Las etapas creativas que marcaron la moda en el siglo XX.
Ante los cambios sociales y los periodos más convulsos que se vivieron en el siglo XX, la moda reaccionó con evasión, fantasía... y un punto de austeridad. Un recorrido por la imaginación en tiempos de crisis.
Una victoria naval, un descubrimiento científico y hasta una pandemia. Históricamente, la moda ha demostrado que en la inspiración, como en la guerra, todo vale. Pero hasta en su infinito imaginario encontramos determinados patrones que ayudan a catalogar una época como creativa. En sus excesos y su austeridad, el siglo XX se pertrechó con todo un universo de referentes en los que coincidieron una y otra vez los diseñadores más laureados de las diferentes décadas. El arte o la Historia son tan solo dos de los ejemplos que permiten conectar 1910 o 1970 en ese vasto territorio creativo que definió el siglo pasado. Porque, créanlo o no, antes de que la célebre editora Diana Vreeland nos transportase hasta los rincones más recónditos del planeta, la industria ya llevaba siglos con la mirada puesta en Oriente.
A principios del siglo XX, la forma de conocer esas culturas era a través de las exposiciones universales, pero fue la llegada de los Ballets Rusos a París en 1909 la que marcó un antes y un después en el imaginario occidental. La mente volaba hasta Persia o Egipto a través de sus escenarios y su extravagante vestuario. El diseñador Paul Poiret, que se veía a sí mismo como creador de cada obra que firmaba, convirtió esta seducción en el anhelo de las mujeres acaudaladas. Los corsés dieron paso a los bombachos, los turbantes con plumas, las telas semitransparentes y los vestidos lámpara. Un cuento inspirado en las mil y una noches alimentado también por fiestas, como la que dio el couturier en 1911.
Aletargadas durante décadas, fue Yves Saint Laurent el que volvería a despertar las fantasías orientales de Europa. Aunque no le gustaba viajar, el diseñador argelino subió a Asia, África y hasta la Rusia imperial a la pasarela. Convirtió la década de los setenta en un periplo por el exotismo decadente que él mismo hizo a través de su imaginación. Al menos, hasta que aterrizó en occidente la visión que oriente tenía de sí misma: la llegada a la capital francesa de los diseñadores japoneses abrió las estrechas miras que el viejo continente tenía de su cultura. Kenzo Takada e Issey Miyake sirvieron de avanzadilla para que conceptos como el origami, el teatro kabuki o el look boro (harapos) dinamitasen para siempre el concepto occidental de belleza y, sí, de creatividad.
A veces fueron unas excavaciones, como las de Cnosos (Creta) o la tumba de Tutankamón, las que contribuyeron a que
esa creatividad se fijara en culturas del pasado. La egiptomanía inundó los años 20, poco tiempo después de que Mariano Fortuny usase esos motivos decorativos de inspiración griega.
Conocer (de verdad) la historia de la indumentaria para reformular sus siluetas, sus cambios y sus excesos, siempre ha sido un rasgo identificativo de las mentes más creativas de la moda del s. XX. Es lo que hizo Vivienne Westwood con sus minicrinis, inspiradas en las crinolinas del siglo anterior. O su reinterpretación romántica de los piratas, los polisones o la ropa del s. XVIII. Su anglomania es un universo onírico tan rico y excesivo como el de John Galliano, quien ya apuntaba maneras desde su colección de graduación, a mediados de los ochenta. De los incroyables a María Antonieta, pasando por Josefina Bonaparte, Madame Butterfly o el glamour de los años 50, no hubo etapa histórica que se le resistiese. Fue épico, por ejemplo, el desfile de otoño de 1994. Sin blanca y con el respaldo de varios amigos, presentó una colección de kimonos japoneses y sas
trería de los años 40 teñida por entero de negro. Un año después, se convertiría en el primer diseñador inglés en dirigir una casa francesa, Givenchy.
