores, reunidos junto a su equipo técnico más estrecho y fiel. Juntos forman un grupo peculiar y heterogéne­o, como dos caras de una moneda unidas por la admiración profesada a su hombre orquesta. «No estáis en una sesión de fotos, os habéis colado en un pedazo de mi vida», confiesa al periodista.

El último en llegar ha sido Antonio Banderas, actor fetiche de Almodóvar al que a partir de ahora nadie podrá disociar de su papel en la película. Enfundado en una chaqueta de cuero y recién llegado de Londres, el mismo hombre que enterneció con su torpeza en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y repugnó con su rencor obseso en La piel que habito (2011) se quiebra en Dolor y gloria como un soberbio alter ego del autor manchego. Desde que vemos su cuerpo sumergido en el agua al comienzo de la cinta, Banderas fulmina su herencia de ‘chico Almodóvar’ para convertirs­e en Salvador Mallo, un director veterano aislado por la soledad que luce el cano pelo revuelto tan vinculado a Pedro. Con sus mismas camisas estampadas, sus manos hiperactiv­as y hasta la mis

ma casa en el paseo del Pintor Rosales. Es casi un acto reflejo revolverse en la butaca cuando uno le ve ajustar cuentas con un actor al que dirigió hace 30 años, o cavilar acerca de la identidad de ese gran amor al que dejó marchar cuando aún seguían queriéndos­e. En definitiva, es imposible no intentar calcular la distancia exacta entre el protagonis­ta y las tripas de su creador. «El personaje no soy yo, pero sería absurdo decir que el personaje de Antonio no está dentro de mí», replica hábilmente. El actor malagueño aparece en el dormitorio donde intuye a un grupo de mujeres en plena prueba de vestuario. «¡Ah de la casa!», exclama cuando Penélope Cruz sale a su búsqueda para ahogarle en un abrazo. «Son muchos años ya, pero estás más guapa cada día», le susurra. Bajo la sombra de Almodóvar les une un cameo anecdótico en la hilarante Los amantes pasajeros (2013) y un grito que ya es Historia de los Oscar, pero las carreras de estos dos astros se han ido desarrolla­ndo con éxito paralelo al de su amistad. En Dolor y gloria son madre e hijo, y si Banderas encarna la visión adulta del hombre aislado y rodeado de sombras, Penélope es justo lo contrario, una grieta de luz y color que representa una infancia pletórica y feliz en una casa cueva de Paterna donde viven junto a Venancio, el patriarca. «Es cierto que el riesgo con Penélope era su capacidad de deslumbrar y convertirl­o todo en glamour, pero ya la habíamos visto como ama de casa contemporá­nea y sexual en Volver (2006). Esta madre debía ser opuesta a la de Raimunda, porque pertenece a una generación de posguerra más humillada y cansada. Hablé con la directora de vestuario, Paola Torres, y le pedí que apenas vistiera más que viejos vestidos y un maquillaje tenue, que no le favorecier­a. Esa pesadez física y emocional le da un carácter distinto a la madre de Carne trémula (1997) que da a luz en un autobús o a la hermana Rosa de Todo sobre mi madre (1999), embarazada cuando descubre que tiene VIH. Aquí plasmé a una madre austera y humilde, pero también astuta e intuitiva. Ella es la perfecta encarnació­n de Jacinta». Su continuaci­ón en la edad adulta de Salvador es Julieta Serrano, una actriz a la que ha dirigido en seis ocasiones desde su bautismo en Pepi, Luci, Bom..., en 1980. La veterana intérprete hace suyo un réquiem al film en el que instruye a su hijo sobre cómo amortajarl­a cuando muera, le pide que no hable de las vecinas del pueblo en sus películas y descubre unos reproches que modifican la relaciones que los seguidores creían conocer entre el manchego y su progenitor­a, Francisca Caballero, fallecida en 1999.

En la piel de Cruz, no obstante, el rol de Jacinta es el metal que conduce el agua de la piscina a otra corriente. La del río que comparten las lavanderas con las que su madre se juntaba cuando este era pequeño, en el pueblo pacense de Orellana La Vieja. De aquí nace la inquietud por contar con Rosalía –«la llamé con nada de antelación, aceptó entusiasma­da», agradece– o la anécdota de los pececillos jaboneros, que le robó a su hermano Tinín. «Llegar a este momento fue crucial para decidir si continuaba o no con el guion. Si lo hacía, tenía que ser valiente y hacerlo desde mi propia vida».

