EL TIEMPO DEL DESCUENTO
Las ocasiones en que la moda se enfrentó y superó grandes retos.
La moda, como todos, se enfrenta a sus días más extraños. Toca hallar nuevas soluciones indumentarias, estéticas pero sobre todo éticas, que den respuesta a las necesidades de un escenario insólito. Una oportunidad única para redimirse, liderando otra vez el optimismo desde la creatividad y la belleza con alma.
Es la primavera de 2020 y, por primera vez desde que a la mayoría nos alcanza la memoria, marcas y diseñadores no pueden dar respuesta a nuestros anhelos indumentarios. Aquello de los nuevos trajes sastre con bermudas para la oficina, los vaqueros de tratamiento elevado y la liberación sexual corsetera preconizados no hace tanto son, ahora mismo, promesas truncadas, difícilmente recuperables a decir de los que saben. El sistema ha colapsado ante una coyuntura quizá no del todo insólita, pero sí inesperada, que ha obligado a parar producciones y pedidos, cerrar tiendas –físicas y virtuales–, cancelar desfiles y presentaciones y, lo nunca visto, mantener las distancias. El vestir, un acto cuyo significado cultural solo se construye y se entiende en sociedad, confinado al aislamiento. Normal que el chándal y los leggings (los modelos athleisure, en el mejor de los casos; el pijama, en el peor; el viejo jersey amoroso y los tejanos de andar por casa, si nos ponemos sofisticados) hayan ganado el apocalipsis de la moda.
No son días para frivolizar. Y se entiende que, en tanto que superficial, la moda también merezca su cuarentena. Aunque nadie ha dicho que no se pueda hacer exaltación de ella de puertas adentro. De hecho, los psicólogos recomiendan el mimo y el homenaje personal también a través de la indumentaria como ayuda y refuerzo anímico en momentos de ansiedad. Otra cosa es que ponerse frente al ordenador con unas hombreras de quarterback a la Balenciaga te deje fuera de plano en el momento crucial de la reunión telemática, o que los vestidos con volumen tipo Valentino terminen como bayetas para el polvo en el deambular hogareño (y eso en función de los metros cuadrados de los que se dispongan), o que salir al balcón en plan cobijada de Vejer según Marine Serre asuste aún más a los vecinos. Para el caso, jamás habíamos toreado con la vestimenta en semejante plaza. Ni siquiera en los días más aciagos de una contienda bélica, como cuando las francesas se propusieron desafiar la ocupación nazi entre mayo de 1940 y diciembre de 1944 tocándose con sombreros extravagantemente altos, acortando cada vez más los bajos de las faldas y calzando plataformas de madera, todas rojo de labios intensísimo en su silenciosa animosidad: ellas no solo salían a la calle en tropel, sino que podían reunirse en cafés, cines y salas de fiestas. «Adoro el tap-tap de las suelas de madera, me pone feliz, me hace sentir oh, cómo decirlo, cuando escucho su poderoso ritmo», les cantaba Maurice Chevalier.
De una manera u otra, la industria del vestir siempre ha sabido responder a los momentos de excepción. Y también ha sacado sus réditos. «La moda no solo refleja y representa el espíritu de su tiempo, sino que además cambia y evoluciona con él, actuando como una pieza de relojería especialmente sensible y precisa», decía Andrew Bolton cuando presentaba About Time. Fashion and Duration, la que iba a ser gran exposición del año en el Instituto del Traje del Museo Metropolitano de Nueva York donde ejerce de comisario jefe, el pasado enero en París, a pocos días del estallido occidental de la pandemia del coronavirus. Observada en continuidad, haciendo converger pasado, presente y futuro, sus soluciones indumentarias han contribuido a establecer, facilitar y desarrollar patrones socioculturales –incluso políticos– que hoy nos explican como grupo, casi siempre para bien, no pocas veces para mal. La moda estaba ahí, al quite, cuando los esclavos de origen africano comenzaron a verse libres de cadenas tras la Guerra Civil estadounidense, cuando las mujeres descubrieron que podían ocupar y desempeñar las mismas labores que los hombres durante la Primera Guerra Mundial, o cuando los adolescentes se revelaron para no parecerse nunca más a la generación de sus mayores a principios de los años sesenta. La Gran Guerra le permitió a Gabrielle Chanel introducir con éxito sus entonces inauditos postulados y que Estados Unidos entrara en liza en el segundo conflicto armado mundial del pasado siglo impulsó a Claire McCardell a alumbrar el casual deportivo cotidiano, piedra angular de eso que hoy llamamos estilo americano. En un momento como el actual, en que buscarle un sentido a la acción de vestirse más allá de la íntima comodidad parece tan vano como banal, resulta sin embargo extraño justificar sus propuestas e intenciones.
