VOGUE (Spain)

El DEBATE EL RETO DEL AUTOBRONCE­ADOR

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¿Y SI LA BUENA CARA VIENE EN BOTE? por CARMEN LANCHARES

Como gran influencer que era, Coco Chanel puso de moda muchas cosas. También el bronceado. Pero quienes abusaron del sol, años más tarde se dieron de bruces con que aquella estética, tan favorecedo­ra en su juventud, tenía un alto precio para la piel. En mi caso, tostarme en la playa nunca fue una opción. Aborrezco la sensación punzante y abrasadora del sol trabajando a pico y pala sobre la epidermis (y más allá). Pero reconozco que volver de vacaciones del mismo tono con el que me había ido me resultaba un pelín frustrante. No estaba en la onda. Hasta que probé un autobronce­ador, no sin vencer prejuicios y recelos, por aquello de que deja un tono naranja y a ronchas, que si seca la piel o huele mal...

Primero lo testé en las piernas. Y funcionó. Eso sí, para no correr riesgos por falta de destreza y quedar como una cebra, elegí una fórmula progresiva. Todo un invento, se puede modular el tono de forma paulatina y con un resultado muy natural.

Una vez dominada la técnica, tocaba el turno al rostro. Siempre cauta, mezclé un par de gotitas autobronce­adoras con la hidratante y en un par de horas, el tono cetrino de la piel viró a uno

sunkissed. ¡Eureka! Sol a medida, moreno rápido, fácil de obtener (de día o de noche), inocuo y sin someter la piel al calvario de la radiación. ¿Se puede pedir más?

PREFIERO SER COPITO DE NIEVE por PALOMA ABAD

Recuerdo aquel titular como si fuera hoy mismo: Cómo usar el autobronce­ador sin miedo, prometía una revista de moda como esta que tienes entre las manos. Spoiler: hay que tener miedo. Mucho. Siempre.

El término miedo se queda corto cuando se trata de autobronce­adores. Con todo lo valiente que soy en la mayor parte de aspectos de mi vida, reconozco que jamás he sido capaz de aplicar un autobronce­ador sin asociar el gesto con un pánico extremo a salir de casa con las piernas de un dálmata. Si al menos fuesen acompañada­s de su elegancia canina al caminar...

Escolto esa manifiesta incompeten­cia –sostenida grácilment­e a lo largo de los años– con un rechazo congénito (no diagnostic­ado, cierto es) al color que proporcion­a el producto: ¿Realmente quiero pelearme por aprender a usar sin miedo algo que, en el mejor de los casos, me deja de un curioso tono anaranjado?

No, de verdad, muchas gracias. También es verdad que soy de las que pisa la playa y no se tumba, vuelta y vuelta, con el objetivo de ponerse morena. Hace años que me he convertido en esa amiga que, en verano, tiene las extremidad­es blancas y no siente, por ello, ningún tipo de vergüenza o pudor. Pero es que, regresando a la analogía animal, si me dan a elegir, prefiero ser Copito de Nieve que Chu-Lin

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