Calzándose un traje de lino rojo de Etro, Banderas lanza un gesto de reverencia a Rosalía cuando la advierte sentada en un rincón improvisad­o para maquillaje. «¿Qué narices hiciste el sábado, chiquilla?», le espeta sobre la espléndida actuación de la cantante en los Premios Goya, donde versionó junto a un coro el clásico de Los Chunguitos Me quedo contigo. «Ella no es de este mundo. Hay que cuidarla», replica Penélope, con un halo protector que parece ofrecer guía por el arduo sendero de la fama que tan bien domina. Un hilo de empatía y admiración que se palpa en la escena donde comparten a cappella un fragmento de la copla A tu vera que Lola Flores populariza­ra en 1962.

Son las doce del mediodía cuando en la habitación de al lado, otros se enfrentan a las lides de estrenarse ante las cámaras. Javier Giner, jefe de prensa de El Deseo, posa como un Derek Zoolander –de Barakaldo, en su caso– con un chándal de Loewe de ribetes arcoíris. «Cariño, si soy modelo por un día, que sea a lo grande», le dice al director de moda, entre sumiso y atónito. Su experienci­a como modelo es nula, pero el desparpajo que gasta es digno de inspirar un papel en las obras de su mentor. «Con Pedro no hay unas normas clásicas: todo es a lo grande y mi trabajo no es tanto salir a buscar a los medios, sino filtrar dónde y cómo hay que estar», revela sobre la estrategia de promoción que nos ha reunido en esta finca. Mientras, en el salón de abajo, la mesa está preparada para el festín cuando Penélope coge en sus brazos a un bebé de cuatro meses. Es el hijo de Bárbara Peiró, que empezó a trabajar en producción para la empresa en el proceso previo al rodaje de Hable con ella (2002). «Mis primeros meses en El Deseo estuvieron dedicados a comprar cosas como un felpudo en Nueva York. Fue hace tantos años que ni existía Amazon. Empecé hace 17 años, y me quedé para siempre. O eso espero», bromea. Un nivel de orgullo y fidelidad idéntico al de Covadonga Rodríguez, que inició su andadura en El Deseo con La flor de mi secreto en 1995. Ambas coinciden en que formar parte de esta pequeña empresa de una veintena de empleados es pertenecer a una familia donde la implicació­n difumina los límites entre lo laboral de lo personal. « Pero es que nunca me he encontrado a un grupo de gente tan entregada a una causa común», razona Bárbara.

Entre los comensales se cuela otra cámara fotográfic­a que dispara en la distancia, como un voyeur fascinado con la estampa que observa. Es el fotógrafo Fernando Iglesias, una figura constante en la vida y la obra de Almodóvar, al que este prefiere definir como un «ángel de la guarda». En sus cintas ha ejercido de sacerdote, conductor de autobús, nadador o atento camarero. Fuera de ellas, relata, «Fernando ha hecho de guardaespa­ldas, ayudante, y en resumen de todo lo que necesitara. Pensando en él, y en los que están hoy aquí, me doy cuenta de que soy una de las personas más asistidas y protegidas que conozco». Secundan la hipótesis su hermano Tinín y Esther García, directora de producción y matriarca indiscutib­le de El Deseo. «Pedro es de los autores más exigentes que conozco, tiene una precisión increíble de cómo quiere trasladar sus ideas a la pantalla». Ella ha sido la encargada de estas traduccion­es libres desde Matador, en 1986, y asegura que ninguna de las anteriores supera la desnudez con que Pedro se muestra al público en Dolor y gloria. «Hay una ausencia de

adornos que la hace muy expuesta. Es la cinta en que mejor se ve su personalid­ad. La franqueza con que lo expone todo, tan nostálgico pero tan lleno de esperanza, me emociona porque reafirma su libertad a la hora de contar historias. No me imaginaba que fuera a despojarse de tanto artificio al hablar de sí mismo. En algunos momentos, confieso pensé que quizás había que alejarse un poco de su propia imagen, del lugar donde vive, de una realidad palpable que temía que acabara incomodánd­ole. Pero él es consciente de la gran autoficció­n, que no biografía, patente a lo largo del film».

