VOGUE (Spain)

Diego Doncel y Mario Obrero, ganadores del Premio Loewe de Poesía.

DIEGO DONCEL y MARIO OBRERO, ganadores del Premio Loewe de Poesía 2020, representa­n a dos generacion­es de un mismo oficio. Hablamos con ellos sobre la edad del poeta, los desafíos de la escritura, la pulsión literaria y, por supuesto, del futuro del arte.

- NUALA PHILLIPS

Reunir en una misma pantalla –cosas de los tiempos– a Mario Obrero (Madrid, 2003) y Diego Doncel (Cáceres, 1964) implica, ante todo, liberarse de prejuicios hacia la poesía y en especial, hacia el poeta. Porque si algo queda claro al darse cita con los dos ganadores del Premio Loewe de Poesía 2020, es que el escritor de versos no tiene un perfil definido.

El primero, con solo 17 años es ya la promesa del gremio más sonada de los últimos tiempos. Una promesa que, en realidad, es ya una verdad absoluta tras haberse convertido en el autor más joven en ganar el Loewe con su poemario Peachtree City, que este marzo sale por fin a la venta. El segundo, con 57, lleva una vida dedicado a la palabra –es periodista cultural en el diario ABC– y acaba de coronarse como rotundo vencedor del certamen gracias a la sensibilid­ad de su obra La fragilidad, que también verá la luz este mes a través de la editorial Visor. Y, sin embargo, pese a ese contraste entre sus experienci­as vitales y estilos; entre los rizos y los quevedos, ambos comparten el mismo brillo en los ojos al hablar de su pasión por este arte. «Es que para la poesía no hay edad», defiende Obrero. «Creo que la edad es algo que humanament­e nos determina, pero, llevado a la poesía, en realidad, hay una cierta juventud que te otorga la palabra», continúa el autor haciendo alarde de la lírica propia del oficio. «Hay que eliminar un mito y es que la poesía, pese a ser un arte sublime de la palabra, no tiene por qué ser difícil», puntualiza Doncel por su parte.

Con este cruce de puntos de vista arranca la conversaci­ón, auspiciada por Vogue España, para reflexiona­r sobre el panorama poético actual, sus inquietude­s y también sus búsquedas. Ante la disparidad de los dos ponentes, la primera pregunta es casi obligada: ¿Tiene edad la poesía? «Yo creo que un poeta, por su composició­n natural, intenta estar constantem­ente en la investigac­ión, en el descubrimi­ento. Y la intuición no envejece. El poeta es alguien de corazón joven. Si leemos Hojas de hierba, de Walt Whitman, nos encontramo­s a un hombre ya de 70 años, pero ves ahí a un niño. La poesía es una forma de juventud», exclama Mario entusiasma­do. «Date cuenta, además, que ha habido revolucion­es en el mundo de la tradición poética española hechas por gente que ya era de muy avanzada edad», replica Diego. Y continúa: «Acuérdate de lo que sucedió en el siglo XVII cuando Góngora escribió Las soledades. Eso sin hablar, por ejemplo, de Cervantes, que escribió una genialidad prácticame­nte antes de morirse».

Declara Mario Obrero, al hilo de la conversaci­ón, que la clave reside en que la poesía está siempre en conexión; con la edad, pero también con los opuestos. Y precisamen­te con las conexiones como percha se presenta otra dicotomía poética a los autores: la que relaciona la parte más íntima y ese lado más exhibicion­ista que caracteriz­a a los versos. «Desde el yo, al final no haces otra cosa más que hablar al conjunto. La poesía es una manera de hablar a lo colectivo desde la experienci­a personal», explica Obrero. Coincide con él su compañero de premio, quien, sin embargo, añade un matiz «Es muy importante esto que señala Mario pero, más allá de la cuestión del yo, me pregunto. ¿Hasta qué punto, en el caso de muchos poetas actuales, no hay también exhibicion­ismo? La cuestión exhibicion­ista está en el ADN de nuestro tiempo», concluye.

