Por la CARA
El rostro es la nueva huella dactilar, una llave que abre puertas y deja trazos que no se pueden borrar. Sin embargo, la industria de la moda (y la cosmética) ya busca maneras de hacernos pasar desapercibidos.
Mi primer reconocimiento facial (el momento en que ‘reconocí’ el sistema de reconocimiento facial, podríamos decir) ocurrió después de un vuelo nocturno desde Europa, cuando me situé en los puestos fronterizos de aduanas. Durante años, este proceso de entrada, un sistema automático de inmigración más rápido para viajeros que ya han pasado antes, consistía en el escáner del pasaporte y la huella dactilar. Esta vez, la pantalla me pidió simplemente que me pusiera de pie en el marco para una foto: click. La imagen era muy poco favorecedora. Bueno, quizá resultaba halagadora teniendo en cuenta que acababa de pasar ocho horas en un asiento de avión. Con toda la calma, vi cómo toda mi información personal aparecía en la pantalla: nombre, número de pasaporte, vuelo... El ordenador, como un paparazzi acechando a pequeñas celebrities, me reconoció a través de una foto terrible. Y, a diferencia de los reporteros gráficos, remitió esta captura a los archivos gubernamentales.
Este es solo un pequeño ejemplo. Imaginen cuántas oportunidades existen al día para llevar a cabo cualquier tipo de reconocimiento facial. Cuando paseas a tu perro, apareces en las cámaras de tráfico. Cuando pagas un recibo, guiño a la cámara del cajero automático. ¿Un viaje al necesario pero vergonzoso pasillo de la droguería? Di ‘patata’. Aunque mucho, esto no es nada comparado con la cantidad de veces que mostramos nuestra cara en el mundo digital -vídeo, chat, redes sociales-, casi siempre por elección propia (eligiendo el reconocimiento facial para desbloquear nuestros móviles, sin ir más lejos). Tiendas como Saks o Walmart han experimentado con esta tecnología para identificar posibles ladrones; hay hospitales que lo han instalado en la entrada para fichar posibles agresores; y se utiliza de forma aterradora, con un programa llamado Churchix, para saber quién ha ido a misa.
Hay dos cosas que tenemos que saber. Una, que nos están fotografiando (el placer del flâneur es ver y ser visto en público); y otra, que estamos conectados de forma instantánea a un depósito digital en el que cualquiera, de forma confiable o desconfiable, gubernamental o comercial, puede monitorizar nuestros hábitos y nuestras vidas. La cara es la nueva huella dactilar. La mayoría ya hemos crecido siendo controlados por la tecnología actual. Y nuestras vidas, no así nuestras mentes (al menos por ahora), se han convertido en libros abiertos.
La rebelión está aquí, y muchos ya han comenzado a ponerse a cubierto. Comencemos por la moda. Durante años, la cara era el punto que permanecía fijo en el epicentro de ese remolino de tendencias. Por supuesto, ha habido momentos de extravagancia facial
en la pasarela (ojos con delineados infinitos y labiales desbordados en Alexander McQueen, modelos con rostros de inspiración bélica en Matty Bovan o sombras y máscaras corridas, en las propuestas de Eckhaus Latta), pero, por lo general, las innovaciones han consistido en jugar ‘alrededor de’ y no ‘con’ el rostro. Pues, de repente esto está cambiando, desde las pasarelas de París hasta las calles de Londres.
Para la industria del lujo, el momento clave llegó el año pasado, cuando Demna Gvasalia trabajó con el maquillador Inge Grognard para transformar los rostros de las modelos que desfilaron en la primavera/verano 2020 de Balenciaga. Emplearon, en forma de protesta, un irónico comentario sobre los excesos en el sector de la belleza, extendiéndolo a las fugaces transformaciones de la moda. Si esta noche te pones un vestido que redefine tus hombros o pecho, ¿por qué no te haces también con unos labios falsos que te ayuden aredefinir tu cara?
La ubicuidad de la tecnología del reconocimiento facial le da a estas insólitas transformaciones una nueva y desafiante ventaja. Para alterar los contornos de nuestro rostro (y, por ende, hacerlos menos reconocibles) hace falta borrar la huella dactilar facial y –en esa larga tradición de la moda de fantasía y camuflaje– empezar a cerrar el libro abierto. Quienes consideren la idea de ir a la oficina con prótesis en los labios, han de saber que disponen de nuevas opciones, en forma de accesorios tradicionales. En 2004, el investigador y artista Adam Harvey se alarmó por la cantidad de fotografías de discotecas que había en Internet. «La gente va a grandes fiestas, toma fotos provocativas y todo el mundo lo puede ver al día siguiente», comentaba. «Puedo diseñar un programa en solo una hora que descargue todas estas imágenes y me diga en cuál de ellas sales tú». Decidió centrar su trabajo en desarrollar un antídoto: la moda antirreconocimiento. En su momento inventó un clutch decorado con luces LED: cuando salía el flash de la cámara, el bolso contraatacaba con otro flash, sobreexponiendo la imagen y haciéndola irreconocible. Más recientemente ha trabajado en un estampado textil, llamado HyperFace, que interfiere en el reconocimiento facial, añadiendo ruido visual alrededor de la cara.
Según Harvey, la gente del futuro tiene dos pociones: por un lado puede elegir el camino fácil, adoptando una estética de cara lavada que ayude a los algoritmos de reconocimiento facial y, por el otro, puede decantarse por la privacidad y la individualidad, abrazando el new age. Hoy en día, la vigilancia está en todas partes, pero la moda ha encontrado el camino para adelantarse a esta norma... y esconderse