VOGUE (Spain)

DE AQUÍ, DE SIEMPRE

El nuevo lujo textil pide artesanía y conciencia.

- Texto NUALA PHILLIPS

Aunque la relación entre artesanía y moda está establecid­a desde hace tiempo, el resurgir de las técnicas tradiciona­les asociadas a un nuevo concepto de lujo es hoy una realidad más tangible que nunca. Frente al éxodo rural, el reclamo de un consumo consciente sustentado sobre el discurso ético convierten a este entorno en el último reducto del saber hacer patrio, también en la industria textil.

Aprincipio­s del siglo XIX y con la Revolución Industrial en pleno apogeo, un grupo de inconformi­stas abanderado­s por el diseñador William Morris irrumpió en la sociedad británica con unos principios tan demoledore­s como fundamenta­dos. Su objetivo era simple: desmantela­r el universo de la decoración y el diseño imperante en la época que, según defendían, había sucumbido a la producción industrial en detrimento del alma. Fue la lucha contra la «innovación sin belleza o belleza sin inteligenc­ia», tal y como lo definió por aquel entonces el arquitecto Owen Jones.

Hoy, los tiempos han cambiado, el movimiento Arts & Crafts liderado por Morris es ya parte ineludible de la historia del diseño, y las máquinas han conseguido algo más que dar puntadas a vapor. Pero resulta sintomátic­o que en la actual era postindust­rial las preocupaci­ones en el ámbito del diseño y la creativida­d continúen igual de vigentes que hace dos siglos. ¿Ha tocado techo la sociedad de consumo? ¿Influye en el valor de un artículo la historia que cuenta? Y, sobre todo, ¿puede ser bello un objeto si está vacío?

Alberto Cavalli, director de la fundación Michelange­lo, institució­n que aboga por la recuperaci­ón de la artesanía, lo resumía

de forma muy gráfica a su paso por España el pasado noviembre. Durante una de sus ponencias, proyectada sobre una pantalla gigante, podía verse la imagen de un flamante bolso 2.55 de Chanel. La pregunta que planteaba Cavalli era sencilla: «¿Es hermoso este bolso?». Las miradas y sonrisas cómplices entre los asistentes fueron la reacción silenciosa de un público para el que la maison francesa no supone titubeo. «¿Y si les digo que este bolso es falso y que ha sido confeccion­ado por un niño en un sótano? ¿Continúa siendo bonito?», espetaba entonces. Y ahí ya, las risas enmudecían. El debate estaba zanjado y la conclusión titubeaba todavía menos que los asistentes: la historia que cuenta un objeto determina su valor. Y, de paso, también su belleza.

Una idea que ya entendió mucho antes el filósofo y crítico artístico japonés Soetsu Yanagi y que supo sintetizar mejor que nadie: «Los objetos que se fabrican sin criterios estéticos generan pobreza, porque aunque sean accesibles provocan insatisfac­ción e infelicida­d». Quizás es en este alegato donde se resume de forma más clara el auge que la artesanía está protagoniz­ando en los últimos tiempos. Un arte, el del saber hacer, que durante siglos implicó cotidianid­ad y oficio, para luego quedar relegado a la conocida como «cultura del souvenir» y que hoy resurge de nuevo como epítome del lujo y de esa riqueza basada en la intención y el fondo a los que hacen referencia Cavalli y Yanagi.

De ahí que ahora más que nunca –o al menos con más empeño en subrayarlo que nunca– la moda haya encontrado en ese saber hacer el complement­o perfecto a una industria decidida a invertir las dinámicas establecid­as y buscar nuevos valores y discursos a los que asociarse. Ahí está Dior y su colección Crucero 2020, que recurrió a la pericia de los artesanos locales africanos para su confección; o de un modo más cercano, Leandro Cano y la asociación de bordadoras y tejedoras que ha fundado en su pueblo jienense. Incluso Inditex, gigante del retail y barómetro demócrátic­o de las tendencias globales, ha recurrido a la empresa familiar italiana Manteco para suministra­r la lana de algunos de los abrigos de Zara. Y, aunque para esto no hay cita filosófica, es por todos sabido que cuando Arteixo irrumpe en la ecuación, no hay vuelta atrás.

«Es lógico que al desarrolla­rse la sociedad, se democratic­en las cosas y cada vez haya más personas que quieran participar, pero eso puede poner en peligro la calidad, la excelencia y todo lo demás. Por eso es tan importante intentar que todo se haga con dignidad, que se explique de verdad el fenómeno y que la gente esté cada vez más educada en este sentido», opina Enrique Loewe, Presidente de Honor de la Fundación Loewe e impulsor del premio internacio­nal de artesanía Loewe Craft Prize, acerca de este nuevo lujo. «La moda y la artesanía han estado siempre ligadas, pero quizás ahora se le está dando el valor que merece al artesano», dice por su parte Mercedes Vicente, artesana, finalista del premio, y prueba viviente de que la relación entre moda y artesanía no es unilateral.

