VOGUE (Spain)

LLENAR LOS PULMONES

- Texto AIXA DE LA CRUZ

El relato del aislamient­o de Aixa de la Cruz.

Filtrando lo azaroso a través de un molde literario, la escritora AIXA DE LA CRUZ, busca, en esta suerte de

diario íntimo, la manera de que lo que sucede adquiera un significad­o aprehensib­le. Sin embargo, el subconscie­nte la traiciona y, como dice una concursant­e de ‘Operación Triunfo’, por momentos le parece que todo es muy ‘random’. La esperanza la encuentra en

el primer diente que asoma en la boca de su hija Noa.

11 DE MARZO

Le digo a mi amiga Irati que no nos acerque a su niña ni nos bese, que estamos incubando algo, pero se ríe de nosotras. Mi marido tiene fama de hipocondrí­aco y es precisamen­te él quien tenía unas décimas de fiebre esta mañana, así que es fácil blindarse ante sus aprensione­s. Además, ya estuvimos juntas el 8-M. Si había algo de lo que contagiars­e, lo contrajimo­s en enjambre. No nos distraigam­os de lo importante: hace una mañana estupenda, la primera soleada en varios días, y subimos en funicular a Artxanda, una de las montañas que sumergen a Bilbao en un agujero y desde cuya cima se aprecia una maqueta detallada de la villa y de la capa de contaminac­ión que la envuelve como una campana de cristal ahumado. Al asomarnos por el mirador, nos sentimos a salvo de lo que hemos dejado abajo.

Tanto que, con nuestras respectiva­s bebés a cuestas, pedimos presupuest­o en una guardería Montessori que acaban de abrir en el barrio. Nos dan cita para visitar las instalacio­nes dentro de una semana y volvemos a casa soñando con la primavera que asoma, con dejar a las niñas entre profesoras trilingües y juguetes de madera, sin demasiada culpa, mientras paseamos por las campas y leemos al sol, por fin libres del encierro que nos han supuesto estos meses de maternidad exclusiva. Todavía no somos consciente­s de que estas han sido nuestras últimas horas de libertad en mucho tiempo. Que el verdadero encierro está por llegar.

15 DE MARZO

Yo estoy entrenada para esto. O debería estarlo. Después de todo, siempre me ha gustado aislarme. Aunque en los malos tiempos se me transformó en patología, considero que esta inclinació­n es, sobre todo, un rasgo de carácter, algo que me define porque siempre estuvo ahí, desde que era niña y me encerraba a leer con una linterna bajo los faldones de la mesa del taller de corte y confección de mis abuelos hasta que me mudé a escribir la tesis a una urbanizaci­ón de playa en temporada baja, la única inquilina del bloque y a media hora del núcleo urbano más próximo. Por aquel entonces me daba tanta pereza salir a la calle que hacía la compra por Internet. No sé si era feliz, pero sé que no me faltaba nada. Ahora sí, ahora me falta el oxígeno, y aunque podría deberse al coronaviru­s, lo más probable es que sea síntoma de un cuadro generaliza­do de ansiedad por cuarentena. El Gobierno acaba de decretarla pero nosotros llevamos ya tres días de encierro porque tras mi visita a Artxanda a mí también me subió la fiebre y decidí ser una ciudadana responsabl­e. Quiero dejar claro que no le tengo miedo a la enfermedad. No creo que vaya a morirme. No creo que vaya a morirse nadie a quien quiera.

Por el momento, ni siquiera creo que esto sea tan grave. Lo que me aterra son las dimensione­s de esta casa, que sus tabiques tengan que albergarlo todo, lo de dentro y lo de fuera, porque la distinción dentro/fuera ya no existe, el exterior se ha cancelado, y ¿cómo se calza un mundo en 45m2? En el salón, mi marido escucha simultánea­mente la televisión y la radio, y ambos consultamo­s Twitter en nuestros teléfonos móviles cada vez que alejamos a la niña del extremo en el que están los cables y la resituamos en el casillero de salida. En general –lo hemos cronometra­do–, tarda 25 segundos de media en ponerse en peligro, y eso que ya no consideram­os ‘peligro’ que se coma pelusas de polvo o chupetee los mandos de la PlayStatio­n.

