Reparad la pirotecnia
Mediterráneo, me dicen, y la palabra se enciende rápidamente como una bengala dentro de mi cabeza, con sus chispas a borbotones, fragmentos fugaces de luz que te hipnotizan y a veces te queman; los recuerdos, digo.
Mediterráneo, me dicen. ¡Como si solo hubiera uno! Pero no. Está, por ejemplo ese Mediterráneo voraz que sale en los anuncios de cerveza y que devora todos los tópicos que encuentra a su paso: los azules, las playas, el agua cristalina que no conoce las algas, las sonrisas –dientes ortodónticamente sometidos, un ejército blanco formando dentro de cada boca publicitaria–, la juventud turgente (y alguna anciana de mirada benévola para disimular el sesgo), el calor que desprenden la arena y los cuerpos (menos el de la anciana, claro: no vayamos a fomentar la idea de una senectud sexualmente activa), las nalgas, los bíceps, los pechos, todo domesticado y subliminalmente tórrido, esa indolencia dichosa, bailar al son de una guitarra vieja rayando la inverosimilitud (la realidad siempre supera la ficción, pero la publicidad lo supera todo). Ese vivir achicharrados de felicidad.
No, ese Mediterráneo no es de los míos. Será porque no me gusta la cerveza. O por eso que decía Umbral: que los tópicos son verdades mineralizadas por los imbéciles.
En los míos a veces llueve. O no, no es lluvia, es un repentino diluvio universal, en el que las gotas no caen, sino que son arrojadas contra el suelo con tanta violencia que forman burbujas efímeras: parece que el suelo esté hirviendo. Es cuando salen a pasear las lombrices interminables y los caracoles; de pequeña los cogía y los torturaba tocándoles lo que creía que eran antenas para contemplar una y otra vez como las encogían. Ahora sé que no son antenas: son ojos. Sí, soy la niña que se pasaba las tardes de tormenta metiendo el dedo en los ojos de los caracoles.
Mis noches mediterráneas tampoco son de anuncio: no hay polvos urgentes sobre la arena (esa arena que se mete siempre por donde no debe y acabas por aparearte con una piedra pómez). No, mis noches están pobladas de la verborrea de los grillos que no se callan jamás (pero, ¿qué dicen, los condenados?) y de horas vigilando el firmamento para ver las Leónidas y pedirles deseos incumplibles. Las estrellas son como sal esparcida sobre un mantel negro. El Big Bang fue eso, quizás: un salero explosionando.
En mis mediterráneos a veces soy pequeña y voy en barca con mi padre; mi madre se queda en casa, demasiados hijos, demasiado trabajo y demasiado liberador el rato de estar sola en el hogar sin toda la gente que le ha salido de la entrepierna y sin el hombre que, a pesar de tener mentalidad de contable, no obedece a la contabilidad menstrual. Pescamos. Es frustrante: la alegría inicial del pez en el anzuelo contrasta demasiado con la decepción del momento en que horas después mi madre me sirve un pescadito esmirriado. Demasiada espina para tan poco alimento. Yo quiero pescar merluzas. Después, me paso toda la vida persiguiendo merluzas existenciales.
Lo mejor de esas excursiones en barca es apuntalarse en la popa como un mascarón y esperar con los ojos cerrados los fuegos artificiales de agua que te rocían cada vez que la quilla desgarra una ola. La superficie del mar parece la piel de un brontosaurio en movimiento. El mar es sin duda mi animal mitológico preferido.
Pero también en el mar llueve y aparecen bancos de niebla para aterrorizarnos: recuerdo volver hacia el puerto, todos callados, ciegos de niebla y de miedo.
Tengo otro mediterráneo hecho de hojas, ramas y clorofila, sobre todo agaves (son una explosión de verde a cámara lenta) y pinos que, subyugados por el viento del norte, hacen reverencias. En otoño, en esos mismos bosques, busco níscalos entre la hierba: los corto por el pie y sangran como animales. Mi navaja manchada parece la de un asesino.
En mi cabeza también conviven mediterráneos de primavera saturados de color y de estornudos alérgicos. Son paisajes para anunciar televisores 4K: las amapolas insolentemente rojas, los campos verdes y dorados ondeando como melenas de gigantas dormidas, la floración blanca y rosácea del manzano tan repentina y aparatosa como el acné de un adolescente. Mariposas que pululan: la reina, la limonera, la marmórea. De pequeña las cazo y un amigo de la familia las diseca; las clava en un tablero con una aguja y les inyecta alcohol para inmortalizarlas. Mariposas muertas inmortales. Luego ya solo las cazo cuando el sádico no ronda por casa.
Caracoles, pececitos, navajas ensangrentadas, mariposas. Quizás la sádica sea yo.
Y en invierno, el mediterráneo no desaparece: sigue ahí, oculto bajo el manto del frío, hibernando, con un azul adulterado, melancólicamente grisáceo, opaco. Mudo.
Mediterránea es también la ciudad donde me crie. Barcelona. En los ochenta, la ciudad estaba enfadada con el mar. Desde el balcón de mi casa lo veía a lo lejos; era más un decorado que un mar de verdad hecho de agua, no se parecía en nada al otro, el de las barcas y los anuncios; era un mar imbañable. Luego, cuando se reconciliaron, acudimos en tropel a conquistar nuestras arenas perdidas, pero el agua es turbia y la arena sucia.
Dándole vueltas a mis mediterráneos, de golpe se me imponen los fuegos artificiales de la noche de San Juan que marcan el inicio del verano. Hogueras ardiendo, pólvora, estampidos. Quemarlo todo para empezar de cero cada junio. Y se me ocurre que es la idea de explosión lo que aglutina mi mediterráneo: el mar rompiéndose en mil pedazos cada vez que una ola se estrella, las detonaciones cromáticas, el paisaje del Big Bang acechando sobre nuestras cabezas, la floración explosiva, adolescencias estallando en una noche de calimochos repugnantes, matrimonios bombardeados de tedio, todo va y viene como las olas mientras de fondo escuchamos la banda sonora del mar que no cesa jamás.
La bengala sigue quemando, pero mis mediterráneos no caben en mil palabras. David Foster Wallace dijo que el mar es una máquina inmensa de corrosión. La vida también lo es. Así que preparad la pirotecnia.