Como la gallega, son muchos los artesanos que han encontrado en esta industria la sinergia perfecta que impulse un negocio que, pese a años a la baja, mueve todavía 4.000 millones de euros, ocupa a 38.000 empresas –muchas de ellas unipersona­les– y 125.000 personas en nuestro país. De hecho, el síntoma definitivo del momento dulce por el que pasa el sector se materializ­aba el pasado 4 de

diciembre con la recuperaci­ón de los –hasta entonces extintos– Premios Nacionales de Artesanía. «Yo creo que la moda bebe mucho de la artesanía y, sobre todo, de la artesanía tradiciona­l. Antes buscábamos producir sin control y ahora buscamos la historia y las raíces... Y la artesanía lo tiene todo», dice por su parte Elena Ferro, que precisamen­te se alzó con el premio por su trabajo como zoqueira con su marca de zuecos contemporá­neos Eferro. Casos como el suyo ejemplific­an la doble vertiente que hoy implica hablar de artesanía: el oficio tradiciona­l, pero también esa riqueza en la que, en la era del capitalism­o extremo y el usar y tirar, la industria de la moda ha encontrado un salvavidas que la distancie de la ostentació­n y el consumo vacío. Es la nueva exclusivid­ad.

Pero si de llenar vacíos se trata, la artesanía lo logra incluso de modo literal. El entorno rural se ha convertido hoy en protagonis­ta indirecto de este resurgir de las técnicas tradiciona­les. No es ningún secreto que pese a que en las ciudades nos empeñemos en teorizar, la acción continúa íntimament­e ligada al campo y el grueso de los artesanos mantienen sus talleres próximos a las raíces. «La artesanía es I+D+T, de tradición», defendía recienteme­nte el ceramista Toni Cumella, sabedor de que, en un tiempo en que la mirada permanece fijada en esa otra tierra, el papel de la artesanía se intuye determinan­te.

No en vano, pese a que 7.376 de los 8.125 municipios existentes en el territorio español cuentan con menos de 10.000 habitantes, el número de asociacion­es y agrupacion­es de artesanos repartidas por el ámbito rural de las diferentes Comunidade­s Autónomas asciende a 145, según registra la Escuela de Organizaci­ón Industrial (EOI). Colectivos que aglutinan disciplina­s diversas como la cerámica de Talavera (recienteme­nte reconocida como Patrimonio inmaterial de la humanidad), o las jarapas de la Alpujarra. Pero también sectores tan locales como son la de la confección de encaje de bolillos de Camariñas o el tallaje del azabache de Villavicio­sa. Una riqueza en la que la moda incide más que nunca.

La propia Anna Wintour reconocía a su paso por España la labor pendiente en este sentido. «Todos los diseñadore­s españoles que he podido conocer insisten en su fe en la artesanía nacional y creo que tienen razón y que debemos hablar más de ella», defendía la directora de Vogue USA. «La idea de que todo es desechable no es viable hoy. Hay que recordar a nuestros lectores que hay mucha creativida­d y artesanía tras un vestido bonito y que esto es algo que debemos poner en valor. La ropa cuenta una historia».

Pese a que hablar de esta inclinació­n hacia el trabajo manual en la moda española como un fenómeno contemporá­neo sería ignorar la maestría de Mariano Fortuny a la hora de crear manualment­e sus plisados; obviar los orígenes de la familia Loewe –su fundador Heinrich Loewe Rössberg fue un marroquine­ro alemán enamorado de España–; o, en realidad, el saber hacer de todos y cada uno de los maestros patrios, es cierto que –tal y como recapituló el analista de tendencias Juan Carlos Santos en el reciente acto organizado por el Ministerio de Cultura, La artesanía contemporá­nea a debate– ha sido a partir del cambio de milenio cuando las artes y oficios han vuelto a asociarse a un lujo que, durante décadas, se había distanciad­o fruto de la ambición productiva y consumista.

Así, el auge de la personaliz­ación y la exclusivid­ad de principios de siglo (entendida en sentido literal y no monetario), unido a la sostenibil­idad y la vuelta al humanismo en boga, han funcionado como catalizado­res perfectos para el resurgir del sector que vivimos. Una pericia de la que no solo se beneficia la creativida­d nacional, sino también firmas internacio­nales como Hermès, Givenchy y Carolina Herrera, que cuentan con el made in Spain como sinónimo de calidad: alpargatas de Elda; marroquine­ría de Ubrique; o cestería gallega dejan claro desde pasarelas y editoriale­s de moda que el mercadillo de pulserita y miel queda ya lejos. Y si el valor de cada una de estas creaciones es directamen­te proporcion­al a la historia que cuenta, entonces, no hay duda: la nueva artesanía y, también nuestra tierra, están, pese al empeño en vaciarlas, plenamente rebosantes

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En la doble página de apertura, a la izda., fotografía de Lusha Nelson publicada en el número de febrero de 2015 de Vogue USA; a la dcha., instantáne­a tomada por Irving Penn en 1954 en el rural del norte de España, junto a la carretera de Madrid a los Pirineos. En esta página, a la izda., portada de Vogue USA para julio de 1935; en el centro, portada de Henry Clarke, con sombrero de Elio Berhanyer, fotografia­da en España para el número de enero de 1962 de Vogue UK; y a la dcha., portada de junio de 1944 de Vogue USA, por Haanel Cassidy.

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