RECUPERAR el VALOR de EXPRESIÓN
La dimensión cultural de la moda está más cuestionada que nunca. Relegada al ámbito de las economías creativas, su consumo desaforado la ha vaciado de significado social. Con todo, su papel dinamizador sigue estando ahí, motor de transformación y herramie
Aprincipios del pasado abril, la Asociación de Creadores de Moda de España fue llamada por fin a consulta ministerial. Los 74 afiliados del organismo habían solicitado audiencia gubernamental para saber a qué atenerse tras ver cómo en apenas un mes de confinamiento y cierre de negocios a causa de la pandemia de la COVID-19 perdían 90 millones de euros. La visita se repetiría a mediados de mes, siempre en el mismo marco institucional: el Ministerio de Cultura. La maniobra de los proclamados diseñadores de moda de autor –definición con la que quieren distinguirse de las marcas de gran consumo– estaba clara: apelar a la plusvalía de la creación, porque con la meramente industrial poco o nada pueden reclamar. Personándose como economía cultural, sin embargo, siempre hay algo que rascar.
La del origen creativo de buena o gran parte del volumen de un negocio (de sus ingresos/beneficios económicos, si se prefiere) es la teoría que ha ayudado a sobredimensionar los mercados más allá del simple valor comercial. El principio que sitúa la actividad industrial en el elevado campo de las ideas, proporcionándole un significado capaz de influir en el ámbito de la cultura. Es un concepto añejo, desarrollado al amparo de la crítica marxista por los filósofos-sociólogos-psicólogos Theodor Adorno y Max Horkheimer a mediados de la década de los cuarenta del pasado siglo y luego ampliado al calor del liberalismo galopante de los ochenta, cuando las políticas culturales comenzaron a ser medidas en función de su impacto económico. La mismísima Unesco establecía en 1978 los parámetros de lo que desde entonces se conocen como industrias creativas: aquellas que producen y comercializan contenidos de calado artístico, intangibles y de naturaleza cultural. Y citaba ya la fotografía y el cine, los medios de comunicación y el negocio editorial, la artesanía y el diseño. Una tipificación que ni cortada a medida de la moda.
«Cuando la industria de la moda descubrió su potencial cultural, los consumidores pasaron a ser espectadores. Y entonces se les pidió que vieran sus compras no como un acto económico, sino como un acontecimiento sociocultural», explica Erika Rappaport, profesora del departamento de Historia de la Universidad de Santa Bárbara en California. Autora de Comportamientos de consumo: identidad, políticas y placer en la Gran Bretaña del siglo XX (Bloomsbury, 2015), la historiadora sitúa tamaño hallazgo en la primera década de 1900, con el auge de los grandes almacenes parisinos y londinenses. Es decir, en los albores mismos de la sistematización de la cultura popular de masas. Si consiguió destacarse tan pronto por delante de otros sectores es porque la producción/creación indumentaria tiene un valor expresivo que no está al alcance de todos: es social, porque posibilita la construcción de vínculos entre personas y ofrece contextos para sus relaciones; histórico, como reflejo del momento y sus circunstancias; simbólico, por los distintos significados que puede transmitir; auténtico, en el sentido de que representa una idea o trabajo original e incluso único (de ahí los derechos de propiedad intelectual que se le otorgan, constantemente amenazados por las copias más o menos baratas); y estético, claro, en tanto que da respuesta a un canon de belleza, forma y armonía.