La cuestión ya no es este nuevo escenario prácticamente sin explorar, tan reducido que apenas deja margen a la maniobra. El verdadero factor que va a determinar lo que pueda ocurrir a partir de ahora no es otro que el miedo. Que se recuerde, la moda contemporánea solo se había enfrentado a él en tres amenazantes ocasiones. El pánico a las bombas químicas que llenó la Gran Bretaña del Blitz de máscaras de gas, sobre todo entre 1940 y 1941, tiene hoy un especial alcance simbólico: aun innecesarias (la posibilidad de un ataque así nunca fue real), se convirtieron en el accesorio definitivo que encarnaba las emociones viscerales de la población. Si había algo en su atuendo diario que les recordaba que estaban en guerra, eran aquellas cajitas de cartón con el artilugio para respirar dentro, que llevaban colgadas del hombro o cruzadas en bandolera. El temor fue domesticado en cuanto los infames cubos comenzaron a transformarse en genuinos bolsos. «La exhortación a acarrear las máscaras de gas pierde su tristeza cuando es posible guardar tan antiestético objeto en contenedores de gran diseño, por no decir ‘chic’, como estos», proclamaba una publicidad de la época, mostrando todo tipo de excéntricos modelos. «Durante la guerra, las mujeres que trabajaban como voluntarias convinieron que ‘un golpe de frivolidad y feminidad’ después de una larga jornada en uniforme era lo mejor para elevar la moral», refiere Matts Fridlund, historiador de ciencia y tecnología de la universidad sueca de Goteburgo, en el ensayo Keep Calm and Carry on: The Civilian Gas Mask Case and Its Cointainment of British Emotions (Mattering Press, 2018). Elizabeth Arden llegó a presentar su propia versión, una caja de terciopelo blanco con un bolsillo-solapa superior para guardar el maquillaje.
Tampoco conviene perder detalle con el segundo caso: el pánico nuclear desatado al inicio de la Guerra Fría. La concepción de la moda como escudo protector surge entonces, con las visiones de una vida confinada en hogares-búnker, sellados a la amenaza exterior (¿les suena?), modelada por la propaganda de estado que se cuela tanto en los artículos domésticos como en la ropa. La actitud no puede ser más conservadora –el ideal femenino
del ama de casa eficiente, madre y esposa, ante la demanda/necesidad masculina de recuperar el lugar como pater familias del que fue desplazado al irse al frente–, pero, paradójicamente, todo indica avance y modernidad, con los creadores tirando de tecnología textil que permite incorporar plástico y brillantes fibras sintéticas a sus propuestas. Jane Pavitt, jefa del departamento de Innovación y profesora de diseño de la universidad británica de Kensington, también habla de «reacción emocional» y, más explícita aún, de «respuestas profundamente personales» de los diseñadores a lo que estaba ocurriendo en el mundo. «Lo interesante está en cómo sugieren que el cuerpo podía moverse en un entorno artificial, incluso desafiante en términos medioambientales, señalando nuestra vulnerabilidad física», refiere la ideóloga de Cold War Modern, la muestra del Victoria & Albert de Londres que, en 2008, expuso sobre maniquíes el miedo y la ansiedad que dominaron la sociedad hasta los años setenta.
De la última vez ni siquiera hace tanto. De hecho, sus consecuencias siguen coleando. La del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) fue la pandemia más terrible del siglo XX, y no solo por número de fallecidos, sino además por estigmatización social. Afectado de manera muy directa, el negocio temió por su propia salud: sus diseñadores estrella enfermaban y morían (entre otros, Halston, Perry Ellis, Moschino o Manuel Piña por lo que nos toca) y los que no, veían peligrar sus trabajos si no se sometían a continuados tests para detectar el entonces fatal fallo positivo, según recordaba Todd Oldham. A la vista de tamaño escenario, poco podía ofrecer más allá de ayuda económica y beneficiencia, pero no deja de ser curioso cómo ante un problema que le atañía tan personalmente, la moda maniobró distanciándose de él. La evolución del vestir espoleada a partir de la segunda mitad de los ochenta, exaltando las formas de la mujer (el body conscious) e hipermasculinizando al hombre en términos conservadores, es la mejor prueba. No sería hasta entrados los noventa cuando el sistema se dio cuenta de que concienciar a la población vía indumentaria era, amén de una posibilidad, una responsabilidad. «Hay muchas más acciones que emprender para combatir el sida que lucir esta camiseta, pero es un buen comienzo», reza el eslogan de una de las prendas más emblemáticas de Martin Margiela. Ideada por el diseñador tras leer El sida y sus metáforas de Susan Sontag (1989) y con estampado manuscrito por dos miembros de su equipo/comunidad, la camiseta debutaba en 1994 y todavía se reedita puntualmente cada temporada (la recaudación de sus ventas se destina a la organización no gubernamental francesa Aides). Un año después, Walter Van Beirendock se pronunciaba con una colección entera, bautizada Paradise Pleasure Productions,
apelando al hedonismo revestido de látex, su manera de predicar el sexo seguro mientras espantaba el alarmismo con humor. El distanciamiento en la aproximación al cuerpo que se observa en aquellas seminales hornadas de creadores belgas tiene, por cierto, mucho que ver con el clima sociopolítico de los primeros tiempos del VIH.
