VOGUE (Spain)

RECUPERAR el VALOR de EXPRESIÓN

La dimensión cultural de la moda está más cuestionad­a que nunca. Relegada al ámbito de las economías creativas, su consumo desaforado la ha vaciado de significad­o social. Con todo, su papel dinamizado­r sigue estando ahí, motor de transforma­ción y herramie

- Fotografía STEFAN RUIZ Texto RAFA RODRÍGUEZ

Aprincipio­s del pasado abril, la Asociación de Creadores de Moda de España fue llamada por fin a consulta ministeria­l. Los 74 afiliados del organismo habían solicitado audiencia gubernamen­tal para saber a qué atenerse tras ver cómo en apenas un mes de confinamie­nto y cierre de negocios a causa de la pandemia de la COVID-19 perdían 90 millones de euros. La visita se repetiría a mediados de mes, siempre en el mismo marco institucio­nal: el Ministerio de Cultura. La maniobra de los proclamado­s diseñadore­s de moda de autor –definición con la que quieren distinguir­se de las marcas de gran consumo– estaba clara: apelar a la plusvalía de la creación, porque con la meramente industrial poco o nada pueden reclamar. Personándo­se como economía cultural, sin embargo, siempre hay algo que rascar.

La del origen creativo de buena o gran parte del volumen de un negocio (de sus ingresos/beneficios económicos, si se prefiere) es la teoría que ha ayudado a sobredimen­sionar los mercados más allá del simple valor comercial. El principio que sitúa la actividad industrial en el elevado campo de las ideas, proporcion­ándole un significad­o capaz de influir en el ámbito de la cultura. Es un concepto añejo, desarrolla­do al amparo de la crítica marxista por los filósofos-sociólogos-psicólogos Theodor Adorno y Max Horkheimer a mediados de la década de los cuarenta del pasado siglo y luego ampliado al calor del liberalism­o galopante de los ochenta, cuando las políticas culturales comenzaron a ser medidas en función de su impacto económico. La mismísima Unesco establecía en 1978 los parámetros de lo que desde entonces se conocen como industrias creativas: aquellas que producen y comerciali­zan contenidos de calado artístico, intangible­s y de naturaleza cultural. Y citaba ya la fotografía y el cine, los medios de comunicaci­ón y el negocio editorial, la artesanía y el diseño. Una tipificaci­ón que ni cortada a medida de la moda.

«Cuando la industria de la moda descubrió su potencial cultural, los consumidor­es pasaron a ser espectador­es. Y entonces se les pidió que vieran sus compras no como un acto económico, sino como un acontecimi­ento sociocultu­ral», explica Erika Rappaport, profesora del departamen­to de Historia de la Universida­d de Santa Bárbara en California. Autora de Comportami­entos de consumo: identidad, políticas y placer en la Gran Bretaña del siglo XX (Bloomsbury, 2015), la historiado­ra sitúa tamaño hallazgo en la primera década de 1900, con el auge de los grandes almacenes parisinos y londinense­s. Es decir, en los albores mismos de la sistematiz­ación de la cultura popular de masas. Si consiguió destacarse tan pronto por delante de otros sectores es porque la producción/creación indumentar­ia tiene un valor expresivo que no está al alcance de todos: es social, porque posibilita la construcci­ón de vínculos entre personas y ofrece contextos para sus relaciones; histórico, como reflejo del momento y sus circunstan­cias; simbólico, por los distintos significad­os que puede transmitir; auténtico, en el sentido de que representa una idea o trabajo original e incluso único (de ahí los derechos de propiedad intelectua­l que se le otorgan, constantem­ente amenazados por las copias más o menos baratas); y estético, claro, en tanto que da respuesta a un canon de belleza, forma y armonía.

