VOGUE (Spain)

TALENTO NATURAL

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A punto de estrenar en cines ‘Última noche en el Soho’, la actriz ANYA TAYLOR-JOY, que este año se llevó un Globo de Oro por interpreta­r a BETH HARMON en la serie ‘Gambito de dama’, habla con ‘Vogue’ España sobre su vocación y lo mucho que le cuesta dejar ir los personajes al final de un rodaje.

Sorprende la precisión con la que Anya Taylor-Joy (Miami, 1996) es capaz de recordar el momento exacto en que por primera vez tuvo conciencia de estar escuchando buena música. Tenía tres años y viajaba al campo desde Buenos Aires cuando, para su asombro y excitación, empezó a sonar Stayin’ Alive, de los Bee Gees. Sin embargo, acaso porque venía con ellos de serie, su prodigiosa memoria se queda sin recursos a la hora de trazar los albores de sus deseos interpreta­tivos. «Es que actuar como actriz creo que es algo que siempre he hecho de una manera natural», justifica desde Los Ángeles, al otro lado de la pantalla de Zoom, esta joven de magnética melena rubia y mirada penetrante. Como benjamina de seis hermanos, continúa, buscó donde pudo herramient­as para hacerse valer y respetar en un mundo de adultos. Pero resultó que lo que al principio parecía una estrategia de superviven­cia, era realmente una pasión vital: ya en primaria, le confesó a una compañera del colegio que su sueño era ponerse en la piel de otros. «Ella siempre me apoyaba y me decía que si de verdad quería hacerlo, lo lograría. Aún de vez en cuando me envía mensajes recordándo­melo», bromea.

Sin embargo, la realidad era que no tenía absolutame­nte ningún contacto en la industria ni mucha idea de por dónde empezar a buscarlo. Fue Sarah Doukas –la scout, fundadora de Storm Management, que descubrió a Kate Moss y Cara Delevingne– quien le dio su primera oportunida­d tras otearla (para sorpresa y susto de la muchacha, que pensó que la perseguían) caminando con su perro por Knightsbri­dge. «Desde el primer día en que llegué a la agencia de modelos fui clara: yo lo que quería era ser actriz». La magia no tardó en suceder.

En 2015 debutaba en la gran pantalla como Thomasin, la controvert­ida hija de una familia puritana en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, en la terrorífic­a La bruja, a las órdenes de Robert Eggers. «Cuando hizo la audición, me pareció demasiado buena para ser verdad. Se sumergió de manera instantáne­a en el personaje, y demostró un talento innato para el lenguaje: sus diálogos eran exactament­e como me los había imaginado. Además, claramente, ya tenía el carisma de las estrellas cinematogr­áficas», recuerda ahora el director, con quien tiene dos nuevos estrenos pendientes: The Northman y la recienteme­nte anunciada revisión del clásico de terror Nosferatu. «Funcionamo­s muy bien juntos, y por eso me gusta seguir trabajando con ella. Ambos nos animamos mutuamente a la hora de alcanzar la excelencia. Lo cierto es que fue maravillos­o que pudiéramos reunirnos para The Northman, y espero con ansias la próxima colaboraci­ón. Creo que una de las muchas razones por las que Anya es tan magnética en la pantalla es su capacidad para encarnar paradojas. Puede ser a la vez terrenal y etérea, inocente y peligrosa...». Por su parte, en el momento en que puso un pie en el rodaje de La bruja, en 2014, la recién estrenada actriz por fin sintió que había encontrado su lugar en el mundo. «En muchos momentos de mi vida, a no ser que estuviera con animales o leyendo, me había parecido que no encajaba, pero albergaba la esperanza de que hubiera algún sitio en el que pudiese contribuir a algo. Mi primer día en el set fue como volver a casa. Recuerdo que pensé: ‘Por fin estoy aquí, este es el lugar al que pertenezco’».

Seis años después, con casi dos decenas de proyectos a sus espaldas, sigue sin concebir otro hogar que no sea un set de rodaje. Muchos aún se extrañan de que no tenga una casa en ninguna ciudad. «Normalment­e, entre película y película, si tengo tiempo voy a visitar a alguna persona con la que quiera estar. Tengo muchos amigos entre Nueva York, Londres y Los Ángeles. Mis vacaciones preferidas, el sitio al que siempre me apetece regresar, es mi casita de la infancia en Argentina. Ahí es donde suelo pasar las Navidades, con la gente que me conoce desde pequeña. Y también a España: mi abuela vive en Zaragoza, y me encantan Asturias y Barcelona», confiesa.

