Ángela y Olivia Molina comparten serie por primera vez.
Pertenecientes a uno de los mayores clanes del cine y la música en España, ÁNGELA y OLIVIA MOLINA coinciden por primera vez en una ficción para la pequeña pantalla. Madre e hija debaten sobre valores como la urgencia climática, la maternidad o su pasión común por el cine, y demuestran por qué es importante que las mujeres tengan el poder de escribir sus propias historias.
Descalza sobre el suelo de terrazo, Olivia Molina (Ibiza, 1980) asiente ligeramente mientras una peluquera maneja varias horquillas que han de embrollar su pelo en un sutil recogido. Susurra un par de frases en francés dirigidas a su madre, enfundada en un holgado vestido que se despega de su figura. Aunque Ángela Molina (Madrid, 1955) no está acostumbrada a la silueta, el consejo de su hija hace que agarre un pedazo de melón, vuelque su pelo cano hacia el lado derecha y tras un par de negociaciones, acabe resignándose. «Si tú lo ves, yo lo veo», replica cómplice. Su hija le suelta un beso en la frente y el aparente conflicto de lo que han de vestir en esta sesión de fotos para Vogue España se resuelve en menos de un minuto. Una escena que, según todo pronóstico, refleja bastante bien cómo funcionan las negociaciones entre estas dos mujeres. A ambas las une, entre muchos vínculos, un apellido que en este país es sinónimo de artes escénicas. Antonio Molina, abuelo de una y padre de la otra, marcó con su voz y su rostro la copla española en la segunda mitad del siglo XX, hasta su fallecimiento en 1992.
Con todo, su herencia más palpitante está en el legado sanguíneo de sus ocho hijos, de entre los que Ángela ha sido el tallo más florido en lo que a cine atañe. «No me dio mucho tiempo a soñar: el sueño me cogió por banda», recuerda sobre su estreno en la actuación cuando arañaba la mayoría de edad. Se estrenó en 1974 con el filme de César Fernández Ardavín, No matarás. Es, curiosamente, la misma edad a la que Olivia empezaría a plantearse su debut como actriz, materializado en la película Jara (Manuel Estudillo), en 2000. Aquel sería su estreno en solitario, pero también trabajando junto a su madre frente a una cámara, algo que no ha vuelto a ocurrir en casi dos décadas de carreras paralelas. Hasta ahora. «No todos los días se usa la ficción para alertarnos de lo mal que tratamos la realidad. Este era un proyecto que debíamos aceptar casi por obligación moral», razona Ángela refiriéndose a La valla, la serie de Antena 3 que se estrenará el próximo trimestre, ambientada en un futuro distópico donde la urgencia climática ha convertido a las democracias occidentales en regímenes dictatoriales. «Mientras la vida en el campo se ha hecho imposible, la ciudad queda dividida en dos regiones», añade Olivia. «Por un lado, el sector donde vive el gobierno y la clases privilegiadas; y, por otro, donde vivimos los demás. La única forma de pasar de un lado a otro es esa valla, que simboliza todo lo que nos separa».
Un primer vistazo a la ficción, creada por Daniel Écija y producida por Atresmedia, es suficiente para acordarse de otras series como la británica Years and Years (HBO) o la estadounidense Black Mirror (Netflix), capaces de ponernos en jaque con nuestra sociedad a través de distopías futuristas, donde la sociedad está sumida en las consecuencias de sus lastres actuales. En La valla, Ángela y Olivia interpretan a Emilia y Julia, madre e hija que han quedado atrapadas en el lado desfavorecido de esta nueva jerarquía. «Cuando leí la historia me pareció radicalmente distinta a cualquier cosa que me hubiera imaginado en 2019 en televisión, y me capturó principalmente por el poder de transformación que muestran sus protagonistas cuando el poder nos arrebata los derechos fundamentales. Muestra un tipo de posguerra diferente a la que vivieron mis padres, habla de una posguerra ideológica, filosófica, que cada día nos acecha más», señala Ángela, a la que Olivia pide paso en busca de un apunte. «Es curioso que hablemos de futuro y distopía, porque es ahora cuando muchos derechos y libertades que hemos tardado siglos en obtener están de nuevo en riesgo».
