A favor o en contra de los propósitos de Año Nuevo.
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Nunca he hecho propósitos de Año Nuevo. No porque el cuerpo no me haya pedido modificar algún hábito o afrontar nuevas metas. Sencillamente, prefiero abordarlo sin presión, sin fecha. Cierto que la actitud invita a procrastinar. Pero también es verdad que, a tenor de las estadísticas, pocas resoluciones de nuevo año llegan a buen puerto. Según un estudio de la Universidad de Scranton (Pensilvania), solo el 8% de las personas logran cumplir sus objetivos del 1 de enero y el 30% abandona la causa a las dos semanas. ¿Para qué, entonces, ponerse una meta que parece condenada al fracaso? El fallo, dicen los estudios, reside en que este deseo de cambio suele ser poco realista y el cerebro, además, tiende a resistirse. Nuestros usos y costumbres se van enraizado en zonas cerebrales profundas desde la infancia, son fruto de la conexión entre el entorno y nuestra psique a lo largo del tiempo. Por eso, transformar esas pautas de comportamiento supone algo más que fijar una fecha. Para cambiar el chip hace falta mucha motivación, disciplina y, a veces, ayuda externa. Reinventarse requiere meditar la decisión y antes de marcar el cuándo, saber por qué y cómo. Solo entonces, enero puede ser un buen momento para acometer el cambio por su asociación a un nuevo comienzo. Lo importante, como afirma el dicho, querer es poder. Y entonces, cualquier fecha es buena