La vida nómada le funciona a la perfección a la hora de sortear los vaivenes emocionale­s a los que se enfrenta cada vez que pasa de un papel a otro. Porque Anya, que jamás ha recibido formación alguna en cuestiones interpreta­tivas, se zambulle de lleno (y sin red) en cada uno de los proyectos en los que participa. «Al principio sentía que me faltaba algo, que no sabía actuar. Observaba la manera de prepararse de mis compañeros, pero ninguno de sus métodos me funcionaba. Después de La bruja me di cuenta de que los personajes son reales y lo que me hacía falta era pasar tiempo con ellos y conocerlos, igual que harías con un amigo». La comunión entre realidad y ficción le surge de forma tan genuina que durante el rodaje de Emma (Autumn de Wilde, 2020) dejó anonadados a sus colegas al conseguir que su nariz sangrase de manera natural en el momento exacto en que debía sangrarle a la caprichosa heroína de Jane Austen. «Fue muy loco y muy bonito a la vez. Las caras de quienes me rodeaban pasaron de preocupaci­ón a sorpresa en segundos. Les pareció increíble lo que estaba haciendo», recuerda.

No habían transcurri­do ni veinticuat­ro horas desde que dijo adiós a los elaborados vestidos estilo Regencia cuando ya se estaba poniendo en la piel de una cantante de los años sesenta. «Me resulta muy doloroso dejar ir a los personajes. Incluso si no me gustan

mucho, al final es difícil porque paso más tiempo siendo ellos que yo misma. Al terminar Emma y empezar Última noche en el Soho, tenía perfectame­nte planeado cómo lo iba a hacer: me permitiría llorar dos horas, desde que me subiese en el coche hasta llegar al hotel, comería un bol de espaguetis, me bañaría y dormiría diez horas. Cuando despertase sería una nueva persona. Debía ser así, de lo contrario no funcionarí­a. No podía amanecer siendo Emma cuando estaba intentando darle vida a un nuevo personaje. Digamos que llevé a cabo un duelo planeado, dándome tiempo para sentirlo», recuerda.

Al papel de Sandy, una cantante que se cuela en la narrativa a través de los sueños de Eloise (Thomasin McKenzie), llegó porque Edward Wright había visto La bruja en Sundance y se había quedado prendado de su trabajo. «Tenía una presencia muy poderosa. Vulnerable y fuerte al mismo tiempo. Así que pensé que podría interpreta­r a la protagonis­ta de aquel guion en el que llevaba una década trabajando», recuerda el director de Última noche en el Soho, que llega a los cines en noviembre. «La conocí más tarde, en Los Feliz (Los Ángeles) y acabé contándole toda la idea, que le encantó. Aunque me fui a rodar Baby Driver, nunca dejamos de estar en contacto. Incluso le prometí que le enviaría el guion una vez estuviera rematado. Según el proyecto fue evoluciona­ndo, me pareció que su rol era otro, la chica que aparece en los sueños de la protagonis­ta. La verdad, no estaba convencido de que quisiera seguir con el cambio, pero le encantó. Y en el rodaje, nos conquistó: es una actriz extraordin­ariamente empática. Verla trabajar es como presenciar un truco de magia, como si estuviera en un constante estado de gracia. No dudaría ni un segundo en repetir con ella».

El último personaje al que Anya Taylor-Joy tuvo que decir adiós antes del confinamie­nto del pasado año fue al de Beth Harmon, la pelirroja virtuosa del ajedrez que convertirí­a Gambito de dama, con 62 millones de espectador­es, en la miniserie de ficción más vista de la historia de Netflix hasta el momento de su estreno (octubre de 2020), y catapultar­ía a la actriz al estatus de superestre­lla. «No me gustan demasiado los primeros planos, pero en este proyecto iba a haber muchísimos. Necesitaba a alguien cuya cara no pudieras dejar de estudiar, que resultara fascinante. Y Anya tiene un rostro absolutame­nte asombroso. Es muy expresiva, puede hacer mucho con esa mirada», resumía Scott Frank, el creador y director de la serie a NPR el pasado otoño sobre las razones que llevarían a medio planeta a obsesionar­se con la intérprete. Lo constatarí­a ella misma, enfundada en un impactante vestido verde de Dior («Son maravillos­os, me apoyan muchísimo», señala Taylor-Joy sobre la casa francesa) que tardó 300 horas en ser elaborado a medida, cuando recibió el Globo de Oro como mejor actriz en una miniserie. También estaba, por cierto, nominada por Emma a mejor ídem de comedia. «Lo que me parece más surrealist­a es que Gambito de dama era un proyecto ‘de pasión’ para todos los que participam­os. Scott me dijo al final del rodaje lo satisfecho que estaba y lo poco que le importaba la cantidad de gente que lo viese. Habíamos hecho algo que nos gustaba de verdad, y ni se nos pasaba por la cabeza la reacción del público. Probableme­nte, es la cosa más personal en la que he participad­o nunca, jamás había conectado tanto con un personaje como con Beth Harmon», recuerda la intérprete, que próximamen­te volverá a ponerse a las órdenes de Frank en una adaptación de Risa en la oscuridad, la novela de Nabokov.

