LA MAGDALENA DE PROUST
Siempre me ha resultado un poco naíf la idea de que haya una crema secreta, la buena, capaz de quitar las arrugas de un plumazo. Lamento ser portadora de las peores noticias: ninguna puede proporcionar tan milagroso efecto (pensémoslo bien: son cremas, no la Virgen de Lourdes), ni siquiera la que viene avalada por una inversión ingente de dinero, con la que se ha desarrollado la mejor nanomolécula del planeta, con la habilidad de mimetizarse con nuestra cadena de ADN y modificarla a su antojo. No me malinterpreten: ojalá ese avance científico lo vean nuestros ojos.
Mientras esto ocurre –y aunque está muy bien que incluyamos en la conversación ingredientes como la vitamina C, los retinoides y los ácidos hialurónicos de diferente peso molecular–, a la cuestión de la hidratación facial sigue siendo posible, incluso conveniente, aproximarse desde premisas más indulgentes.
Cuando elijo una crema, lo que de verdad quiero es disfrutar del proceso, la textura, el aroma... Y, por qué no, dejarme imbuir por la poética que acompaña a sus ingredientes naturales. ¿Vainilla de Madagascar? Compro. ¿Aloe vera de las Canarias? Vamos a ello. ¿Lavanda de Brihuega? No se me ocurre un plan mejor. Proust describió la sensación de la que hablo a través del aroma de una magdalena recién horneada. Y sí, el cuidado facial tiene herramientas más que suficientes para convertirse en detonador de un fabuloso viaje sensorial. Por eso me da lástima que alguien haya decidido que eco, clean y orgánico sean un reclamo de marketing –cada vez más vacío de contenido y siempre al servicio de las caprichosas cifras de ventas– capaz de herir de muerte toda la lírica que se encierra en un tarro de crema hidratante