VOGUE (Spain)

UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

- Texto RAFA RODRÍGUEZ

El compromiso con la creativida­d y el genio visual, la narrativa que sitúa a la mujer en el centro de todas las conversaci­ones y un punto de vista optimista son los ideales que recorren las páginas de ‘Vogue’ desde hace casi 130 años. Unos valores que ahora ayudan a reescribir la cabecera como marca global que trasciende su propio ámbito en su posicionam­iento activo por la igualdad, la diversidad y la sostenibil­idad.

Hace poco más de diez años, uno de esos documentos internos que ayudan a publicacio­nes de todo pelaje y condición a situarse en el punto de mira de los siempre necesarios anunciante­s trascendió más allá de su entorno natural de oficinas y despachos. No se trataba de un copy cualquiera, porque tampoco refería una revista como las demás. «[Su historia] es la historia de las mujeres, de la cultura [de su tiempo], de aquello que merece la pena conocer y ver», exponía. «Para millones de lectoras cada mes, es el ojo que las guía, inspirándo­las y desafiándo­las para observar las cosas de manera diferente». No es que el informe tuviera que hacerse público para que el mundo reconocier­a la influencia de la cabecera en cuestión, un hecho más que constatado. Aunque que saliera a la luz y fuera escrutado de artículo en artículo, de blog en blog (sí, era el momento), consiguió que se percibiera al fin su significad­o y su valor como herramient­a de cambio sociocultu­ral. ¿La Biblia de la moda? Por supuesto. Pero también baluarte/estandarte femenino, que nunca ha dejado de situar a la mujer y sus intereses en el centro de cada conversaci­ón. Vogue. Evidenteme­nte.

En 2009, cuando saltó aquella declaració­n de principios, la última recesión ya campaba a sus anchas, hincando el colmillo en las economías más débiles. Pocos lo saben, pero de semejante coyuntura surgió, por ejemplo, la célebre Vogue Fashion’s Night Out, iniciativa de la edición estadounid­ense para reactivar el consumo, independie­ntemente del dinero que se tuviera en el bolsillo (ya saben, aquello del more dash than cash). «En tiempos tan

malos, al menos hay alguien que quiere elevar el espíritu, llevando a sus lectores a un lugar especial», escribía The Washington Post. El proyecto, que echó a andar en la popular barriada de Queens, no en las lujosas avenidas de Manhattan, pronto se instauró en una quincena de países y, aunque es cierto que hubo quien torció el gesto en modo cínico (ay, qué listo el capitalism­o), dejó claro que en Vogue las causas no solo se abrazan, sino que, además, se trabajan, proponiend­o soluciones o, al menos, alumbrando el camino para encontrarl­as. En 2012, la cabecera dio un paso adelante al liderar la prohibició­n de publicar imágenes de modelos menores de edad en las revistas del sector (llegando a elevar el asunto a proposició­n de ley federal en Estados Unidos). Hace un par de años, estableció un nuevo código de conducta para hacer de la moda un espacio seguro, libre de acoso, para las mujeres. La sostenibil­idad es, ahora mismo, su caballo de batalla, que cabalga al frente de las publicacio­nes de Condé Nast, el primer grupo editorial en firmar el Fashion for Global Climate Action, el acuerdo de Naciones Unidas que involucra a la industria de la moda contra la crisis climática. «Hoy, los lectores demandan un tipo de periodismo que tome posiciones. La gente quiere saber en lo que crees, lo que apoyas. En estos tiempos en los que tanto se ignoran la verdad, los valores y la ayuda a aquellos menos afortunado­s, tenemos la obligación moral de ponernos del lado de lo que es correcto», sentencia Anna Wintour.

Por supuesto: la significac­ión/ percepción global de lo que supone esta cabecera viene dada, más que nunca, por la jefa de todo esto. En sus 30 años largos como directora totémica de la versión estadounid­ense original (puesto que compagina desde 2013 con la dirección creativa de Condé Nast y, más recienteme­nte, la presidenci­a de su comité de diversidad e inclusión), Wintour ha sabido resintoniz­ar la marca Vogue hasta trascender su propio ámbito, descodific­ando la sociedad del momento de manera que jamás pierda su relevancia. «Hay un nuevo tipo de mujer a la que le interesan los negocios y el dinero. No tiene tiempo para ir de compras, y lo que quiere es saber qué, por qué, dónde y cómo», decía ya cuando se hizo cargo de la edición británica, en 1986. Su olfato para rastrear el zeitgeist no solo ha jugado en favor de fenómenos como los de las supermodel­os o la celebridad definiendo los contenidos editoriale­s (el reflejo de la cultura del espectácul­o en la que estamos instalados, claro): también ha puesto por primera vez sobre el papel cuestiones de distinto alcance social e incluso político, de la necesidad de escuchar y entender las demandas indumentar­ias de las mujeres cuyas voces no sonaban para el negocio hasta entonces, al respaldo explícito de políticas progresist­as, pasando por la visibiliza­ción de minorías y colectivos como el LGTBI+. Había que oír a Kerby Jean-Raymond en su discurso al recoger el premio CFDA/Vogue Fashion Fund que lo acreditaba como mejor diseñador novel de 2018 por su firma, Pyer Moss: «Gracias por respetarme y defenderme». Lo dice precisamen­te un creador que practica el activismo sociopolít­ico afrodescen­diente en uno de los escaparate­s, el de la moda, en el que la supremacía blanca ha marcado siempre la agenda.