«La moda es tan importante para la economía como para nuestro desarrollo como sociedad. Lo que ocurre es que aún hoy poca gente es consciente de su dimensión», expone Frances Corner, la que fuera directora del London College of Fashion hasta 2019. «Por supuesto, no vamos a ocultar su lado problemático, de la falta de diversidad al daño medioambiental, que debe subsanar. Pero
en tanto que industria creativa, tiene el potencial para impulsar cambios significativos. Al aplicar el diseño al ámbito social o, como sucede ahora mismo, sanitario, es posible que se empiece a ver desde una perspectiva menos frívola y considerarla una herramienta de cultura con la que mejorar nuestra calidad de vida», continúa la también historiadora, que hace hincapié además en su papel como altavoz para popularizar ideas necesarias, de especial relevancia política. En Fashion: A Philosophy (Reaktion Books, 2006), Lars Svendsen va aún más lejos al describirla como «el fenómeno más influyente en la civilización occidental desde el Renacimiento, cuya lógica invade los espacios del arte, la política y la ciencia». ¿Está exagerando el académico y ensayista noruego (autor de la popular Filosofía del tedio) cuando dice que la moda se ha situado prácticamente en el centro del mundo moderno? Para la mayoría, seguramente sí.
A pesar del todas las posiciones intelectuales a favor de tratar la moda como una expresión cultural en sí misma (a rastrear desde Honoré de Balzac hasta Joanne Entwistle, pasando por los inevitables Georg Simmel y Roland Barthes), la cuestión siempre se dirime de la misma manera: son las distintas manifestaciones culturales de cada momento las que determinan o influyen en la creación de moda, como si esta no fuera, en efecto, una de esas mismas manifestaciones. Un razonamiento que se ilustra con una aburrida retahíla de lugares comunes encabezada invariablemente por las numerosas ocasiones en que firmas y diseñadores han colaborado con artistas plásticos o incorporado elementos de sus obras en sus trabajos. O por las ya incontables veces que creadores y estilos indumentarios se han colado en los museos y galerías de arte como sujetos y objetos de exposiciones. O por las múltiples referencias musicales, cinematográficas, arquitectónicas y hasta literarias que pueden encontrarse en un sinfín de colecciones. La última ‘revelación’ que alimenta esta idea la ejemplifican, en una doble pirueta de ignorancia, los continuos comentarios acerca de cómo las subculturas urbanas han moldeado no solo la creación actual, sino también el propio sistema, hasta el punto de haber cambiado de paradigma. Se olvidan de que uno de los fundamentos de cualquier subcultura juvenil/callejera es la indumentaria y la instrumentación que se hace de ella. ¿Y qué es la moda si no el resultado de determinados usos y costumbres a propósito del vestir? De otra manera, estaríamos hablando solo de ropa.
Por supuesto: la moda es permeable a lo que ocurre a su alrededor. Y, sí, también es consecuencia de las circunstancias dadas en un momento preciso, o puede serlo. Exactamente igual que el resto de expresiones culturales, ya sea la pintura, la danza, el teatro o los videojuegos. De una u otra manera, todas responden a su tiempo para después ofrecer testimonio de él. Pero, a diferencia del resto, la moda resulta además susceptible de actuar como dinámico motor de transformación social e incluso de avance tecnológico. No hace falta ir demasiado lejos para constatarlo. Ahora mismo, tiene la palabra en materia de inclusión y diversidad, ariete para derribar los convencionalismos de género, edad, clase, raza o talla que ella misma ayudó a establecer empujada precisamente por las diferentes épocas/sociedades a las que ha tenido que rendir cuentas. Y lidera buena parte de la investigación en busca de soluciones industriales sostenibles. «Uno puede estar a veces sin comer y nadie reacciona, pero si saliera desnuda a la calle, me meterían en la cárcel. Esto refleja el aspecto social y económico de la moda», decía la diseñadora y empresaria de origen bangladesí Bibi Russell, en conversación con la publicación de la Universidad de Navarra, Nuestro tiempo, hace un año. «Como parte de la cultura, puede desarrollar un país. Las empresas de moda, incluso el creador con menos medios, emplean a trabajadores y contribuyen al desarrollo de la sociedad». Como sostenía Dostoievski, quizá sea el arte el que termine de salvar el mundo, pero mientras tanto, la moda se ocupa de ayudar a cambiarlo. «La moda es el primer paso para salir de la pobreza. No tienes nada y, de repente, te cubres con una tela. Es una de las primeras cosas que haces para elevarte», argumentaba Miuccia Prada cuando le tocó compartir las galerías del Instituto del Traje del Museo Metropolitano de Nueva York con Elsa Schiaparelli, en 2012. «Al vestirte, estás haciendo una declaración pública a propósito de quién eres, y resulta un acto tan íntimo que creo que eso consigue que mucha gente se sienta incómoda», continuaba antes de concluir su reflexión sobre el por qué de aquella muestra que la emparejó con una creadora que cimentó su visión casi medio siglo antes que la suya: «Seguramente nos han juntado porque las prendas no solo son prendas, sino la idea de algo mucho más amplio».