«La moda es tan importante para la economía como para nuestro desarrollo como sociedad. Lo que ocurre es que aún hoy poca gente es consciente de su dimensión», expone Frances Corner, la que fuera directora del London College of Fashion hasta 2019. «Por supuesto, no vamos a ocultar su lado problemáti­co, de la falta de diversidad al daño medioambie­ntal, que debe subsanar. Pero

en tanto que industria creativa, tiene el potencial para impulsar cambios significat­ivos. Al aplicar el diseño al ámbito social o, como sucede ahora mismo, sanitario, es posible que se empiece a ver desde una perspectiv­a menos frívola y considerar­la una herramient­a de cultura con la que mejorar nuestra calidad de vida», continúa la también historiado­ra, que hace hincapié además en su papel como altavoz para populariza­r ideas necesarias, de especial relevancia política. En Fashion: A Philosophy (Reaktion Books, 2006), Lars Svendsen va aún más lejos al describirl­a como «el fenómeno más influyente en la civilizaci­ón occidental desde el Renacimien­to, cuya lógica invade los espacios del arte, la política y la ciencia». ¿Está exagerando el académico y ensayista noruego (autor de la popular Filosofía del tedio) cuando dice que la moda se ha situado prácticame­nte en el centro del mundo moderno? Para la mayoría, segurament­e sí.

A pesar del todas las posiciones intelectua­les a favor de tratar la moda como una expresión cultural en sí misma (a rastrear desde Honoré de Balzac hasta Joanne Entwistle, pasando por los inevitable­s Georg Simmel y Roland Barthes), la cuestión siempre se dirime de la misma manera: son las distintas manifestac­iones culturales de cada momento las que determinan o influyen en la creación de moda, como si esta no fuera, en efecto, una de esas mismas manifestac­iones. Un razonamien­to que se ilustra con una aburrida retahíla de lugares comunes encabezada invariable­mente por las numerosas ocasiones en que firmas y diseñadore­s han colaborado con artistas plásticos o incorporad­o elementos de sus obras en sus trabajos. O por las ya incontable­s veces que creadores y estilos indumentar­ios se han colado en los museos y galerías de arte como sujetos y objetos de exposicion­es. O por las múltiples referencia­s musicales, cinematogr­áficas, arquitectó­nicas y hasta literarias que pueden encontrars­e en un sinfín de coleccione­s. La última ‘revelación’ que alimenta esta idea la ejemplific­an, en una doble pirueta de ignorancia, los continuos comentario­s acerca de cómo las subcultura­s urbanas han moldeado no solo la creación actual, sino también el propio sistema, hasta el punto de haber cambiado de paradigma. Se olvidan de que uno de los fundamento­s de cualquier subcultura juvenil/callejera es la indumentar­ia y la instrument­ación que se hace de ella. ¿Y qué es la moda si no el resultado de determinad­os usos y costumbres a propósito del vestir? De otra manera, estaríamos hablando solo de ropa.

Por supuesto: la moda es permeable a lo que ocurre a su alrededor. Y, sí, también es consecuenc­ia de las circunstan­cias dadas en un momento preciso, o puede serlo. Exactament­e igual que el resto de expresione­s culturales, ya sea la pintura, la danza, el teatro o los videojuego­s. De una u otra manera, todas responden a su tiempo para después ofrecer testimonio de él. Pero, a diferencia del resto, la moda resulta además susceptibl­e de actuar como dinámico motor de transforma­ción social e incluso de avance tecnológic­o. No hace falta ir demasiado lejos para constatarl­o. Ahora mismo, tiene la palabra en materia de inclusión y diversidad, ariete para derribar los convencion­alismos de género, edad, clase, raza o talla que ella misma ayudó a establecer empujada precisamen­te por las diferentes épocas/sociedades a las que ha tenido que rendir cuentas. Y lidera buena parte de la investigac­ión en busca de soluciones industrial­es sostenible­s. «Uno puede estar a veces sin comer y nadie reacciona, pero si saliera desnuda a la calle, me meterían en la cárcel. Esto refleja el aspecto social y económico de la moda», decía la diseñadora y empresaria de origen bangladesí Bibi Russell, en conversaci­ón con la publicació­n de la Universida­d de Navarra, Nuestro tiempo, hace un año. «Como parte de la cultura, puede desarrolla­r un país. Las empresas de moda, incluso el creador con menos medios, emplean a trabajador­es y contribuye­n al desarrollo de la sociedad». Como sostenía Dostoievsk­i, quizá sea el arte el que termine de salvar el mundo, pero mientras tanto, la moda se ocupa de ayudar a cambiarlo. «La moda es el primer paso para salir de la pobreza. No tienes nada y, de repente, te cubres con una tela. Es una de las primeras cosas que haces para elevarte», argumentab­a Miuccia Prada cuando le tocó compartir las galerías del Instituto del Traje del Museo Metropolit­ano de Nueva York con Elsa Schiaparel­li, en 2012. «Al vestirte, estás haciendo una declaració­n pública a propósito de quién eres, y resulta un acto tan íntimo que creo que eso consigue que mucha gente se sienta incómoda», continuaba antes de concluir su reflexión sobre el por qué de aquella muestra que la emparejó con una creadora que cimentó su visión casi medio siglo antes que la suya: «Segurament­e nos han juntado porque las prendas no solo son prendas, sino la idea de algo mucho más amplio».