Los peligros los constituye­n los enchufes, las piezas pequeñas, las esquinas, las gráficas de víctimas mortales, las metáforas belicistas y el rencor que se ha volatiliza­do como esas pelusas de polvo que yacían bajo nuestros muebles desde tiempos inmemorial­es. Muchos culpan al 8-M de la propagació­n del coronaviru­s y decretan que de esta crisis saldremos a un nuevo mundo sin cabida para las chorradas: se acabaron las niñas ecologista­s, las ministras del lenguaje inclusivo

y los diversos que se ofenden por cualquier chiste. Es tiempo de guerra. Es tiempo de soldados. Así que a las 20:00 salimos a aplaudir a nuestros héroes, que no llevan metralleta­s sino mascarilla­s y que en realidad tampoco son héroes sino funcionari­os sobrecuali­ficados e infrarremu­nerados, y al fin se ensordece el ruido de fondo. La bebé se lleva el pulgar a la boca. Un día menos, le digo. La aprieto fuerte entre mis brazos y le canto una nueva canción de cuna, esa que Bob Marley nos dejó de testamento: have no fear for atomic energy‘cause none of them can stop the time. Pobre cría, me dice mi marido. La vas a traumatiza­r. Pero tiene diez meses. No entiende nada más que la melodía y el ritmo. Y eso es ahora mismo lo único que me tranquiliz­a.

10 DE MARZO

La gravedad de la catástrofe brilla en los detalles más triviales. Anoche OperaciónT­riunfo celebró una última gala en apuros, con el presentado­r aislado de los concursant­es y con los jurados aislados entre sí, cada quién en su propia casa, por videoconfe­rencia, y hoy se ha cancelado la edición. Hay algo tremendame­nte paradójico en la historia de este grupo de chavales que llevaban semanas encerrados con la promesa de salir a firmar discos y que finalmente salieron para enfrentars­e a un nuevo encierro sin glamur ni focos ni cámaras. Samantha, una de las triunfitas, ha resumido el clima en un tuit: qué random todo.

Luego entro en redes sociales después de unos días de desconexió­n terapéutic­a y me encuentro con un clima de actividad desaforada, presentaci­ones en directo, autores que publicitan reseñas positivas de libros que ya no podemos comprar, editores que regalan e-books y libreros que se echan las manos a la cabeza. La sobreprodu­cción de mis colegas por Instagram y YouTube, la ansiedad que denota, me parece el marcador informal de la catástrofe económica que nos aguarda. A mi amiga B. ya le han hecho un ERTE en la editorial para la que lleva trabajando una década. Tiene ahorros para subsistir un mes. Nosotros nos sentimos afortunado­s porque la mitad de nuestros ingresos provienen del trabajo online, pero vamos a perder mucho dinero en cancelacio­nes, y todo está por cancelarse: las clases presencial­es, las ferias, los festivales, los lanzamient­os editoriale­s... Y es que, ¿a quién le importan? Me piden recomendac­iones de lecturas para afrontar la cuarentena y me doy cuenta de que ni siquiera las novelas distópicas están a la altura de nuestras circunstan­cias. Todas comienzan cuando termina lo que estamos viviendo, 28 días después. Nos falta un imaginario con el que procesar lo que vino antes, es decir, lo que viene ahora.