Madre e hija charlan en una sala de profesores de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, tras una mañana posando ante la atónita mirada de alumnos intrigados. Cogidas de la mano, recorren la escalinata ajenas al interés que despierten. Agarradas y charlando en su código francés, transitan como envueltas en una burbuja de protección mutua. «Existe una herencia, de mi abuela hacia mi madre y de esta hacia mí, que siempre he intentado pasarle a mis hijos. La importancia de la ética por encima del poder, de la riqueza moral por encima del dinero, y de la naturaleza como un gran ente que nos sobrevivirá a todos, por lo que no hay motivo para maltratarla». Olivia, Mateo, Samuel, Antonio y María son las cinco felices consecuencias de sus dos matrimonios, legado coral de una vida que combinó familia y trabajo desde que se iniciara en el cine con directores como Eugenio Martín, Antoni Ribas o Jaime Camino, hasta que Luis Buñuel le ofreciera ser la protagonista de su última película, Ese oscuro objeto de deseo (1977), cuando acababa de cumplir los 22 años. Ya entonces, con España celebrando sus primeras elecciones generales tras cuatro décadas de dictadura, el personaje de Ángela clamaba frases disruptoras para su tiempo: «No soy de nadie, soy de mí misma y me guardo bien. No tengo nada más preciado que yo». Una señal inequívoca de cómo la actriz, reacia entonces a resignarse al imperante cine del destape, ha elegido voces arriesgadas en su trayectoria. «Siempre nos ha hecho muy partícipes de su valentía», aclara Olivia. «Hemos viajado con ella y nos ha mostrado cosas que ninguna clase podría enseñarnos. Recuerdo ver, de muy pequeña, una escena de la película Camada negra (Manuel Gutiérrez Aragón, 1977), en la que acaban matándola a pedradas. Estuve semanas en las que no me separaba de su falda para que no se fuese a trabajar, porque estaba convencida de que la mataban. Son situaciones que marcaron mi adolescencia, pero creo que también mi futura vocación».
Olivia asomó su pulsión por el cine en Jara, como avanzaba su madre, pero fue en 2000 cuando su rostro ocupó la pequeña pantalla durante 406 tardes, en la longeva serie Al salir de clase. «Nunca me planteé hacia donde me estaba dirigiendo, me limité a hacer lo que era natural para mí. Han sido el paso de los años y la huella de la maternidad, lo que me ha hecho preguntarme por qué me dedico a esto, desde dónde lo hago y quién puedo llegar a ser», razona. Tras su paso por televisión, que combinó con películas como School Killer (2001) o Ausiàs March (2002), se estrenó sobre las tablas con su progenitora en 2005, adaptando la película de Mike Nichols El graduado en el teatro Coliseum de Madrid, bajo las órdenes de Andrés Lima. «Hemos tenido la suerte de atravesar momentos vitales juntas sobre las tablas o frente a una pantalla, y eso nos ha hecho madurar juntas», incide Ángela. «Nos hemos encontrado en diferentes contextos y somos muy distintas, pero Olivia es la persona que más me reta a cambiar mi forma de ver el mundo». Su hija coincide: «Nos conocemos tanto y nos hemos vuelto tan cómplices que podemos discutir acaloradamente sobre el más pequeño detalle, y acabar partiéndonos de la risa un segundo después. No hay magia mejor que esa». Entre los tiernos hilos de tensión que se han tejido en su universo, se cuelan temas como el medioambiente, los sacrificios que implica su profesión, el machismo que la ha impregnado durante décadas. Mientras Olivia es más combativa –«hay que luchar con la energía de una guerra para ganar una pequeña batalla»–, Ángela confiesa que su solución pasa por idear y poner en marcha relatos femeninos. «Hay mucho desequilibrio y una gran necesidad de contar historias sobre nosotras, sin que nadie nos quite la voz o la autoría. De hecho, querría adaptar una obra de Pirandello con la que llevo soñando años», le espeta a su hija. «Solo falta que aceptes, claro: la protagonista serías tú». Sonrojada, Olivia le tapa la boca con dulzura para darle un beso en la mejilla y volver al francés, de nuevo en sus personalísimos códigos