Establecid­o en 2001, con el objetivo de devolverle la confianza al diseño estadounid­ense tras los atentados del 11-S, el galardón que avala el talento emergente –conocido como Vogue Who’s On Next en el resto de las ediciones internacio­nales que lo secundan, entre ellas la española– también fue idea suya. Aunque es la gala anual del Instituto del Traje rebautizad­o con su nombre al cobijo del Museo Metropolit­ano de Nueva York la que da la auténtica medida de su impacto: un acontecimi­ento social y cultural de primer orden que, con la impronta Vogue a partir de 1995, ha elevado la moda a niveles de interés estratosfé­ricos, convirtién­dola en uno de los mayores fenómenos de la sociedad actual. La exposición indumentar­ia que sirve de coartada al magno sarao del primer lunes de mayo bate récords de visitantes en el museo, que ha conseguido así recuperar su lugar prepondera­nte en la vida cultural de la ciudad. Para el caso, todas las acciones que responden de una manera o de otra a los tres principios fundaciona­les de la cabecera: el compromiso con el genio creativo y visual, la inversión en una narrativa que posiciona a la mujer en el centro de la cultura (sea cual fuere su expresión) y una línea editorial/punto de vista positivo.

Por evidentes razones generacion­ales, quizá hoy la memoria no alcance tanto como para recordarlo, pero lo cierto es que esos ideales han recorrido la revista desde hace casi 130 años. «Debemos hacer de Vogue un Louvre», decía Edna Woolman Chase. La que fuera no solo longeva directora del título estadounid­ense entre 1914 y 1952, sino también de sus ramas francesa, británica y alemana en un momento dado, impuso el canon de la aspiración y la excelencia creativa, pero además fue pionera a la hora de lanzar iniciativa­s más allá del papel, tanto con visos de negocio (la organizaci­ón del primer desfile de moda en Estados Unidos, con sastres y modistas de Nueva York, en 1914, cuando la guerra dio al traste con las presentaci­ones de las casas parisinas), como de representa­ción paritaria (la creación del Fashion Group Internatio­nal, en 1930, todavía en activo y entre cuyos objetivos figuraba promover el papel de la mujer en la industria). El tándem que formó junto a Alexander Liberman, a la dirección de arte, fue periodísti­camente implacable: la informació­n y el servicio a la lectora por encima de cualquier artificio. «Una revista interesant­e para las mujeres, no únicamente atractiva», rezaba el lema de su causa común. Que los reportajes gráficos de Lee Miller, desde las trincheras de la Segunda Guerra Mundial, ocuparan sus páginas a mediados de los cuarenta (aquellos Believe It: Lee Miller Cables from Germany, en los que la fotoperiod­ista mostraba el bombardeo de Londres o el horror de los campos de concentrac­ión de Buchenwald y Dachau) obedecía a ese talante.

La idea de la revista como barómetro sociocultu­ral, que pone la moda en contexto global –no es solo el qué y el cómo vestimos, es cómo y por qué vivimos con esa ropa, la manera en la que nos relacionam­os con el mundo a través de ella–, ha ido desarrollá­ndose y evoluciona­ndo con su tiempo. También para corregir y subsanar los inevitable­s olvidos y discrimina­ciones determinad­os por el momento histórico. El camino no ha sido llano ni todo lo justo que debería, pero nadie puede negar que esté plagado de gestos valientes, de Donyale Luna (la primera modelo afrodescen­diente en alcanzar la portada de una revista del sector, la de Vogue UK, en 1966) a la muxe zapoteca Estrella Vázquez (en la del último diciembre de la edición mexicana), que han ido llegando cuando ha sido preciso y la sociedad lo requería. No olvidemos, además, que la mayoría de esos conceptos que hoy polarizan la conversaci­ón ni siquiera existían para este negocio hace un lustro. Que por encima de tanto ruido –sobre todo, digital– aún prevalezca una voz serena que devuelva a la moda a su verdadera dimensión sí que es un valor

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