HERENCIA CULINARIA
De niño solía observar a mi padre cuando en la noche, casi siempre tarde, se entregaba a los fogones en un ejercicio de intimidad que rozaba lo litúrgico. Para entonces, mi madre y yo ya habíamos cenado y él, que acababa de llegar de trabajar, encontraba en ese momento –o así al menos lo entendía yo– una oportunidad de reencontrarse consigo mismo, con sus raíces. A aquellas cazuelas que preparaba, añadía ajo, pimiento choricero, un toque picante y así jugaba hasta conseguir ese sabor que, en lo que duraba esa cena, le devolvía a casa. Mi aita era de la Ribera Navarra, a donde se llega en un trayecto de no más de dos horas en coche desde San Sebastián. Un paseo en cuanto a kilómetros se refiere, pero en el que el drástico cambio de paisaje, de colores y formas, confirma que la distancia métrica no siempre determina la distancia emocional.
Mucho más lejos que mi padre, a América Latina, emigraron durante siglos miles de vascos en busca de nuevas oportunidades y muchos de ellos hicieron de aquella tierra su hogar. Prueba de ellos son los más de 15.000 apellidos vascos que actualmente existen en esa parte del mundo. Encontraron un trabajo, se enamoraron, construyeron sus vidas... pero seguro que, como mi aita, en la intimidad de sus hogares, trataron de tocar sus orígenes a través de la cocina.
Ese mismo ejercicio es el que llevamos tres años llevando a cabo en Topa: ¿Cómo sería un ceviche, una empanada, un anticucho o un taco hecho por un vasco? Tres años explorando una realidad posible que se confirma como un hecho en Sukalderria, un proyecto donde decenas de familias vascolatinas están compartiendo, desde el otro lado del océano, sus más íntimas recetas y vivencias