Hoy que la moda había encontrado al fin la vía para encarrilar sus carencias en materia de género, diversidad y sostenibilidad, una nueva coyuntura global viene a cuestionar sus valores. De momento, su airosa salida es ofrecerse como servicio público, poniendo sus medios de producción y distribución, amén de su capital humano, a disposición de gobiernos y autoridades sanitarias. La pregunta del millón es: ¿Y después? La mayoría de las marcas da por perdida la actual campaña, aunque el comercio electrónico haga por mantenerse con todo tipo de ofertas: las colecciones que llegaron a tiendas a principios de febrero han quedado tan aisladas como sus posibles consumidores, «y no es probable que se vuelvan a ver con los mismos ojos cuando todo pase», revela el jefe de comunicación de una firma de lujo.
La próxima temporada otoño/invierno tampoco las tiene todas consigo, debido al parón en su confección. Por no hablar de las líneas crucero, que tendrían que haberse presentado en mayo. La situación, claro, es propicia para revaluar y tratar de cambiar el nefasto modelo de negocio en el que el vestir lleva instalado ya tres décadas. «Este virus lo va a ralentizar todo. Vamos a ser testigos de un alto en la producción y el consumo. Resulta terrible y maravilloso a la vez,. Había que ponerle freno a tanto frenesí», anuncia Li Edelkoort, la futuróloga de las tendencias. «Desde aquí hago una llamada a las instituciones para que se establezcan leyes serias en la industria textil. Como hemos comprobado a lo largo de los últimos 30 años, la falta de regulación genera horrores para el planeta y sus habitantes», tercia la periodista y escritora Dana Thomas, cuyo último libro, Fashionopolis. El precio de la moda rápida y el futuro de la ropa (Superflua), da varias sobre por dónde podrían ir los tiros: vuelta a la producción a pequeña escala e iniciativas locales favorecidas por desarrolladores de tecnologías sostenibles.
Que hayan tenido que saltar todas las alarmas (medioambientales, sociales, culturales, económicas y, ahora, sanitarias) para volver a considerar la moda en su plano humano dice poco y nada bueno de cómo la hemos utilizado y nos hemos relacionado con ella durante demasiado tiempo. Llegados a este punto de la encrucijada, es fácil afirmar que nada va a ser igual, sobre todo cuando parece que el miedo y la incertidumbre, seguramente, se encargarán de definir sus próximos derroteros. Un vistazo a las últimas pasarelas nos podrá revelar que los signos ya estaban ahí desde hace varias temporadas -los diseñadores, esos médiums sensibles a las fluctuaciones del entorno-, entre tanto volumen protector, reciclaje postapocalíptico y mascarilla antipolución. Hay hasta quien adivina en las descomunales crinolinas y panniers propuestas para esta temporada el nuevo uniforme de la distancia social. Sea como fuere, lo que surja a continuación tendrá que dar respuesta no ya a las necesidades de supervivencia indumentaria del momento, sino a cómo vamos a vestir la vida después. Las noticias dicen que los diseñadores están en ello, que, aun aislados, ninguno ha dejado de crear mientras lidian con una situación que a muchos les puede costar sus negocios. Ya lo han hecho antes, con resultados tan provechosos como los de Chanel, McCardell o Dior. No, nadie espera que nos salven, no es su misión. Basta con que nos arropen y eleven con renovada confianza, sentido y sensibilidad, su creatividad como bálsamo y vehículo de progreso. También de belleza. Al fin y al cabo, si existe un sistema sociocultural que siempre ha sabido cómo pulsar la tecla del optimismo incluso en los peores momentos, ese es la moda