Igual de historicista, pero con un tinte mucho más macabro y decadente, fue el imaginario que identificó a Alexander McQueen desde aquella primera colección, con Jack el Destripador como referente, en 1992. Inspirándose en sus ancestros, habló de la violación de Escocia a manos inglesas. También de persecución y mártires, como Juana de Arco. Y acudiría a los mitos, como el vellocino de oro, con el que se estrenó al frente de Givenchy (en el 96, sucediendo a Galliano, que solo estuvo un año en la casa).
Cada mente creativa es un universo en sí mismo: a veces bastan unos calcetines, un nórdico o una porcelana rota para forjar el ADN de una firma con la inventiva de Martin Margiela.
Además de la propia Historia, los movimientos artísticos de cada época se han convertido en fértiles territorios para el armario. Así, tras la Primera Guerra Mundial, las vanguardias culturales influyeron en una moda experimental que convirtió a los artistas en diseñadores. Mientras en
Francia Sonia Delaunay triunfaba con sus estampados geométricos, en Rusia e Italia surgieron ideas para crear una prenda que no distinguiese de clases sociales. La creatividad del arte daba alas a la moda para explorar. Lo sabía bien Vogue, que hizo de los surrealistas su medio de expresión, a través de las ilustraciones de Salvador Dalí y de las fotografías de Man Ray o Horst P. Horst. También era consciente Elsa Schiaparelli. El de la italiana fue el ejemplo más ilustrativo de la moda escapista de los años 30, que soñaba con los elementos más desconcertantes: langostas sobre vestidos de noche, botones con forma de mariposas, acróbatas de circo y hasta zanahorias. Resulta imposible entender su legado sin tomar en cuenta a coetáneos como Salvador Dalí, Alberto Giacometti o Jean Cocteau. Lo mismo sucedería con el propio Saint Laurent: pocos diseñadores alcanzarían las cotas artísticas de las colecciones que desarrolló inspirándose en Pablo Picasso, Henri Matisse, Vincent Van Gogh o Piet Mondrian.
La creatividad en el s. XX habla de excesos, pero también de renuncia. Cuando Coco Chanel acudía a las carreras de caballos antes de 1914, era muy consciente de que se encontraba ante el final de una era. Su tiranía fue la de una cuáquera que conquistó París imponiendo la austeridad sobre el barroquismo del armario femenino, y el negro sobre paleta multicolor que había puesto de moda Paul Poiret. En la modestia (y la comodidad) encontró la libertad que la nueva mujer necesitaba, apoyada también por la fluidez de los diseños clásicos de Madeleine Vionnet y sus innovaciones técnicas como el corte al bies. En términos de moda (y de derechos femeninos), podrían conversar los años 20 y los 60: diseñadoras al frente de siluetas rompedoras, como la mini y los hots pants de Mary Quant, con los que la mujer ya
podía correr a coger el autobús. Al igual que lo hizo el cubismo de Pablo Picasso, la maestría técnica de Cristóbal Balenciaga depuró la silueta en la segunda mitad del siglo, reduciendo sus líneas a la mínima expresión. Una sencillez que miró al futuro, pero de manera diferente de la obsesión espacial que marcó a creadores franceses como Pierre Cardin o André Courrèges.
La fantasía es una buena arma ante la falta de recursos. ¿Qué otra alternativa le quedaba al diseño cuando el racionamiento tras la Segunda Guerra Mundia limitaba los metros de tejido y hasta los botones? Claire McCardell o Norman
Hartnell lo demostraron. Christian Dior dejó claro que no hay mejor antídoto contra la miseria que el exceso: hasta ochenta metros de tela podía requerir un diseño del New Look, la silueta encorsetada ubicua de los 50. El barroquismo de los setenta volvió a demostrar que las crisis, en realidad, sí son buenos tiempos para la imaginación. Una máxima que ha vuelto a repetirse en plena pandemia. «Con creatividad puedes proponer un nuevo futuro», afirmaba Maria Grazia Chiuri en 2019. Y es que sea cual sea el marco, la inventiva sigue moviéndose. Siempre logra florecer, una y otra vez, hasta en los lugares (y los momentos) más insospechados