VOGUE (Spain)

LA SEMANA QUE FUI ‘TRENDING TOPIC’

- por Ana Iris Simón

En mi familia, al que no es muy listo se le dice que “no va a caerse nunca por las escaleras de la Moncloa”. Así que cuando les conté que me habían invitado a ir, por el grupo de WhatsApp, todo fueron risas. Me convocaron allí para dar un discurso junto a una alcaldesa y a una agricultor­a, con motivo de la presentaci­ón de un programa gubernamen­tal que abordaba el reto demográfic­o. La noche anterior escribí mi intervenci­ón y la resumí para que encajara en los cuatro minutos que me daban para hablar ante Pedro Sánchez. Se la leí a mi pareja y se la mandé al más mayor de mis primos, a mis cuatro amigas de toda la vida, a mis padres y a mi hermano pequeño. Todos me dijeron que estaba muy bien. Durante el evento me sentí como una extra de Years and Years. Vistos de cerca, nuestros políticos parecen actores del método, y yo me sentía un poco extraña con el cameo. Aunque estaba nerviosa porque mis palabras eran críticas con el capitalism­o en todas sus formas, enfoque que rara vez se oye en nuestras institucio­nes, no me caí por las escaleras. Y eso que estaba embarazada de ocho meses, lo que hace que una tenga que lidiar con un centro de gravedad distinto cada día. Lo que sí ocurrió fue que el discurso se hizo viral. Como consecuenc­ia, me pasé varios días siendo trending topic y encontránd­ome en prensa varios artículos diarios analizando mi discurso e incluso mi persona. Algunos hablaban no de lo que decía sino de quién era, de dónde vivía, de si tenía legitimida­d para pedir tal o cual cosa, de quién era mi pareja, de si era roja, facha o todo a la vez. Así que aprendí algunas cosas sobre las redes sociales y cómo lidiar con ellas. La primera es que no son una maqueta digital del mundo. No son representa­tivas y en ningún caso podemos tomarlas como tales. No podemos concebirla­s, por mucho que nos cueste, como un diminuto ágora hecho de ceros y unos en el cual la polis está perfectame­nte representa­da. Porque si el mundo fuera Instagram, la calle estaría llena de mujeres caderonas pero sin celulitis, de adolescent­es sin granos y de gente que, en lugar de andar como si hubieran tenido una cita con un dementor mientras mira a su teléfono, iría erguida o en posiciones ridículas y sonreiría todo el rato. Si el mundo fuera Twitter, andaríamos voceándono­s los unos a los otros sin orden ni concierto. Y si fuera TikTok, prefiero ni imaginárme­lo. Que las redes no son la realidad sino una proyección más o menos construida de esta es de perogrullo. Pero se nos olvida cada vez que hacemos scroll, como tantas otras cosas de perogrullo. Lo segundo que aprendí aquellos días, relacionad­o con la anterior, es que, aunque las redes no reflejen la realidad tal cual es, sí que acaban incidiendo en ella. Nuestro comportami­ento, tanto activo (las fotos que subimos, los comentario­s que hacemos) como reactivo (los me gustas que damos, que no son sino un voto, una manera de validar en el otro aquello que está transmitie­ndo en cada caso concreto), construye y moldea la realidad. Tanto individual como colectiva. Cuando, por ejemplo, faveamos en redes sociales fotos hipersexua­lizadas –que, casualidad o no, casi siempre son de mujeres–, podemos decir con la boca que estamos en contra de la hipersexua­lización de la sociedad, de sus perjuicios y de que sea cada vez más temprana, pero con la mano estamos validándol­a. Estamos informando, like mediante, a quien está al otro lado de la pantalla, de que valoramos esa versión de él. O, más frecuentem­ente –casualidad o no–, de ella. Lo mismo ocurre, por irnos a otra red social y a otra actitud, con los comentario­s faltones en Twitter, que no son pocos. En el reino de la cantidad en el que vivimos, donde lo cuantitati­vo siempre parece más relevante que lo cualitativ­o, esto tiene sus riesgos. Porque en el principado del zasca, al faltón siempre se le aplaude más que al que argumenta, así que acaba creyendo que la suya es una actitud no solo válida, sino superior. Y porque las fotos en las que menos ropa se usa son las que más likes tienen, lo sé por experienci­a. Así, es sencillo que una, sobre todo si es muy joven, acabe creyendo que su valor se reduce a su atractivo sexual, que ha de mostrar ante todos y en todo momento. Y esto también lo sé por experienci­a. Por experienci­a aprendí también después de ir a la Moncloa que cuando más inciden las redes en la realidad es cuando alguien las intenta utilizar como canal para hacerte daño. Cuando llegan –y para que lleguen no hace falta tener muchos seguidores ni hablar ante el presidente del Gobierno– los haters. Lidiar con que te insulten, te difamen o conviertan tu persona, tu vida e incluso la de tu familia en objeto de juicio o burla es unas veces más fácil que otras. Si tienes un poco de capacidad de autoparodi­a, te ríes a ratos, pero otros no. Si sabes que es un problema que, normalment­e, se soluciona desinstala­ndo un par de aplicacion­es, tienes mucho ganado. Pero solo si empiezas a imaginarte las vidas y, sobre todo, las noches y las sesiones de terapia de aquellos que emplean su tiempo en intentar hacer daño a otros en redes, habrás descubiert­o la verdad: que en su pecado también llevan su penitencia. Que bastante tienen con aguantarse a sí mismos. Que, por volver a la dialéctica pecaminosa, hay que odiar el pecado pero amar al pecador. Así que nunca, y por mucho que te cueste, les pagues con su misma moneda. Porque el daño no se lo estarás haciendo a ellos sino a ti mismo. Reflexiona­r sobre todo esto no te va a salvar de comparar tus vacaciones en Águilas, Murcia, con las de tu compañera de curro en Bali. No te va a hacer dejar de sentir que algo estarás haciendo mal porque eres caderona pero tienes piel de naranja. No te va a librar de estar tentado de reírte de quien toque reírse en Twitter esa semana o de preocupart­e por cómo va a afectarle Instagram a tu prima, que tiene once años y se lo acaba de abrir. Tampoco de que te duela que llegue –porque a veces llega– quien utilice las redes para atacarte. Así que si no eres capaz de aceptar que Twitter, Instagram, TikTok y similares son un poco como El club de la lucha, un lugar en el cual uno acepta unas reglas que pueden hacerle polvo, no olvides que no son obligatori­as. Durante los días en que fui trending topic, era abrir Twitter y ver cómo centenares de personas andaban opinando sobre mí. Pero bastaba con apagar el móvil para que desapareci­eran.

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