La escritora Leticia Sala y su experiencia con el embarazo, una nueva forma de entender la espera.
La escritora LETICIA SALA no ha vivido su embarazo como una espera, sino tratando de disfrutar de cada etapa de la gestación en una realidad presente. Toda una hazaña, explica para ‘Vogue’ España, teniendo en cuenta la infinidad de comentarios (y preguntas) de la gente sobre la personalidad y posibles gustos del concebido no-nacido.
Me estaba probando un caftán en el puerto de Mahón cuando saqué la cabeza por la cortina del probador para pedirle a la dependienta una talla más, y ella me respondió: buena idea, te vendrá bien cuando la barriga vaya ocupando más espacio. De pronto mi embarazo ya era una información accesible para el resto del mundo. Fue la primera vez que alguien sabía de mi estado sin ser yo quien lo anunciase. Cuando salí de la tienda pensé que esa señora también podría intuir muchas otras cosas sobre mí: que no bebo vino, que la regla me está dando un respiro, que uso aceite para las estrías, o que pronto podría usar mi barriga como posavasos.
Me interpeló esa idea. Cuanto más embarazada, más accesible era ese dato para el resto del mundo. De repente ese concebido no-nacido tenía una localización en la tierra. Y, con ello, vendrían las preguntas de los demás.
El recorrido más habitual con el que me encontré en esas conversaciones de ascensor sobre mi embarazo fue la pregunta sobre el sexo de mi bebé, primero, el nombre que le íbamos a poner, después, y, finalmente, la fecha en la que salía de cuentas, para contarme cómo iba a ser de personalidad según su signo astrológico.
Estas preguntas no me dejaban indiferente. En vez de aprender a responderlas en modo automático, me volví rápida en rebotárselas con ingenio a mi marido, en desviar la cuestión diciendo que me acaba de dar una patada o lanzar en el aire un dato curioso, como que es posible sentir un orgasmo durante el parto. ¿Por qué me molestaban tanto? Me di cuenta de que mi reticencia a querer compartir esta información con los demás era porque sentía que no estaban dejando a mi bebé quedarse en su lugar actual. Lo estaban proyectando en el nuestro.
Estas preguntas pertenecían a nuestro mundo, no a ese en el que se encontraba mi criatura. Entendí que los del mundo exterior necesitaban de mí algún dato para darle un lugar a ese no-nacido en su mente y, así, en la sociedad.
Comprendo la inercia de las preguntas y hasta cierto punto tienen sentido, ya que al final estaba ‘esperando’ a un bebé. Pero quizá, por el hecho de haber perdido a uno previamente quise sentirlo todo, cada semana, cada trimestre, cada etapa. No viví mi embarazo como una espera, sino como una realidad presente, simplemente en un plano diferente al nuestro.
Las mujeres que han conocido la pérdida de un embarazo probablemente sean más sensibles al limbo del concebido no-nacido. Darle un lugar en nuestra mente equivale a reconocer que ese momento tuvo lugar y que este ser existió en nuestro vientre. Y esta es otra forma de declarar que, mientras no naciese, mi bebé no pertenecía a la sociedad. No todavía. Se estaba concibiendo en mi útero, preparándose para nuestro mundo, pero todavía no estaba aquí.
Sentirlo así era tan fácil para mí como respirar. El abismo solo aparecía en la comunicación con los demás. No sabemos lanzar las buenas preguntas a una embarazada porque la idea de la creación se nos hace demasiado grande e incomprensible. No estamos preparados para filtrar en un small talk la idea tan inabarcable que es la creación.
En una encuesta a madres y embarazadas cuya pregunta era qué les hubiera gustado que les preguntaran mientras estaban gestando, la respuesta más frecuente fue que hubieran deseado simple y únicamente que les preguntaran cómo se encontraban. También preguntas como: ¿Necesitas saber algo? ¿Qué es lo que más deseas hacer con tu criatura una vez la tengas en brazos? ¿Te adaptas bien a los cambios de tu cuerpo?
Y es que somos vulnerables ante las preguntas de los demás. Ante los comentarios de si nuestra barriga es más o menos pequeña de lo que al juicio del observador debería de ser, ante las manos de desconocidos que tocan lo que tu más estás protegiendo, ante la pregunta de si se trata de un embarazo deseado o no.
Solo en el alumbramiento ese ser pasa al mundo. Y con él se produce la primera separación madre-hijo, que irá sucediendo, de forma lenta pero segura, a lo largo de la vida. Y solo en ese momento necesita un nombre, se le asigna un signo astrológico, se parece a la mamá o al papá, se le desea salud y felicidad, los deseos cotidianos que lanzamos por inercia, y que curiosamente, son los únicos que importan.
Pero hasta entonces, solo nos queda explorar ese estado de concebido no-nacido. Así, tal vez, sabríamos abarcar mejor el diálogo con una madre que ha perdido a un bebé o cuyo embarazo se ha visto interrumpido. Reconoceríamos esa realidad, y por tanto, ese dolor. Y es que si bien la existencia de un embarazo se vuelve accesible para el exterior conforme avanza, paradójicamente, la transformación masiva se produce hacia dentro.
El embarazo es regresivo, remueve recuerdos de infancia que parecían enterrados, agita aguas subterráneas. Trabaja desde la piel hasta los órganos profundos. Transforma a las personas a su alrededor, altera el guion de cualquier conversación.
El centro de gravedad está dentro de la embarazada. Esa futura madre está viviendo un proceso íntimo que es inaccesible para el resto. Es como si la bolsa de la criatura también envolviera a la madre que la lleva. Son las preguntas de los demás las que están desubicadas.
No es de extrañar que las embarazadas sueñen a menudo con serpientes y con agua. La criatura está rodeada de agua y la serpiente es símbolo de fuerza e inmortalidad. Y es que una embarazada tiene la misma carga de vulnerabilidad que tiene de poder. Mientras su cuerpo requiere de cuidados terrenales, en ese mismo recipiente está pasando algo que nunca acabaremos de comprender del todo. Somos vulnerables ante las preguntas de los demás, sí. Pero nuestro poder está mucho más arriba