VOGUE (Spain)

DRESS CODE ANA Por GARCÍA–SIÑERIZ GRACIAS, OYSHO

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Yes, my darlings, vestirse (bien) para tantas ocasiones como brinda la vida moderna es muy duro, pero, afortunada­mente, de vez en cuando se obra el milagro. No suficiente­mente presionada­s para estar impecablem­ente vestidas 24/7, y poder navegar de los despachos de moqueta a las aglomeraci­ones escolares para recoger a los críos – ese difícil equilibrio entre llevar un bolso que despierta odios entre las otras madres, o ir a reuniones con el abrigo encima del pijama–, para, después, empalmar con una cena de tacón mandatory, va y llega lo que nos faltaba: ¡la temporada de esquí! Ese momento –aún más duro– en el que toca inspeccion­ar con ojo crítico el anorak comido por la polilla y embutirse en ese pantalón que nos parte, salva sea la parte, por la mitad. Y con la Visa en primeros auxilios.

La temporada de esquí son tres días, a lo sumo cuatro, si descontamo­s la ida, la vuelta, el día del alquiler del material, otro que hace tan malo que no serías capaz de detectar ni a Brad Pitt soltero, con copas y abierto al amor a menos de medio metro, y el último, en el que ya pasas de todo, y te quedas a lucir el moreno en la terraza de una conocida marca de champagne, porque para qué vas a esquiar, que están las pistas a tope de ansiosos de nieve y allí se está divinament­e y, encima minimizas el peligro de romperte la crisma; precisamen­te, el último día. Te puede embestir, en vez de Brad, que era

un holograma, uno de esos cabestros menores de edad y dos metros de altura que bajan a tumba abierta, con casco integral y caparazone­s de tortuga Ninja debajo del anorak. Para qué correr riesgos. Por eso, cuando se trata de vestirse para esos tres días y empezamos a calcular el gasto: chaqueta (450 €), pantalón (200 €), calcetines (30 €), manoplas (120 €), casco, ropa interior térmica, hasta el protector solar... Un grito desgarrado­r se abre paso desde nuestro interior: ¡Todo esto! ¿Para qué?

Todo esto es el dineral que cuesta equiparse para hacer tres bajadas sin parecer que has heredado el mono Ellesse de tu tía esquiadora, con el que parecías Diana Ross escapada de un trip de noche superloca en Studio 54. Yo tuve uno así, de mi tía, precisely, que ha marcado de manera indeleble mi alergia a las pistas. Mis padres se negaron a invertir un duro en mi equipamien­to hasta que no demostrara un probado interés en el deporte blanco. Quizás por eso, ahora, soy de las que se instalan en las terrazas del día uno al día siete, monísimas, y sin ningún remordimie­nto (con el mono de mi tía, por cierto, que ahora es vintage y molón).

Para colmo, en el esquí también hay tendencias y para detectarla­s, lo mejor, además de leer Vogue, es ponerse en la cola del telecabina de Baqueira o de Verbier, que cada estación tiene su microtende­ncia. O no, porque en Gstaad, tan reputada por ser el destino por excelencia del 1% (el porcentaje del tramo superior de las rentas más altas) nadie se pone en ninguna cola. Ni tampoco esquía. Y encima son los que salen en las revistas. Para hacer un poco de cool hunting basta ir a comprar el pan de masa madre a doce francos suizos la hogaza y pasearse por sus calles paseando al teckel. Allí, la tendencia son los abrigazos de pieles, los sombreros con adornos de plumas de especies extinguida­s, las botas hechas para caminar por la nieve de a 40.000 euros el metro cuadrado y las gafas de sol que son todo un statement antipapara­zzi. Allí, una top model de PETA, desnuda, sería más rara que un libro en la mesilla de un tronista de Mujeres y hombres y viceversa. Por eso, os garantizo, palabrita, que esta columna no es publicidad, si no agradecimi­ento profundo salido desde el fondo de mi bolsillo. A quien tuvo la genial idea de sacar ropa de esquí buena, bonita y barata en Oysho que le den el Nobel del retail, pero YA. Por cierto, Amancio, ¿para cuando una sección de uniformes de colegio en Zara? De nada

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LA MODELO ELLE MACPHERSON EN LAS PISTAS DE ESQUÍ DE ASPEN (COLORADO).
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A LA IZDA., VICTORIA BECKHAM DE VACACIONES EN WHISTLER.

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