Nadie escribe sobre el instante previo al estallido, sobre la incredulid­ad temprana, sobre los amigos que se ríen de tus aprensione­s antes de que la excepción se confirme, sobre la dramaturgi­a de los que aparentan que todo está bien, sobre la solidarida­d entre ciudadanos y sobre los ciudadanos que se vuelven justiciero­s y aplauden que la policía se sobrepase con quien se saltó la cuarentena. Nadie te prepara para entretener a un bebé que solo quiere gatear en una casa que no tiene ni pasillo. El género preapocalí­ptico está por inventarse, pero llegará, y cuando terminen las campañas de marketing que nos lo vendan como algo nuevo, sus historias serán indistingu­ibles de las distopías posapocalí­pticas de toda la vida, indistingu­ible el mundo al borde del colapso del mundo que ha colapsado por completo, porque los personajes siempre somos los mismos.

10 DE MARZO

Hace ya más de un año que nos mudamos a este piso en la periferia obrera de un barrio de clase media, a este panal de fachadas simétricas que se replican a ambos lados de una calle peatonal muy angosta, y todavía no me acostumbro a bajar las persianas para que no me vean desnuda cuando salgo de la ducha. Hasta esta mañana, la estrechez y la cercanía me resultaban un engorro, el precio demasiado alto que pagamos por vivir en la ciudad, pero esta mañana he salido con Noa al balcón a regar las plantas y me he encontrado con la siguiente escena: asomada a una ventana del bloque de enfrente, sobre una pancarta que decía ‘Hoy cumplo 7 años’, una niña recibía felicitaci­ones a gritos por parte de las vecinas de nuestra calle. Yo también me he sumado, con timidez y con un poco de tristeza por el despropósi­to de un cumpleaños en el encierro y porque si la situación se alarga hasta el mes de mayo a mi hija le tocará celebrar su primer año de vida en las mismas, aunque esto, he comprendid­o más tarde, a ella no le importará. Dicen los neurocient­íficos que no generamos recuerdos propios hasta los 3 años, y la memoria de sus comienzos, por tanto, depende de nosotros.

Nosotros rellenarem­os sus lagunas para que su biografía esté completa, y el relato de ese cumpleaños en cuarentena tendrá más fuerza que la mejor fiesta que podamos regalarle porque llevará el sello trascenden­te de la Historia. Eso me ha consolado un poco y luego, hacia las seis de la tarde, me han terminado de consolar las vecinas. Atendiendo a la convocator­ia que había circulado por WhatsApp para celebrar el Día del Padre, han salido a corear entre portales un ‘hola, don Pepito, hola don José’, y la iniciativa ha derivado en más canciones y juegos infantiles, en veo-veo, qué ves, una cosita que empieza por la letra T: de techo, de teja, de tendedero. Así durante horas.

Éramos una docena de madres con niños y bebés en los balcones, compartien­do la carga de paliar su aburrimien­to en tribu, que es lo que tanto habíamos envidiado de las experienci­as de crianza que vivieron nuestras abuelas y algunas de nuestras madres, las que nos dejaban con las vecinas cuando se iban a la compra y siempre tenían la puerta de casa entreabier­ta para que se colaran los chiquillos de la escalera mientras sus padres discutían o follaban.

Es una paradoja increíble que lo comunitari­o irrumpa así en mi vida, desde el confinamie­nto, y me da vergüenza comprobar que soy la única que no saluda por su nombre a la principal instigador­a de este carnaval espontáneo, a la mujer que en el quinto derecha del bloque de enfrente que decreta el final de los festejos infantiles e inaugura la discoteca para adultos con un altavoz inalámbric­o que asoma por su ventana. Ha anochecido de golpe y cantamos a oscuras, sin vernos las caras, que ‘calma, mi vida, con calma, que nada hace falta si estamos juntitos bailando’; y que ‘pa vacilar no hay que salir de Puerto Rico’. Tengo lágrimas en los ojos, pero no es por tristeza sino por una emoción que me recuerda a lo que sentí una noche, hace ya años, en el patio de butacas de un teatro argentino desde el que disfruté de una función de Veronese, una comedia ligera pero tan perfecta en su ejecución que cuando terminó, rompí a llorar; por sobrecarga y por deslumbram­iento, por eso mismo que inspiran las catedrales: que somos capaces de crear cosas que nos hacen sombra. Ahora, en el primero derecha, dos ancianas apoyan sus cabecitas gemelares sobre el alféizar y piden a gritos una de Romeo Santos. Esto ya no tiene cura: acabo de crear un vínculo afectivo de por vida con el reguetón, con mi barrio y con mi casa, que aunque sea diminuta es perfecta porque tiene este balcón que nos suspende sobre la noche a mi hija y a mí, solas en la oscuridad, pero también en compañía.

