BIENESTAR
La piel, el tercer cerebro.
Lo ha reconocido la neurociencia: el cuerpo no solo está controlado por el cerebro, sino también por otros dos órganos. De uno, el intestino, han corrido ya ríos de tinta. Del otro, no tanto. Se trata de la piel, ese órgano que además de ser esa suerte de gran muralla física, química y bacteriana que protege el cuerpo de las agresiones está demostrando ser un apasionante sujeto de investigación por sus conexiones con los sistemas inmunitario, endocrino y nervioso. Es su estrecho vínculo con este último lo que está llevando a considerarla como el tercer cerebro. «Yo iría más allá; diría, incluso, que es una prolongación del cerebro o una capa más del mismo», apunta la doctora Rosa Mª Molina, psiquiatra en el hospital clínico San Carlos y experta en neurociencia. No se trata de una afirmación baladí, sino que se explica por qué de las tres capas que tiene el embrión del cual nos desarrollamos, dos de ellas dan lugar a todos los órganos del cuerpo excepto a dos, la piel y el cerebro, que proceden de una tercera, el ectodermo. «Biológicamente, vienen de la misma capa embrionaria, y se ve que luego están muy relacionadas en la vida adulta», confirma la dermatóloga Natalia Jiménez, del Grupo de Dermatología Pedro Jaén.
Sirvan las palabras de ambas doctoras para ratificar que referirse a la piel como el tercer cerebro no es una entelequia. Y, aunque la idea parece muy reciente, ya se barruntaba hace algunas décadas. Según la psiquiatra, en los años 70, el psicoanalista Didier Anzieu escribió un libro muy relevante, El yo-piel, en el que defiende que esta es, en realidad, nuestro primer cerebro, porque el desarrollo cerebral del bebé tiene lugar a través de la piel. «Cuando nacemos, el cerebro no está preparado ni para caminar ni para hablar. Nuestro psiquismo y nuestra realidad se construyen a partir de un yo muy sensorial. Por eso, ahora, psiquiatras, psicólogos y pediatras insisten tanto en el contacto ‘piel con piel’ nada más nacer», explica. Asimismo, esta especialista alude a cómo señales cutáneas físicas dan información psicológica. «Cuando se eriza la piel o nos ruborizamos, por ejemplo, se está dando un mensaje emocional. Lo que sucede en la piel lo sabe el cerebro y lo que sucede en la mente se puede manifestar en la piel». Es una relación bidireccional. «Por un lado –continúa–, nuestros procesos mentales pueden tener manifestaciones cutáneas. El estrés por ejemplo suele desencadenar brotes de acné, psoriasis o dermatitis atópica (todas autoinmunes). Por otra parte, el estado de la piel también tiene implicaciones en el ánimo. Un caso claro es el del adolescente con baja autoestima por problemas de acné». Existe, además, un tercer mecanismo de conexión: las manifestaciones psiquiátricas que se expresan en la piel, como las úlceras por rascado o calvicie, provocadas por el propio paciente.
El aspecto de la piel habla de nosotros, pero también influye en cómo nos perciben los demás. En este sentido, Edouard Mauvais-Jarvis, director de comunicación científica de Dior, explica que la belleza, por ejemplo, es una construcción de nuestro cerebro tras una emoción que sentimos al mirar la cara de alguien. «Nuestro cerebro social –prosigue– decodifica y clasifica inconscientemente los rostros que vemos, intentando saber si representa una oportunidad (de interacción o de reproducción) o un riesgo (enfermedad, por ejemplo). Los individuos hemos sido ‘programados’ para interpretar en una persona la señal de salud (que se refleja en primera instancia en la piel) y nuestro cerebro tenderá a encontrarla más joven o atractiva».
DE LO QUE TODO EL MUNDO HABLA
«La piel está de moda. Y no es por barrer para casa», afirma Ana Molina, dermatóloga de la Fundación Jiménez Díaz. «Es el órgano más extenso, nos da más información que cualquier otro y es el más accesible para estudiar». Esto último ha permitido constatar, por ejemplo, que cuenta con su propia microbiota, un concepto que gracias al intestino –considerado el segundo cerebro– hemos integrado en nuestro vocabulario. Se trata de un conjunto de microorganismos, básicamente bacterias, que habitan en la piel (y que no debería confundirse con el microbioma, que son los genes de esas bacterias). «Llevamos media vida estudiando nuestro genoma, en las células, y ahora resulta que es mucho más importante el material genético de las bacterias. Somos bacterias con patas», sentencia esta dermatóloga, quien apunta que ya se empiezan a relacionar alteraciones cutáneas, como el acné y la dermatitis atópica, con la microbiota de la piel, por lo que se están empezando a tratar con probióticos (bacterias vivas). Y no se descarta, en el caso del acné, plantear trasplantes de microbiota cutánea –eliminar toda la flora cutánea de un paciente y ponerle otra de un sujeto con la piel sana–. «Lo que antes era algo de ciencia ficción, ahora es una vía de trabajo», manifiesta Ana Molina. «Es muy importante mantener la microbiota sana para tratar los problemas de la piel. Si mejoras la flora cutánea saludable es mucho más fácil luchar contra las bacterias que no nos gustan». En este punto, la doctora Natalia Jiménez considera que conocer nuestro microbioma –«cada uno tenemos uno diferente, como la huella dactilar»–permitirá personalizar al máximo los tratamientos.
Por otra parte, ya en el terreno del envejecimiento, Nathalie Broussard, directora de comunicación científica de Shiseido, destaca otro hallazgo importante. «Las nuevas tecnologías nos han permitido correlacionar la densidad y el número de fibras nerviosas con la pérdida de la firmeza de la piel. Se ha visto que la calidad y densidad de la red nerviosa disminuye con la edad, así como que las células nerviosas se comunican directamente con las de la piel (los fibroblastos) sin pasar por el cerebro». Esto, según Broussard, puede favorecer la generación de colágeno y mejora la regeneración cutánea. En resumen, la investigación ha demostrado que el sistema nervioso también está involucrado en el control de la síntesis de colágeno tipo 1