DE PUNTO EN PUNTO
Del taller de costura y confección de moda infantil que regentaba mi abuelo recuerdo, sobre todo, la mesa de patronaje; una estructura de varios metros de largo en cuyas profundidades cavernosas pasé buena parte de mi infancia. Bajo sus caballetes, en expositores de tienda de golosinas, se almacenaban cajas de botones que parecían también golosinas; con forma de lápiz, de astronauta, de corazón; todos duplicados, en rosa y en azul, para niños y para niñas, y tan diminutos y abundantes que su textura en conjunto recordaba a la arena. Arena de nácar o de plástico. Granos con ojal. Recuerdo el trasvase casi líquido de los puñados que tomaba prestados; de una mano a otra, de un recipiente redondo a otro cuadrado, y también la sensación de intimidad y refugio, el privilegio de ostentar un reino propio donde los adultos no cabían. Del exterior apenas llegaba ruido blanco: máquinas de coser, remachadoras y conversaciones que a veces sucedían en directo y a veces en la radio. Dónde está esa niña. Qué poco molesta. Cómo se entretiene. Me costaba identificar las voces femeninas, porque el relevo era continuo. Entraba una mujer, dejaba un cargamento de gorros tejidos a mano, y salía. Entraba otra mujer, regateaba unos minutos por las cenefas de encaje, y salía. Cada vestido era obra de un enjambre. El canesú con motivos en punto de cruz. Los puños y los cuellos con bordados. Una hormiga para cada pieza. Mi abuelo solo se encargaba de los diseños. Marcaba las siluetas de los patrones con tiza, tomaba los bajos de los vestidos con alfileres, hilvanaba, y poco más. Era el dueño, pero no cosía. Igual era el dueño porque no cosía, porque se dedicaba a otras cosas más importantes. Hablaba mucho por teléfono. Tenía un talonario donde garabateaba facturas. Cuando se iba de vacaciones, volvía con una docena de dedales para sus empleadas. Una vez los elegí yo. Eran de cerámica y tenían el dibujo de la Catedral de Burgos estampado.
Crecí a medida que el negocio decaía y, cuando ya no cupe en los bajos de la mesa, el taller se reconvirtió en vivienda y la vivienda se convirtió en mi casa. Durante años, la despensa siguió albergando rollos de tela que envejecían con un olor particular, pero ni mi madre ni yo sabíamos qué hacer con ellos y los acabamos regalando. Oculta bajo los faldones, nunca llegué a ver los rostros de las mujeres que entregaban las piezas de cada puzle, pero de haber salido, tampoco habría visto sus dedales en movimiento. Trabajaban en sus propias casas, normalmente de noche, cuando ya habían cocinado y servido las cenas de sus maridos, y solo mostraban el producto acabado, tan complejo que obnubilaba el proceso. El valor de cada pieza se medía en tiempo. Mira, este cuerpo bordado en hilo son 20 horas, me decía a veces mi abuelo, y aquello no significaba nada. Era imposible intuir los hilos que se transformaban en urdimbre y, por tanto, era como si las puntadas las hubiera dado un duende. La magia no tiene prestigio, porque parece fácil. Es magia.
Por eso cuando aprendí a tejer, muchísimos años después y con la ayuda de tutoriales de YouTube, sentí que iniciaba un proceso de deconstrucción, de descosido. Cada nudo que se acumulaba en mi labor era un nudo que se deshacía en los vestidos artesanales que llevé de niña, un nudo más, un nudo menos, hasta desvestirme, desandando el camino que siempre comienza con la madeja intacta e implica mucho más que tiempo en bruto. Precisión, memoria dactilar, cálculos aritméticos, talento, horas de vida. Por fin empezaba a comprender las entrañas del tejido y se parecían mucho a las entrañas del texto, al ejercicio minucioso de la escritura que llega después del primer chispazo y es puramente artesanal si aceptamos esa dicotomía arbitraria que se establece entre artesanía y arte.
Avanzo a golpes de nudillo a través de esta página que comenzó estando en blanco, avanzo al ritmo al que se manosea un rosario y se erige un elástico de canalé, pero a diferencia de las mujeres que depositaron su trabajo antes que yo en esta casa, yo ostento el don de la autoría. Eso nos diferencia. La nieta del patrón tiene nombre propio y ni siquiera recuerda sus caras, pero hace tiempo que las invoco antes de empezar a escribir, siquiera de forma abstracta, fantasmal, consciente de la plusvalía con la que alimentaron a quienes me han alimentado y consciente también de que fueron las primeras que me enseñaron a construir complejidad de la nada, y de punto en punto
Aixa de la Cruz es doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y escritora. Su último libro publicado es ‘Cambiar de idea’ (Caballo de Troya).