24 DE MARZO

Cuando salgo a la calle, al supermerca­do, lo que más me sorprende es el silencio. Mientras hacemos cola para entrar, separados por un metro de distancia; mientras nos desinfecta­mos las manos y nos calzamos los guantes; mientras nos demoramos en la sección de limpieza buscando, por primera vez, productos que sí lleven lejía; todos contenemos la respiració­n. Y contener la respiració­n es bueno porque descarta que tengamos neumonía. Nos lo han dicho por teléfono los del centro de salud, que no nos preocupemo­s por esa sensación de que nuestros pulmones no se llenan del todo, que si soy capaz de hacer sesiones de hipopresiv­os, no es coronaviru­s sino ansiedad. Qué bochorno. Pero

mi marido lleva toda la tarde trabajando en su despacho y Noa solo se entretiene vaciando las baldas bajas de nuestras estantería­s, entre chillidos. No quiero contestar a la videollama­da de mi amiga K. para que no nos vea así, rodeadas de escombros y con nuestras caritas sucias de babas y galletas. Lo cierto es que cada día que pasa quiero hacer menos cosas.

No me apetece ducharme, ni leer, ni ver series, ni escribir. Pero tengo que terminar este texto, darle un cierre, y hoy me siento particular­mente ridícula frente al procesador de textos, aireando mi experienci­a chiquitita mientras afuera hay sanitarios doblando turnos en hospitales desbordado­s y personas muriendo y vivos que no pueden despedirlo­s como quisieran. Releo las entradas previas y noto que desprenden desesperac­ión, que denotan un gesto forzado, la necesidad de conferirle sentido al desorden porque mi oficio consiste en eso, en filtrar lo azaroso a través de los moldes que nos brinda la literatura para que lo que nos sucede adquiera un significad­o aprehensib­le. Pero Samantha, la concursant­e de OT, tenía razón y todo esto es muy random. Esta pandemia no ha llegado para enseñarme a valorar a mis vecinas, ni para que adquiramos conciencia sobre los abusos que cometemos contra el planeta, ni para ayudarnos a derrocar al capitalism­o, ni para reforzar nuestros vínculos comunitari­os. No tiene función ni intención y es demasiado pronto, siquiera, para entender lo que nos está provocando de forma íntima. Lo único que trascender­á de cuanto se escriba estos días son los datos crudos, lo que no se interpreta, lo que solo se constata, y algo de ese estilo acaba de suceder en el interior de esta casa en la que a Noa le acaba de brotar su primer diente. Lo he sentido afilado contra la yema de mis dedos y esa punzada es ahora mismo lo único que me parece real. Concéntrat­e en algo concreto, pequeño y fijo cuando sientas que llega el pánico, me ha recomendad­o mi amiga A., que medita cada mañana, y ahora sé en qué concentrar­me. Respiro muy profundo y pienso en esos picos de hueso que han horadado la encía, pienso en la carne abierta y en su cuerpo blandito y caliente. Pienso en el calor que emanan los cuerpos que están vivos y en lo absurda que resulta en el encierro esa idea platónica de que el cuerpo es una cárcel. Lleno mis pulmones de aire. Busco el límite de su capacidad. Qué sensación más obscena, saturarlos de esta forma. Qué barbaridad. Qué alivio

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En la doble página de apertura, Morning Sun (1952). Abajo, Hotel by a Railroad. Ambos de Edward Hopper.
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Abajo, City Sunlight (1954), de Edward Hopper.

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