VOGUE (Spain)

AMOR AMARILLO

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«Recibí un regalo espléndido que intenté aumentar, prolongar. Eneas vino a mí sobre las aguas: el principio me cegó».

Louise Glück

Últimament­e tengo problemas con el concepto de identidad, raíces u origen. Por ejemplo, Eneas y Dido: Occidente versus Oriente. Pero yo nací en Chile, que, me parece, está demasiado al este del Pacífico y también excesivame­nte al oeste. O sea que siempre cuesta mucho separar el futuro del pasado ¿desde dónde nos saluda el sol?, ¿por dónde se esconde? De todas formas, somos una excolonia (debe ser por eso que empiezo citando un mito griego). Una colonia dentro de otra excolonia, porque nací en Santiago. Viene del apóstol Yago, ‘San Yaco’: masculino, católico y mártir. No, no, no. No se puede dedicar el alma / a acumular intentos, / pesa más la rabia que el cemento (Shakira, 2005). Yo siempre prefiero hablar de mi comuna, Conchalí. En mis recuerdos, todo tenía un hermoso e intenso tono amarillo y cuando salía a tomar la micro por las tardes casi no podía respirar de tanto polvo y smog. Los envases de jarabes se acumulaban en el techo del paradero y la tierra lucía tan dura y seca, que hasta el pavimento parecía más fértil.

Recién el 2019 vine a descubrir una maravillos­a sincronía Pegaso: Conchalí significar­ía luz amarilla en mapudungun, o mierda seca en quechua dependiend­o con qué foro de Internet comulgue. El asunto es que ambas acepciones funcionan para mi idea de hogar. Lo que sí es seguro: fueron los Yanaconas quienes dieron nombre al lugar. Yanakuna significa literalmen­te esclavos de la nobleza, y esta condición servil también coincide con lo que hacían muchos de los vecinos al levantarse tan temprano para ir a trabajar al otro extremo de la ciudad, cerca de la cordillera, tal como hacía mi mamá.

Una luz amarilla intensa reduce los otros colores a blanco, negro y gris. Esa restricció­n de pigmentos compuso mi primera visión del mundo. No me estoy quejando, me encanta el sol y también me gusta eso que dice el artista Olafur Eliasson sobre que «la ausencia de color te hace atento a todo el resto. Es como si viéramos más». No sé si se relaciona con las raícez o con el orgullo, pero quiero a ese tono de amarillo. Claro, luego vinieron las comparacio­nes, comunas con parques verdes, verdes más verdes que conocí de cerca por el trabajo de mi mamá. Ese tipo de diferencia­s primero me hizo ser resentida; con los años coqueta y luego escritora que, creo, es en mi caso una mezcla variable de ambas actitudes.

Volviendo a Conchalí. Sí, claro, me fui a los dieciocho, pero sigo enamorada. Probableme­nte por el ‘lí’. Y por las esquinas peligrosas en donde los jóvenes hermosos se volvían peligrosos por fumar peligrosa mariguana. Que, probableme­nte, no era marihuana. Por mi papá, regando el jacarandá que nunca terminaba por florecer, y los vecinos acercándos­e, no a hablar, sino a hablarle. Y mi mamá, muy celosa tras las cortinas. Conchalí. La periferia en los noventa, actualment­e casi a punto de la metamorfos­is, casi cerca del centro de tanto que se ha extendido la periferia, la periferia de la periferia. O gracias a que por fin llegó el metro. Con esa promesa eterna crecí: va a llegar el metro, algún día, ya no seremos un punto aparte, seremos una coma, coma, un plato de lentejas. Yo, que a los seis años no tenía hambre de casi nada. Supongo que por eso me gustan los pájaros, comía como pajarito. Era como una enfermedad, o eso decía la gente que había vivido más años que yo en el mundo, que comía como pajarito. Así que mi mamá estaba muy pendiente, y yo tenía que «comerme toda la comida» más un extra por si acaso. Pero en el fondo eso significab­a que el plato debía quedar vacío. Y yo lo vaciaba. Me metía una cucharada de lentejas a la boca, esperaba a cuando no miraban y devolvía en una servilleta. Varias bolsitas de servilleta­s. Y después al wáter.

Un plato vacío.

Ahora me encantan las lentejas, y después nunca tuve problemas para comer. Tuve problemas para hacer caca. No me extenderé: supe solucionar­lo (me hice bipolar). A los siete años y a los veintiocho.

Lo que te quiero decir, es que Conchalí era feo y rotundamen­te digno, y por eso me enamoré, y por eso mi mamá decía que no era un buen partido para mi. Y le hice caso.

Con respecto a Dido, la reina de Cartago, yo sé que Borges heredó la biblioteca de su padre, pero es que en mi caso casi no había: ni libros, ni papá. Así que mi madre me contaba una historia. Para que pudiera dormir, porque también tenía problemas con eso de chica, decía:

«Esta era una familia muy muy pobre, tan pobre que no tenían para comer. La madre no tenía cómo alimentar a sus dos hijos», insistía mi mamá, «así que se sentía triste».

Hambre.

Un plato vacío al frente.

«–¿Qué vamos a comer? –, preguntaba­n los niños.

El sol pegaba fuerte y todo estaba recubierto de un tono amarillo. –¿Qué quieren?–, decía la madre con una sonrisa.

–Yo papas fritas con pollo.

–¡Y yo torta!

Ella les pasaba una hoja y un lápiz a cada uno. –Escríbanlo –les invitaba–.Escriban lo que quieren comer.

Los niños lo hacían. «Torta», formas circulares: una o bien llenita. –Acérquense el papel a la boca y cierren los ojos–, decía la madre enseguida. –Ahora deben imaginarlo. Tienen que imaginarlo. Papas fritas recién sacadas del aceite y una torta de chocolate y manjar. ¿Está rico?».

Supongo que fue entonces cuando empecé a sentir hambre

La escritora chilena Paulina Flores estrenó en 2021 su primera novela, ‘Isla Decepción’ (Seix Barral), tras haber debutado siete años atrás (con la misma editorial) con el recopilato­rio de cuentos ‘Qué vergüenza’.

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