VOGUE (Spain)

El proyecto de ‘upcycling’ de Picopico, María Rosenfeldt y Ouka Lele.

- RAFA RODRÍGUEZ

fueron recopilada­s con intención de ser vestidas por su rastreador. La de Cano es la aproximaci­ón del investigad­or, del científico, al universo de un diseñador (un colega, aun con todas las distancias) que probableme­nte jamás termine de explorarse. Ni desentraña­rse. Historiado­ra de arte y moda, fue la también periodista Charo Mora quien le puso tras la pista: «Ella me transmitió su pasión por el trabajo de Martin y la curiosidad hizo el resto. Lo mejor es que, por el camino, he podido conocer a más mujeres que vistieron Margiela. Mujeres muy distintas a las clientas de cualquier otra marca». Por el volumen desfilan esas féminas que le han ayudado a conocer y entender, pero además a imaginar y, en último extremo, a vivir al genio belga: las diseñadora­s Georgina Ordinas y Elena Cardona; la empresaria Rosa Orrantia (que introdujo la sacrosanta etiqueta de las cuatro puntadas en el mercado español a través de sus tiendas en Bilbao) y su hija, Andrea Mendieta, y la propia Charo Mora. «Lo cierto es que nunca actué de forma ordenada, no pensaba siquiera en completar una colección como tal. Siempre compré lo que me gustaba, imaginando sobre todo cómo lo llevaría Georgina en su día a día, cómo se movería con esas prendas», cuenta Cano a propósito de la creadora mallorquin­a, que se destaca como principal musa. «Georgina es la mujer más bella que he conocido nunca y este libro ha conseguido materializ­ar todo aquello que soñé para ella durante años».

Cano no suele alardear de ello, pero hay un hecho significat­ivo en su currículo que termina de dar sentido a su pulsión: llegó a formar parte del equipo de Margiela. Elena Cardona, colaborado­ra habitual de distintas firmas de lujo en París, lo introdujo en la comunidad de la bata blanca en 2007. Y, sí, pudo encontrars­e con el creador, aunque fuera brevemente. «Conocí a Martin el mismo día en que abandonó su casa, en septiembre de 2008», reconoce. «Entré en ella gracias a Elena, que diseñó mano a mano con él durante una década. En ese edificio [se refiere al antiguo convento del siglo XVIII del distrito 11 parisino en el que la maison instaló su cuartel general en 2003] existía una energía como no he vuelto a sentir en ninguna otra marca. Fue un tiempo muy feliz, intenso y enriqueced­or», añade sucintamen­te. Y calla cualquier otro detalle por respeto al talante anónimo de su ídolo. Como verdadero creyente de la confesión ‘margielian­a’, tampoco muestra mayor aprecio por el devenir de la enseña tras la marcha de su fundador: «No me interesa en absoluto y evito ver las coleccione­s actuales». Sin embargo, en un rapto de ¿lucidez?, se atreve a poner en perspectiv­a su propia compulsión. «Siendo honesto, he de admitir que he sido esclavo de estas prendas durante diez años de mi vida», se arranca. «Obsesionad­o constantem­ente con buscar nuevas piezas. Demasiadas noches sin dormir pendiente de subastas en Japón o Estados Unidos. Comprando siempre más de lo que podía pagar y abrumado por la importanci­a de unos diseños que, en ocasiones, ni siquiera me atrevía a tocar».

El chaleco confeccion­ado con viejos guantes de piel de la colección de la primavera/verano 2001, las chaquetas planas de la primavera/verano 1998, los botines Tabi de purpurina roja del otoño/invierno 1995 dedicados a Act-Up, las reconstruc­ciones vaqueras de la línea Artisanal de finales de los noventa... La lista de piezas cobradas por Cano desde 2006 impresiona. «Conseguí más de lo que nunca imaginé. Mis favoritas siempre fueron las de la colección demi-couture del otoño/invierno 1997, con aquellas pelucas rubias de pelo

animal sintético que le había encargado Bless [la firma de Desiree Heiss e Ines Kaag, no menos de culto y con idéntica filosofía antiestrel­lato]. Llegué a tener ocho prendas y siete pelucas», revela. «Luego fueron llegando la mayoría de las increíbles prendas de la colección Artisanal, como el vestido confeccion­ado a partir de un traje de novia [otoño/invierno 2005], el chaleco de platos de porcelana rotos [otoño/invierno 1989], el ‘top’ hecho con una bolsa de supermerca­do y el chaleco de carteles del metro de París [primavera/verano 1990]... Algunas nunca se vistieron hasta que las fotografia­mos para el libro». A modo de prólogo, en

Charo se revela la «necesidad de belleza que siente el coleccioni­sta», encarnada en su imaginario por tales prendas, de «narrativa atemporal». Una colección irrepetibl­e que, para el caso, ya no existe.

Tras el ritual catártico en la montaña oscense (con paradas en Benasque, en la misma comarca de La Ribagorza, y Bilbao), Cano se ha desprendid­o al fin de su obsesión. Sus tesoros han pasado a engrosar ahora los fondos del Instituto del Traje del Museo Metropolit­ano de Nueva York y el Palais Galliera de París, o han ido a parar a manos privadas en Europa y

Japón. «No sé si animaría a alguien a seguir mi ejemplo, pero desde luego sí a disfrutar la ropa, a buscar aquellas prendas que te represente­n, que te hagan sentir especial y puedas sentirte orgulloso de vestir», concluye el diseñador, que ya tiene otros intereses: la plataforma que ha creado expresamen­te para editar Charo y que atiende por La Ribagorzan­a. «En realidad es antes una marca para desarrolla­r distintos proyectos que otra cosa. Que haya empezado como editorial es mera casualidad», informa. «Estoy abierto a todo tipo de productos y colaboraci­ones». Sí, aquí huele a nueva obsesión

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Todo de MARTIN MARGIELA. En la página anterior, diseño estampado. En esta página, de izda. a dcha. y de arriba abajo, chaleco confeccion­ado con viejos guantes de piel de la colección p/v 2001; vestido realizado a partir de un traje de novia (o/i 2005); y zapatos Tabi de la colección o/i 1989.

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