No, esa «idea de algo mucho más amplio» no es el arte. La moda como expresión artística es un concepto ampliamente negado por casi todos los involucrados en el oficio (el de la alta costura incluido). El componente funcional del diseño arruina tal intención. También el comercial («Mi trabajo es vender, y estoy encantada con él», suele afirmar la propia Prada). Aunque semejante pretensión tampoco es la que la convierte en manifestación cultural. Ni siquiera la implicación en ella de nombres del alcance de Alexander Rodchenko, Oskar Schlemmer y la Bauhaus, Sonia Delaunay, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Jean Cocteau, Samuel Beckett o, más recientemente, Sterling Ruby y Luca Guadagnino, que no ha sido poca. En todo caso, esa debería ser una participación a considerar en la esfera de las economías culturales, merced a su fiscalización monetaria. Es lo que ocurre con las cacareadas intervenciones de artistas contemporáneos que alumbran colecciones cápsula o líneas más o menos exclusivas para todo tipo de firmas: poseer tales piezas tiene antes que ver con un ejercicio de inversión –símbolo de estatus– que de estilo. No existe un genuino impacto cultural, ni siquiera pop, más allá de lo que supone la monetización del producto surgido de la creación. Por algo es ahí donde se abre el principal frente que niega la dimensión cultural de la moda.
En lugar de observarse como indicadores culturales, la adquisición del artículo de moda por sus propiedades simbólicas y la labor de ciertas marcas en la construcción de la identidad –individual, pero también de grupo– han cimentado la percepción de la industria indumentaria como una forma más de consumo cultural. Las teorías al respecto vienen a decir que, en realidad, es la simple acción de comprar la que otorga significado al producto e incluso a la marca, de cuyo valor expresivo es corresponsable el consumidor. Al mismo tiempo, la compra compulsiva de ropa derivada de la gratificación instantánea y de lo que aporta como fórmula de entretenimiento (ir de tiendas como quien va a al cine o a un partido de fútbol) nos ha conducido a la sobreexplotación de los recursos naturales del planeta, a nuevas formas de esclavitud laboral y al desastre medioambiental. ¿Qué era eso de la capacidad de desarrollo, el potencial de cambio, la idea de algo elevado de lo que me hablaba usted? «Claro que la moda es una manifestación de la cultura de una sociedad, tanto que algunos antropólogos la llaman la ‘piel social’. Aunque ahora mismo parece el elefante en una cacharrería. Lo único que tenemos que hacer es preguntarnos qué significado queremos darle en la actualidad», responde Andrea Speranza, directora del programa educacional de Traid, la ONG británica que trata de concienciar sobre la reutilización textil. «Es hora de volver a poner por delante aquellos valores que nos ayuden a discernir lo que es realmente importante para todos, no para el mercado»
En la página de apertura, vestido de tul con flores y lazos de satén, inspirado en El nacimiento de Venus de Botticelli, de DOLCE & GABBANA ALTA MODA. En esta página, vestido de tul elástico que simula el mármol de las esculturas italianas del siglo
XVIII y XIX, de MAISON MARGIELA ARTISANAL por JOHN GALLIANO.