Mujeres poderosas que han hecho de su ‘uniforme’ arma y refugio.
Carolina HERRERA, Patti SMITH o Miuccia PRADA han hecho de su uniforme arma y refugio; algo más fuerte que la tendencia.
En una escena de El Gatopardo (Giuseppe Tomasi di Lampedusa, 1954-1957), el personaje de Tancredi le espeta a su tío Fabrizio la conocida frase: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie». Pero, del mismo modo, si retorcemos la frase hasta darle la vuelta se podría concluir que, para que haya evolución, necesitamos que todo siga igual. Si no cambiamos, el contexto es el que lo hace, enmarcándonos por defecto en una suerte de tiempo suspendido en el que nos erigimos como sujetos y objetos al margen de todo lo demás. Vestir siguiendo siempre el mismo esquema bien podría ser el camino más corto para llevar esa estrategia a un terreno meramente estético. Elegir un puñado de prendas combinables entre sí y ser fiel a ellas de por vida –que no es más que la traducción al ámbito civil de un uniforme– ha sido y es un recurso estilístico defendido por ciertas mujeres cercanas al ámbito de la moda y la cultura que han visto en esta fórmula un poderoso alegato en favor de la individualidad y una rotunda declaración de principios en términos de imagen. Este compromiso tácito las sitúa a todas ellas, automáticamente, en el extremo opuesto de las tendencias, alejándolas de esa celebración constante del zeitgeist estético sin meta a la vista y apartándolas de esa carrera infinita con destino incierto en la que, como Tancredi decía, solo cuenta cambiar para que todo siga igual. Han sido muchas las que han seleccionado y defendido un determinado uniforme como una extensión visual de su ADN creativo: Diane Keaton eligió pronto entregarse a su personalísima versión del traje masculino; Fran Lebowitz repite siempre la fórmula vaqueros Levi’s 501, camisas de Hilditch & Key (antes llevaba las de Brooks Brothers) y botas cowboy; Patti Smith es fiel al combo camisa blanca y americana negra desde sus inicios en la música; Carolina Herrera hace lo propio con la blusa blanca de popelín y la falda bien encajada en la cintura; Anna Wintour escoge siempre vestidos de cóctel estampados, sandalias de color nude de Manolo Blahnik y gargantillas de colores; y Miuccia Prada viste de manera habitual los greatest hits –falda midi y chaqueta por encima de los hombros– de su propia marca, por mencionar solo algunas.
Todas ellas exhiben, en versiones muy distintas, la misma seguridad en una determinada elección, el mismo compromiso con las prendas en las que creen y la misma desidia respecto a aquello que no perdura. El uniforme retrata a quien lo lleva, no solo por su valía meramente estética, sino que actúa como un indicador implícito de que dicha persona valora el talento, la calidad y la individualidad. Pero también nos hace pensar en nuestra propia relación con el armario. «Creo que la principal motivación para vestir siempre igual es que resulta mucho más fácil hacerlo y, además, puede ayudar a crear una imagen muy identificable para determinadas personas. Pero también requiere mucha disciplina», expone Vanessa Friedman, directora de moda de The New York Times. «Usar un uniforme es fácil y requiere muy poco tiempo para pensar. Creo que las personas tienden a recortar sus guardarropas a medida que envejecen y adquieren más experiencia, y comienzan a comprender las siluetas, los cortes y la paleta de color que realmente les funcionan. Supongo que estar menos inclinado a experimentar sugiere que alguien se está vistiendo de acuerdo a su auténtico yo», reflexiona Jo Ellison, editora de How to Spend It, el suplemento de lujo del FinancialTimes. Algo en lo que coincide también Emily Gordon-Smith, directora de productos de consumo de la agencia de análisis de tendencias Stylus: «Tener un armario compuesto por piezas clave es particularmente relevante en ciertas horquillas demográficas, ya que es bastante inspirador adoptar un uniforme a partir de los 50 años. Habla de haber encontrado tu propio estilo y de tener confianza en un look en lugar de perseguir tendencias con fechas
de caducidad. Además, esto representa una gran oportunidad para las firmas, porque pueden mantener a sus clientes fieles a la marca a partir de un producto bien hecho y de calidad», apunta la consultora.