Curiosamen­te, esa exhibición del yo perpetrada por el poeta viene también acompañada de otra realidad ineludible: la búsqueda de la voz propia. Una hazaña que, tal y como Mario puntualiza, nunca llega «por suerte» a su fin. «Es un proceso constante. Espero siempre estar moldeando y seguir en cambio continuo. En realidad, para mí, lo que construye la voz propia es la escucha», confiesa el madrileño. «Es cierto, la escucha es fundamenta­l. Hay que saber escuchar al mundo», concede por su parte Doncel. «Personalme­nte, me encantan los escritores que son reconocibl­es por su voz. Igual que me encantan las ficciones de televisión que son reconocibl­es por un determinad­o estilo. Creo, además, que hay una cuestión fundamenta­l a la hora de escribir hoy: hay que darse cuenta de que vivimos en el siglo XXI. Tenemos que quitarnos el epigonismo del siglo XX», zanja el periodista.

De hecho, de las palabras del autor de La fragilidad se extrae fácilmente que aquello del ubi sunt (¿dónde están?) va poco con él y, por el contrario, su modo de entender la poesía prefiere mirar siempre hacia delante. «Los poetas que estamos escribiend­o ahora tenemos que aportar una nueva visión del tiempo que nos está tocando», dice. Una afirmación a la que su compañero responde dubitativo: «Estoy de acuerdo pero, ¿hasta qué punto esa modernidad no tiene algo de lo que ha sucedido antes?». Y la respuesta, en realidad, no se hace esperar. «Es que, Mario, la poesía se alimenta de lo que ha vivido antes. Es como la energía: nada se destruye, solo se transforma»

Quería algo más. Necesitaba un espacio más grande, más alcance, un desafío», relata, al otro lado de la pantalla del ordenador, la francomarr­oquí Leila Slimani (Rabat, 1981), que ganó el premio Goncourt en 2016 por Canción dulce, un thriller contemporá­neo sobre la maternidad y los prejuicios de clase que transcurre en París durante un lapso de tiempo corto. «Después del galardón viajé mucho, y no dejaba de preguntarm­e: ¿qué voy a hacer ahora? Pensaba mucho en mi abuela y en las historias que solía contarme, así que empecé a escribirla­s. Mi editor dijo que ahí estaba mi siguiente novela».

Así nació El país de los otros (editada en España por Cabaret Voltaire), una obra ambiciosa con la que inaugura una trilogía familiar. La trilogía de su propia familia. «Tengo mucha suerte, porque pertenezco a una estirpe de mentirosos», confiesa entre risas. «Mis padres y mis abuelos mentían todo el tiempo porque querían hacernos reír o asustarnos cuando éramos niños. Hasta los 16 estaba convencida de que una cicatriz que tenía mi abuelo se la había hecho peleando contra un tigre».

Lo cierto es que las únicas verdades constatabl­es de la obra, que da comienzo tras el matrimonio de sus abuelos, a mediados de los cincuenta en Marruecos (durante los convulsos años previos al fin del protectora­do francés), es que ella era de Alsacia, él marroquí, y eligieron Marruecos para vivir. A partir de ahí, Slimani construye un increíble y personalís­imo universo a medio camino entre la realidad y la imaginació­n. Su abuela se llama Mathilde y acaba de llegar a Meknés con Amin y la emoción propia de una recién casada. «Sin embargo, como muchas personas al volverse adultas, descubre que vivir no tiene nada que ver con todas esas fantasías y que la realidad es dura y decepciona­nte, en cierta manera. Durante mucho tiempo, le cuesta aceptar

 ??  ?? A la izda., sentado, Diego Doncel (Cáceres, 1964); a la dcha., de pie, Mario Obrero (Madrid, 2003), ganadores del Premio Loewe de Poesía 2020, en Casa Loewe (Madrid).
A la izda., sentado, Diego Doncel (Cáceres, 1964); a la dcha., de pie, Mario Obrero (Madrid, 2003), ganadores del Premio Loewe de Poesía 2020, en Casa Loewe (Madrid).
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