VOGUE (Spain)

El cuento de LA MODELO

La moda nunca había conocido una cara (y un cuerpo) como el de JEAN PATCHETT. Para ella tuvo que crear el prefijo ‘súper’. Una historia que toca volver a recordar.

- RAFA RODRÍGUEZ

El 18 de marzo de 1951, el dominical del tabloide neoyorquin­o Daily News titulaba: «Ninguna como Patchett». Jess Stearn, tótem del periodismo sensaciona­lista de la época, firmaba la pieza: «Sea lo que se le exija a una modelo, Jean parece tenerlo. Porque sabe exactament­e qué hacer con sus manos, cabeza y pies, y demuestra la actitud correcta, se ha ganado el rango de supermodel­o». Antepuesto así a la profesión, el prefijo de marras ya había sonado unas cuantas veces, pero nunca como entonces: por primera vez, se asociaba a un nombre concreto. La moda nunca había conocido a nadie como Jean Patchett, «una diosa americana en el París de la alta costura». Lo dijo Irving Penn, y eso que ya estaba casado con Lisa Fonssagriv­es, otra de las grandes.

La cita del reverencia­do fotógrafo sirve ahora para bautizar la monografía dedicada a la maniquí de Preston (Maryland), un volumen documental a cargo de Robert y Lois Allen Lilly, publicado por powerHouse Books, que da cuenta de aquel fenómeno. Porque si una imagen vale más que mil palabras, entonces las de Jean Patchett conforman una genuina encicloped­ia. «Es una gran historia, aunque sea

tan vieja como el mundo, la del cuento de hadas que se hace realidad. Pero comparte esa fantasía enraizada en el corazón de la moda y que espolea su industria: el fantástico poder de la transforma­ción», dicen los autores, que han contado con la ayuda de Amy Auer Hensley, hija de la modelo.

Nacida en 1926 y criada durante los polvorient­os años de la Gran Depresión, Patchett no las tuvo siempre todas consigo. Cuando puso rumbo a Nueva York, tras saquearle la billetera a su padre, ni siquiera tenía claro a qué dedicarse. Y cuando por fin llegó a la agencia Ford, el recibimien­to tampoco fue el esperado: «Pareces un caballo», le espetó Eileen Ford. Patchett pesaba entonces poco más de 61 kilos. Logró quedarse en 52, a costa de no pocos sacrificio­s, para su metro y 75 centímetro­s y esos casi pluscuampe­rfectos 89-6090. Era 1948. En 1963, cuando se retiró oficialmen­te, había copado más de 40 portadas y se embolsaba 50.000 dólares al año (alrededor de medio millón al cambio actual), una cifra inaudita entonces para una modelo. De Louise Dahl-Wolfe a Cecil Beaton, no había otra modelo más solicitada, por delante incluso de Dovima, Suzy Parker, Dorian Leigh y la mismísima Fonssagriv­es. Y eso que Penn puso el grito en el cielo cuando Alexander Liberman se la asignó para aquella sesión de la edición estadounid­ense de Vogue a fotografia­r en Lima.

«Mi impresión es que todo se le vino encima, la fama, el estrellato. Nunca tuve la impresión de que fuera algo premeditad­o», concede su hija. «Por supuesto, era muy lista y sabía que era buena en su trabajo, que daba magníficam­ente en las fotografía­s. De alguna manera, se sentía afortunada». Y el caso es que le bastaron un par de imágenes (de portada) en Vogue para hacer historia: la de enero de 1950, deconstrui­da por Erwin Blumenfeld en un primerísim­o primer plano a mayor gloria de su mirada de gacela, y la de abril de aquel mismo año, por Irving Penn.

Horst P. Horst y William Helburn, Richard Avedon y un joven Francesco Scavullo, no ha habido fotógrafo capaz de resistirse. En 2009 (siete años después de su muerte), cuando el MoMA de Nueva York orquestó la muestra Model as Muse: Embodying Fashion, quedó claro quién personific­ó la época dorada de la alta costura. Lo dijo ella misma: «Realmente, hice historia»

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