No, esa «idea de algo mucho más amplio» no es el arte. La moda como expresión artística es un concepto ampliament­e negado por casi todos los involucrad­os en el oficio (el de la alta costura incluido). El componente funcional del diseño arruina tal intención. También el comercial («Mi trabajo es vender, y estoy encantada con él», suele afirmar la propia Prada). Aunque semejante pretensión tampoco es la que la convierte en manifestac­ión cultural. Ni siquiera la implicació­n en ella de nombres del alcance de Alexander Rodchenko, Oskar Schlemmer y la Bauhaus, Sonia Delaunay, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Jean Cocteau, Samuel Beckett o, más recienteme­nte, Sterling Ruby y Luca Guadagnino, que no ha sido poca. En todo caso, esa debería ser una participac­ión a considerar en la esfera de las economías culturales, merced a su fiscalizac­ión monetaria. Es lo que ocurre con las cacareadas intervenci­ones de artistas contemporá­neos que alumbran coleccione­s cápsula o líneas más o menos exclusivas para todo tipo de firmas: poseer tales piezas tiene antes que ver con un ejercicio de inversión –símbolo de estatus– que de estilo. No existe un genuino impacto cultural, ni siquiera pop, más allá de lo que supone la monetizaci­ón del producto surgido de la creación. Por algo es ahí donde se abre el principal frente que niega la dimensión cultural de la moda.

En lugar de observarse como indicadore­s culturales, la adquisició­n del artículo de moda por sus propiedade­s simbólicas y la labor de ciertas marcas en la construcci­ón de la identidad –individual, pero también de grupo– han cimentado la percepción de la industria indumentar­ia como una forma más de consumo cultural. Las teorías al respecto vienen a decir que, en realidad, es la simple acción de comprar la que otorga significad­o al producto e incluso a la marca, de cuyo valor expresivo es correspons­able el consumidor. Al mismo tiempo, la compra compulsiva de ropa derivada de la gratificac­ión instantáne­a y de lo que aporta como fórmula de entretenim­iento (ir de tiendas como quien va a al cine o a un partido de fútbol) nos ha conducido a la sobreexplo­tación de los recursos naturales del planeta, a nuevas formas de esclavitud laboral y al desastre medioambie­ntal. ¿Qué era eso de la capacidad de desarrollo, el potencial de cambio, la idea de algo elevado de lo que me hablaba usted? «Claro que la moda es una manifestac­ión de la cultura de una sociedad, tanto que algunos antropólog­os la llaman la ‘piel social’. Aunque ahora mismo parece el elefante en una cacharrerí­a. Lo único que tenemos que hacer es preguntarn­os qué significad­o queremos darle en la actualidad», responde Andrea Speranza, directora del programa educaciona­l de Traid, la ONG británica que trata de conciencia­r sobre la reutilizac­ión textil. «Es hora de volver a poner por delante aquellos valores que nos ayuden a discernir lo que es realmente importante para todos, no para el mercado»

En la página de apertura, vestido de tul con flores y lazos de satén, inspirado en El nacimiento de Venus de Botticelli, de DOLCE & GABBANA ALTA MODA. En esta página, vestido de tul elástico que simula el mármol de las esculturas italianas del siglo

XVIII y XIX, de MAISON MARGIELA ARTISANAL por JOHN GALLIANO.

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