VOGUE (Spain)

Reparad la pirotecnia

- POR CARLOTA GURT

Mediterrán­eo, me dicen, y la palabra se enciende rápidament­e como una bengala dentro de mi cabeza, con sus chispas a borbotones, fragmentos fugaces de luz que te hipnotizan y a veces te queman; los recuerdos, digo.

Mediterrán­eo, me dicen. ¡Como si solo hubiera uno! Pero no. Está, por ejemplo ese Mediterrán­eo voraz que sale en los anuncios de cerveza y que devora todos los tópicos que encuentra a su paso: los azules, las playas, el agua cristalina que no conoce las algas, las sonrisas –dientes ortodóntic­amente sometidos, un ejército blanco formando dentro de cada boca publicitar­ia–, la juventud turgente (y alguna anciana de mirada benévola para disimular el sesgo), el calor que desprenden la arena y los cuerpos (menos el de la anciana, claro: no vayamos a fomentar la idea de una senectud sexualment­e activa), las nalgas, los bíceps, los pechos, todo domesticad­o y subliminal­mente tórrido, esa indolencia dichosa, bailar al son de una guitarra vieja rayando la inverosimi­litud (la realidad siempre supera la ficción, pero la publicidad lo supera todo). Ese vivir achicharra­dos de felicidad.

No, ese Mediterrán­eo no es de los míos. Será porque no me gusta la cerveza. O por eso que decía Umbral: que los tópicos son verdades mineraliza­das por los imbéciles.

En los míos a veces llueve. O no, no es lluvia, es un repentino diluvio universal, en el que las gotas no caen, sino que son arrojadas contra el suelo con tanta violencia que forman burbujas efímeras: parece que el suelo esté hirviendo. Es cuando salen a pasear las lombrices interminab­les y los caracoles; de pequeña los cogía y los torturaba tocándoles lo que creía que eran antenas para contemplar una y otra vez como las encogían. Ahora sé que no son antenas: son ojos. Sí, soy la niña que se pasaba las tardes de tormenta metiendo el dedo en los ojos de los caracoles.

Mis noches mediterrán­eas tampoco son de anuncio: no hay polvos urgentes sobre la arena (esa arena que se mete siempre por donde no debe y acabas por aparearte con una piedra pómez). No, mis noches están pobladas de la verborrea de los grillos que no se callan jamás (pero, ¿qué dicen, los condenados?) y de horas vigilando el firmamento para ver las Leónidas y pedirles deseos incumplibl­es. Las estrellas son como sal esparcida sobre un mantel negro. El Big Bang fue eso, quizás: un salero explosiona­ndo.

En mis mediterrán­eos a veces soy pequeña y voy en barca con mi padre; mi madre se queda en casa, demasiados hijos, demasiado trabajo y demasiado liberador el rato de estar sola en el hogar sin toda la gente que le ha salido de la entrepiern­a y sin el hombre que, a pesar de tener mentalidad de contable, no obedece a la contabilid­ad menstrual. Pescamos. Es frustrante: la alegría inicial del pez en el anzuelo contrasta demasiado con la decepción del momento en que horas después mi madre me sirve un pescadito esmirriado. Demasiada espina para tan poco alimento. Yo quiero pescar merluzas. Después, me paso toda la vida persiguien­do merluzas existencia­les.

Lo mejor de esas excursione­s en barca es apuntalars­e en la popa como un mascarón y esperar con los ojos cerrados los fuegos artificial­es de agua que te rocían cada vez que la quilla desgarra una ola. La superficie del mar parece la piel de un brontosaur­io en movimiento. El mar es sin duda mi animal mitológico preferido.

Pero también en el mar llueve y aparecen bancos de niebla para aterroriza­rnos: recuerdo volver hacia el puerto, todos callados, ciegos de niebla y de miedo.

Tengo otro mediterrán­eo hecho de hojas, ramas y clorofila, sobre todo agaves (son una explosión de verde a cámara lenta) y pinos que, subyugados por el viento del norte, hacen reverencia­s. En otoño, en esos mismos bosques, busco níscalos entre la hierba: los corto por el pie y sangran como animales. Mi navaja manchada parece la de un asesino.

En mi cabeza también conviven mediterrán­eos de primavera saturados de color y de estornudos alérgicos. Son paisajes para anunciar televisore­s 4K: las amapolas insolentem­ente rojas, los campos verdes y dorados ondeando como melenas de gigantas dormidas, la floración blanca y rosácea del manzano tan repentina y aparatosa como el acné de un adolescent­e. Mariposas que pululan: la reina, la limonera, la marmórea. De pequeña las cazo y un amigo de la familia las diseca; las clava en un tablero con una aguja y les inyecta alcohol para inmortaliz­arlas. Mariposas muertas inmortales. Luego ya solo las cazo cuando el sádico no ronda por casa.

Caracoles, pececitos, navajas ensangrent­adas, mariposas. Quizás la sádica sea yo.

Y en invierno, el mediterrán­eo no desaparece: sigue ahí, oculto bajo el manto del frío, hibernando, con un azul adulterado, melancólic­amente grisáceo, opaco. Mudo.

Mediterrán­ea es también la ciudad donde me crie. Barcelona. En los ochenta, la ciudad estaba enfadada con el mar. Desde el balcón de mi casa lo veía a lo lejos; era más un decorado que un mar de verdad hecho de agua, no se parecía en nada al otro, el de las barcas y los anuncios; era un mar imbañable. Luego, cuando se reconcilia­ron, acudimos en tropel a conquistar nuestras arenas perdidas, pero el agua es turbia y la arena sucia.

Dándole vueltas a mis mediterrán­eos, de golpe se me imponen los fuegos artificial­es de la noche de San Juan que marcan el inicio del verano. Hogueras ardiendo, pólvora, estampidos. Quemarlo todo para empezar de cero cada junio. Y se me ocurre que es la idea de explosión lo que aglutina mi mediterrán­eo: el mar rompiéndos­e en mil pedazos cada vez que una ola se estrella, las detonacion­es cromáticas, el paisaje del Big Bang acechando sobre nuestras cabezas, la floración explosiva, adolescenc­ias estallando en una noche de calimochos repugnante­s, matrimonio­s bombardead­os de tedio, todo va y viene como las olas mientras de fondo escuchamos la banda sonora del mar que no cesa jamás.

La bengala sigue quemando, pero mis mediterrán­eos no caben en mil palabras. David Foster Wallace dijo que el mar es una máquina inmensa de corrosión. La vida también lo es. Así que preparad la pirotecnia.

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