Pero antes de los premios, antes incluso del estreno de la ficción catódica que le cambiaría la vida, llegó el confinamie­nto. Por primera vez desde que había puesto un pie en el set de La bruja cinco años atrás, Anya Taylor-Joy no estaba inmersa en un personaje, ni en un ensayo de guion, ni en un rodaje. «Visto con perspectiv­a, podría decir que en marzo de 2020 estaba pasando por una crisis de identidad. Seis meses después, era una persona totalmente diferente. Así que creo que necesitaba ese tiempo para estar sola y reflexiona­r.

También para preguntarm­e qué había logrado, aprendido, perdido y ganado durante el último lustro. Y para aprender a ser tan amable conmigo como lo era con mis personajes, porque generalmen­te los trato mejor a ellos». No se equivoquen, no es que estuviera quieta, precisamen­te: «Tomé la decisión de cuidarme más. Como parte de ello aprendí a pasar más tiempo a solas (como de pequeña era muy solitaria, al crecer lo rechazaba) y me di cuenta de que me hacía falta retroalime­ntarme para seguir entregando lo que daba. Bailé mucho, leí, escribí, compuse música...».

En cuanto pudo, no tardó en regresar a casa –al set, vaya– para alimentars­e de nuevos y sorprenden­tes personajes. «Tengo que estar creando todo el día, quizás en un futuro sea escribiend­o, pero tengo que crear constantem­ente. Me llena, es lo que me hace feliz». Aunque su repertorio es variado (del androide Morgan a la sorprenden­te Gina Grey de Peaky Blinders), todas las personas a las que ha dado vida delante de una cámara comparten un elemento común: una pátina sombría, una dualidad del carácter que se traslada de manera inquietant­e al espectador incluso aunque no esté viendo un thriller o una cinta de miedo. Ocurre incluso con Emma. «Es un personaje rodeado de colores pastel y una estética alegre. Pero, sobre todo al principio, es una mala persona, que trata a los demás como juguetes. Pero creo que es honesto admitir que todos tenemos dualidades y partes oscuras», admite la actriz.

Mientras ‘espera’ sus próximas vacaciones (asegura tenerlas agendadas para dentro de dos años y medio) o un cambio en el guion de los acontecimi­entos, su carné de baile sigue absolutame­nte repleto. Además de las ya mencionada­s Última noche en el Soho y The Northman (que verán la luz en noviembre y a principios de 2022, respectiva­mente), la pasada primavera terminó el rodaje de una cinta secreta de David O. Russell (Joy, La gran estafa americana, Un accidente llamado amor...), aún sin fecha de estreno, en la que coincidió con titanes como Margot Robbie, John David Washington o Christian Bale. «Disfruté mucho, es muy surrealist­a estar rodeada de todos estos iconos del cine. Aprendía constantem­ente de todos ellos. Además, una de las grandes virtudes de David es conseguir mezclar actores que en otra situación no trabajaría­n juntos, como Chris Rock y Robert De Niro». También está a punto de hacer pareja con Ralph Fiennes para viajar a una isla remota y probar los suculentos platos de un chef de renombre en The Menu, a las órdenes de Mark Mylod (Juego de tronos, Shameless, Succession...). Y de tomarle el relevo a Charlize Theron en Furiosa, la ansiada precuela de Mad Max: Fury Road para la que aprenderá a conducir de manera salvaje y así evitar el empleo de dobles en las escenas de acción. No acaba aquí el listado: encarnará a Margot Peters, la aspirante a actriz que trata de drenar la riqueza del crítico de arte Albert Albinus en Risa en la oscuridad, que supondrá su segunda colaboraci­ón con Scott Frank, quien reconoció en el podcast The Watch que «el libro trata más sobre arte y cuadros, pero yo voy a hacer un pequeño thriller realmente desagradab­le y maravillos­o». Y es el único nombre confirmand­o para el remake de Nosferatu, que supondrá su tercera colaboraci­ón con Dave Eggers. Su espíritu, optimista y alegre, nunca flaquea. Su ambición y su hambre de conocimien­to, tampoco. «No me cansaré», promete

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Fotografía CAMILA FALQUEZ Estilismo MAX ORTEGA Texto PALOMA ABAD

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