LO QUE SE DICE Y LO QUE NO SE DICE
Cuando empiezo a sospechar que hay una grieta entre quién asomo a ser y cómo me ven los demás, soy muy pequeña y en el mundo está creciendo una sombra que incidirá imparable sobre mis miedos y silencios. Median los ochenta y a mis seis años ya he aprendido que hay cosas importantes que es mejor que no diga en voz alta. El sida se lleva por delante generaciones enteras de personas LGTB. El señalamiento durante aquellos años es descorazonador. Se consolida la leyenda de la naturaleza perversa y desenfrenada de las vidas no heterosexuales. No importa la clase social o la formación, en las casas y en las calles se da por buena cada fantasía oscura que la cultura y la sociedad heterosexual se ha contado a sí misma alguna vez sobre las vidas queer. La pandemia se convierte en un argumento de castigo. Las conversaciones que se dan a mi alrededor son pura deshumanización y quienes las tienen, padres, vecinos, no son conscientes de las barbaridades que ponen encima de la mesa y cómo están amplificando, sin querer, un mensaje de odio perfectamente orquestado. Da igual que en el portal de al lado haya vivido una mujer trans durante más de 30 años. De repente, la naturaleza LGTB vuelve a ser una moda y una peste que amenaza con borrar a las personas normales.
Como niña trans que empieza a ser consciente de sí misma escucho cada palabra, cada bromita y cada sentencia. Aprendo a disciplinarme y añado clavos a las puertas del armario. Mi supervivencia consiste en fingir y pisarme el corazón a cambio de validación y seguridad.
Cuando te sabes tan lejos de todo lo que te rodea la necesidad de amor se convierte en un tipo de mendicidad que acaba condicionando tu vida.
Ansías que te quieran.
En los noventa, con las consecuencias del sida vigentes, la cultura popular apuntala el desastre como se hace casi todo en aquella década, desde la frivolidad. Las adolescentes trans crecemos viendo morir (o siendo objeto de mofa) a nuestras referentes. Es el tiempo de Stephen Rea vomitando después de besar a una preciosa mujer trans en Juego de lágrimas. La homosexualidad se ha instalado culturalmente como un asunto relacionado con el vicio y la enfermedad. Las vidas trans ni siquiera tenemos derecho a contar nuestra versión.
Alana Portero ha escrito ‘La habitación de las ahogadas’ y
Se nos presenta ante el mundo como el travelo procaz con sombra de barba y voz grave al que puede humillarse sin consecuencias. También como el oscuro objeto de deseo que se utiliza en la oscuridad. A escondidas.
Aprendemos, viendo películas, leyendo libros y escuchando a nuestro entorno que somos indignas de ser amadas.
Y eso se nos clava en el corazón para siempre.
Nadie debería crecer con el miedo y la vergüenza como emociones primarias.
Estos días se intentan frenar leyes que pueden facilitar la vida a quienes lo tenemos más difícil, haciendo pasar las vidas trans como algo nuevo y complejo.
Esta es una sutil forma de deshumanización. Pintarnos como aliens recién llegadas tienta a quien escucha a replantearse algo que tenía perfectamente interiorizado. La verdad es que siempre hemos estado ahí. Nos hemos cedido el asiento en el autobús, nos hemos dado la vez en el mercado y hemos compartido baños desde hace generaciones. Lo novedad es que ahora somos visibles y hemos decidido que nuestra voz no va a ser silenciada nunca más, ni por el odio ajeno, ni por el dolor propio.
¡Tenemos tanto que aportar! Tanta alegría, tantas experiencias, tanta reflexión. Y en lo tocante al feminismo, ¡tantas formas de estar y ser mujer! Las mujeres trans hemos tenido que ganarnos nuestra mera existencia contra viento y marea, podemos ayudar mucho a otras mujeres y estamos deseando hacerlo. No hay que entender la naturaleza exacta de otra persona para respetarla. Y si no se puede a través del entendimiento la bondad puede ser un principio desde el que comenzar.
Si una realidad humana es terca en su aparición, y esta es inevitable, quizá deba incorporarse a lo que entendemos por humanidad y haya que actuar en consecuencia. Todo lo que queda fuera del entendimiento acaba transformándose en violencia. Una violencia que empieza con el chiste de travelos que cuentas en Navidad. El mismo chiste que está escuchando tu hija pequeña, que aprenderá casi antes que a hablar quién no es digno de ser amado. Empezando, quizá, por ella misma