Sin embargo, vestir de uniforme no solo tiene que ver con una cuestión de comodidad o de validación de la propia personalidad a partir de una determinada edad. En ocasiones esa fórmula estética invariable alberga un espíritu agitador. Y la industria de la moda, siempre atenta a canibalizar cualquier rastro comercializable, trata de incorporarlo con agilidad a la rueda infinita de las tendencias. Es el irresistible encanto de la revolución. «Patti Smith y Diane Keaton usaron su ropa para subvertir los códigos tradicionales de comportamiento femenino, y lo que debe considerarse como tal. Y aunque sus looks se pusieron muy de moda, no creo que estuvieran sirviendo a ninguna industria o tratando de promover una tendencia específica. La moda requiere cambios, aborrece lo estático. Así que, si bien siempre habrá mujeres que tengan un fuerte sentido del estilo, la industria seguirá siendo mucho más susceptible al cambio», opina Ellison. Es decir, si la moda usa –y el verbo es muy deliberado– los uniformes no será para incorporar su compromiso eterno, eso sería ir contra natura, sino como gancho circunstancial para enamorar a la audiencia mientras dure el encantamiento. ¿Homogeneidad o tendencia? ¿Aburrida previsibilidad o factor sorpresa? ¿Fidelidad a uno mismo o personalidad (estética) múltiple? Esa parece ser la disyuntiva de fondo a la hora de abordar la cuestión. A este respecto decía Lebowitz –convertida en personaje casi pop por obra y gracia de Pretend It’s A City, la serie documental dirigida por Martin Scorsese para Netflix de la que la escritora es protagonista absoluta– que todo el mundo está hoy en día más preocupado por las tendencias que por el estilo personal. «Están tan pendientes de lo que está pasando que se olvidan de cómo vestirse y nunca aprenden quiénes son porque nunca aprenden a cuidar de nada. Mucho de lo que le enseñaron a mi generación, con respecto a la ropa, fue cómo hacerla durar. Cómo lavarla y cuidarla», explica la autora. Sí, en el uniforme hay una vocación estética pero, en ocasiones, como apunta la pensadora americana, también se vislumbra una íntima y temprana noción de sostenibilidad. «Comprar menos, comprar mejor e invertir en artículos que tengan un valor real son factores clave cuando se trata de consumir de manera más sostenible. Sobre esa base, creo que vestir de uniforme será cada vez más relevante», aventura Gordon-Smith. Un rasgo colateral que también pone en valor Francesca Muston, vicepresidenta de contenido de moda de la compañía de pronóstico de tendencias WGSN: «Ahora tenemos una relación diferente con la ropa. Apreciamos la artesanía y los productos que nos permiten contribuir a una causa en la que creemos. La ropa es una expresión de quiénes somos y, cada vez más, también se trata del reflejo de nuestros valores. Esto no se traduce necesariamente en vestir un uniforme puramente utilitario, pero sí significa que estamos evaluando nuestras compras en función de cómo vivimos nuestras vidas y qué es importante para nosotros. Esta relación más profunda con nuestra ropa nos aleja del chute rápido de dopamina en favor de la longevidad, la sostenibili
dad y la versatilidad». La crisis sanitaria, además, ha contribuido de manera soterrada pero inexorable a que todos nos entreguemos con fruición a una misma zona de confort estética, pero con un marco compartido mucho más prosaico y menos intelectual que el de las mujeres mencionadas anteriormente. La ropa cómoda y de estar en casa se ha convertido en una especie de uniforme extraoficial que todos, sin excepción, hemos adoptado más por necesidad que por activismo indumentario. «En un contexto pandémico como el que nos envuelve ahora, las circunstancias nos han obligado a reconsiderar muchos aspectos de nuestra vida, entre ellos nuestra relación emocional con nuestras pertenencias, incluida la ropa», reflexiona Muston.
Ahora solo cabe plantearse si cuando acabe la pandemia también lo hará nuestro forzado idilio con la versión más leisurewear del uniforme o si, por el contrario, continuaremos barajando las mismas prendas holgadas y envolventes entre sí sine die. «Las tendencias en sí mismas no siguen una fórmula establecida y se mueven a diferentes ritmos, algunas duran años o décadas y otras un parpadeo y te lo pierdes. La magnitud de cualquier tendencia se define por su relevancia para nosotros como consumidores y la probabilidad de que siga siendo importante a medio y largo plazo, ¿significa esto que los pantalones de chándal y la ropa de estar en casa seguirán aquí en un futuro próximo? Sí, pero esto tiene que ver con factores más allá de la pandemia y ha sido propiciado por un cambio en nuestras expectativas de comodidad y nuestra necesidad de confort en la era de la ansiedad», argumenta Muston. Sin embargo, Vanessa Friedman lo tiene claro: «Creo que cuando acabe la pandemia y la gente pueda salir de nuevo recuperaremos con creces las ganas de vestir. Puede que nos guste usar la ropa cómoda (el chándal, la ropa de casa...), pero no creo que vayamos a quedarnos instalados ahí para siempre. Vestirse es un verdadero placer y ser creativo con la ropa no es compatible con llevar siempre lo mismo. Así que no creo que la industria de la moda cambie especialmente en ese sentido», sentencia la editora.
Puede que perdamos una oportunidad histórica para abrazar el uniforme de por vida, pero quizá una de las claves indispensables para comprometernos honestamente con él sea creérnoslo de principio a fin. No podemos acabar vistiendo igual todos los días abocados por las circunstancias, sino que debemos elegirlo, abrazarlo y celebrarlo en pleno uso de nuestra libertad. Mientras llegan nuevas ocasiones para ser valientes y depurar al máximo nuestros armarios atestados de ropa, ciertas mujeres tocadas con la varita mágica del carisma y el estilo personal más arrollador seguirán vistiendo igual. No cambiarán jamás. El resto lo haremos por ellas y eso nos conduce indefectible y automáticamente a la tibieza y, en última instancia, a la vacuidad. Si cambiamos somos olvidables, la perseverancia es la clave de la eternidad. También en términos de estética. Y, en ese sentido, el uniforme es lo más parecido a la inmortalidad