De no saberse en tierra firme, cualquiera tendría la impresión de estar en el camarote de los hermanos Marx, con las únicas ausencias de los actores Leonardo Sbaraglia y Asier Exteandia (que rueda en Camerún un programa junto a Jesús Calleja). El color de los vestidos y el mantel configuran una orgía de estampados que recuerda a los escenarios de sus mejores comedias. La decoración tiene un poso de nostalgia, multiplica­da por las cintas de VHS, un póster de Tintín en el Congo y una antología de Cesária Évora que reposa en una mesa auxiliar. Pedro sirve la paella a los comensales, asumiendo el papel de anfitrión por inercia. « Creo que es la primera vez que me sirve», le bromea Penélope. Hay rosado y blanco, ambos del vino lanzado por los hermanos Almodóvar, y hablan de los avances tecnológic­os, la esperanza de vida, hostilidad­es políticas o el veredicto a la última gala de los Goya. Y de la música de Dolor y Gloria, que el director explica detenidame­nte a Rosalía. En su banda sonora conviven los violines de Alberto Iglesias y Alaska y Dinarama, Chavela Vargas y Mina. La dulzura y la pena, que asoma en toda la trama por un hilo de nostalgia. «La tristeza ha estado siempre presente en mi cine [en 2003 llegó a publicar un álbum titulado Viva la tristeza, reuniendo las canciones que habían inspirado la escritura de Hable con ella], pero nunca me ha impedido continuar. Mi mayor miedo ha sido no ser capaz de levantarme y ponerme a rodar en un estudio, y eso sí ha llegado a provocarme fuertes depresione­s. Eso es lo que más nos une a Salvador y a mí. El protagonis­ta nunca llega a caer en la adicción a la heroína: su droga más dura es el cine. Es lo que ha vampirizad­o su vida, y lo que le ha condenado al mismo tiempo que le ha salvado la vida. Y eso es exactament­e lo mismo que me ha pasado a mí», revela días después en su despacho de El Deseo.

Todos sentados sobre la mesa, completan este festín. Osama Chami (el asistente de Pedro), su hermano Tinín y Lola García, una suerte de hada madrina que se cruzó en su vida en mayo de 1989, cuando su hermana Esther iniciaba el proceso de producción de Átame! Enfundada en un Valentino por primera vez en su vida, esta guardiana de secretos y manías es mucho más que el título de asistente personal que indica su cargo. Es imposible no evocarla cuando Mercedes, el personaje de Nora Navas, acompaña a Salvador a uno de sus chequeos médicos y se preocupa por él en cada traspiés de insegurida­d. «Lola es el muro que me protege y la voz que habla por mí en muchísimas ocasiones», revela. «Además de

su trabajo en la empresa lleva a cabo todo lo relacionad­o con mi persona en Madrid. Se ocupa de implicarme en obras solidarias, controla la intendenci­a doméstica y cada dos o tres semanas, me pasa tochos de fotos para que firme y envíe a admiradore­s de todo el planeta. Todo el que me escribe recibe al menos una foto autografia­da. En lo personal tampoco hay límites. Busca regalos de cumpleaños a mis ocho sobrinas nietas, me pasa a limpio los guiones y guarda mi archivo fotográfic­o. Todo lo hace con una sonrisa y quedando divinament­e con todo el mundo, excediéndo­se mucho más allá de lo que incluye su trabajo».

El vino se solapa con el postre y el postre con la sobremesa, ya en el billar del comedor. Banderas instruye a Rosalía en la técnica de este juego, mientras un par de espectador­es se embelesan con las uñas de la cantante barcelones­a. Los temas de conversaci­ón se aceleran y caldean, el fotógrafo intercala su cámara digital con otra analógica y Penélope le pide que descanse para comer algo de paella. Era una sesión para una revista de moda, pero desde hace un rato los afectos y el carisma de este corrillo han hecho que la cita mute en una reunión íntima, donde el periodista es un mero espectador privilegia­do. Un último retrato coral les reúne en el jardín, y Pedro Almodóvar recupera su batuta de director para orquestar la imagen final. «Esta es la mejor foto que vais a tener en vuestra vida. Así que pensad que vais a morir en cinco minutos y sonreíd como si fuera la cara que van a recordar de vosotros cuando hayáis muerto. Y sanseacabó. Uno, dos, tres... ¡Acción!» �

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 ??  ?? En esta página, Pedro Almodóvar improvisa el papel de fotógrafo en la terraza de su casa, con Penélope Cruz y Rosalía como sujetos de la imagen. Penélope lleva blusa asimétrica y pantalones de cuero, ambos de Isabel Marant; cinturón, medias y botas propias. Rosalía lleva vestido de tweed, cinturón de cuero con strass y pendientes, todo de Chanel; y sandalias de Stuart Weitzman.
En esta página, Pedro Almodóvar improvisa el papel de fotógrafo en la terraza de su casa, con Penélope Cruz y Rosalía como sujetos de la imagen. Penélope lleva blusa asimétrica y pantalones de cuero, ambos de Isabel Marant; cinturón, medias y botas propias. Rosalía lleva vestido de tweed, cinturón de cuero con strass y pendientes, todo de Chanel; y sandalias de Stuart Weitzman.
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Antonio Banderas se estrenó a las órdenes de Almodóvar en Laberinto de pasiones (1982), donde protagoniz­aba un breve pero tórrido encuentro con Riza Niro (el personaje de Imanol Arias). Desde entonces, el manchego ha moldeado a su antojo el joven talento de Banderas en Matador (1986), La ley del deseo (1987), Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y Átame! (1990). Se reencontra­ron en La piel que habito (2011) y Los amantes pasajeros (2013), y su armonía en Dolor y gloria es ya un asunto alquímico. Entre el aperitivo y la paella, un encuentro en el porche se convierte en una improvisad­a sesión fotográfic­a.
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Una reunión en torno al billar sirve como lugar de encuentro para opuestos que se atraen. El de Julieta Serrano, la actriz más longeva del universo Almodóvar, con Rosalía, su última incorporac­ión. O el de Penélope Cruz con el hijo de Bárbara Peiró, Jonás, el miembro más joven de El Deseo, con cuatro meses de edad.
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Maquillaje y peluquería: Pablo Iglesias (Talents), Vicky Marcos (TEN Agency) para AKU Cosmetics y ghd. Manicura: Rocío Martínez. Ayudante de fotografía: Lorenzo Profilio. Ayudante de estilismo: Laura Sueiro.
De izquierda a derecha, arriba, Osama Chami lleva jersey de punto oversized de Études; pantalón de piel con refuerzos, de Missoni; y zapatillas de Gucci. Rosalía lleva vestido de tweed, cinturón de cuero con strass y pendientes, todo de Chanel. Javier Giner, con cazadora reversible de cuero, de Loewe; polo de Missoni; y pantalón de Prada. Covadonga Rodríguez luce cazadora y pantalón, ambos de Uterqüe; y camiseta propia. Fernando Iglesias, con su propia ropa. Lola García, con vestido de Valentino. Abajo, Esther García lleva vestido de punto de seda, de Missoni (en Mytheresa). Antonio Banderas luce traje de lino rojo y mocasines, ambos de Etro; y polo de Emidio Tucci (en El Corte Inglés). Pedro Almodóvar viste su propia ropa. Penélope Cruz luce blusa asimétrica y pantalones de cuero, ambos de Isabel Marant. Julieta Serrano lleva kimono y vestido, ambos de Etro (en Mytheresa); pendientes de Mango; y zapatos acordonado­s, de Dolce & Gabbana. Bárbara Peiró, con su hijo Jonás en brazos, lleva chaqueta de tweed y falda de piel, ambas de Escada. Maquillaje y peluquería: Pablo Iglesias (Talents), Vicky Marcos (TEN Agency) para AKU Cosmetics y ghd. Manicura: Rocío Martínez. Ayudante de fotografía: Lorenzo Profilio. Ayudante de estilismo: Laura Sueiro.

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