Un viaje por el singular mundo de la JOYERÍA
Desde su nacimiento en los años 90, la misión de UNOde50 ha sido la de poner patas arriba el mundo de la joyería. Hechas en España, únicas y creativas, cada una de las piezas de UNOde50 cuenta una historia que merece la pena conocer. Para ello, la marca organizó una jornada en la que invitó a algunas de sus compradoras más eles a conocer todos sus diseños, desde los iconos que siempre han caracterizado a la rma a su última colección, Identity, una vuelta a las raíces de la rma nacida en Madrid. Esta colección es sinónimo de joyas orgánicas, llenas de detalles, con mucha fuerza, personalidad y pensada para mujeres y hombres de lo más atrevidos. En esta ocasión, UNOde50 contó con la experiencia de la estilista Ana Casasnovas, que ofreció a los presentes una clase magistral sobre cómo combinar sus joyas favoritas de la marca. “Lo que más me gusta de las joyas de UNOde50 es que tienen opciones para amantes del oro y también de la plata, dos apuestas que también se pueden combinar para romper el mayor tabú de nuestros joyeros”, confesó la estilista. Después de conocer los consejos de la experta para elevar nuestros looks jugando con pulseras, collares, pendientes y anillos, los presentes tuvieron la oportunidad de conocer la galería de arte que se encuentra en la tienda de UNOde50 ubicada en pleno corazón de Madrid. Moda, joyas, arte, aperitivos… No se puede pedir más ✤
amplias familias polígamas africanas), empezó a hacer vestidos para las señoras de allí. Tenía un ojo increíble para el color y, según fue perfeccionando sus habilidades, un gran talento para entallar las siluetas. A los 17, mi madre reunió sus mejores muestras y viajó desde su pueblo hasta Accra, la capital, para intentar conseguir plaza en una escuela técnica. En la entrevista le dijeron que ni se molestara –ya sabía en cualquier caso todo lo que podían enseñarle–. De modo que recogió sus cosas y se trasladó al norte de Ghana, aún adolescente, a la zona del Sahel –mucho más musulmana en relación con la costa, de creencias cristianas–, para abrir un negocio como modista. Allí es donde conoció a mi padre.
No puedo imaginarme a mi padre, el comandante Crosby Enninful, dedicándose a otra cosa que no fuera ser militar, con su riguroso autoritarismo y su devoción por el orden. En la época en que yo nací, al final del seco invierno africano de 1972, quinto de seis hijos, el ejército ghanés era uno de los más poderosos de toda África y ofrecía una reputada carrera. Los oficiales llevaban vidas estables de clase media, con casa en las bases militares –vivimos primero en la base de Takoradi, después en Tema– y cobraban lo suficiente como para garantizarle a sus hijos una buena educación y la oportunidad de prosperar.
Los deberes militares de mi padre hacían que estuviese poco en casa. Tan severo como los trajes negros que llevaba cuando se quitaba el uniforme, aparecía, nos tiranizaba y se iba. Se ensañaba con mi hermano mayor, Crosby, bautizado con su nombre, que era un mal chico y que fumaba (a día de hoy, pastor anglicano). Mina vino detrás, una copia en pequeño de mi madre de belleza radiante: cariñosa, gentil y buena. El siguiente es Luther, que era mi héroe absoluto, tan arrollador y tan guapo, con el mismo carisma contagioso que tenía Crosby. Luego, Kenneth, listísimo y estudioso, pero también un as de los deportes, el vivo retrato del éxito desde una edad temprana. El favorito de mi padre, siempre quiso ser médico, pero una enfermedad le privó de terminar sus estudios. Hoy vive en Ghana, felizmente emparejado con una mujer de fuerte fervor religioso. La auténtica niña de nuestros ojos era nuestra hermana Akua, tenaz y terca tanto o más que este último (antes de dejar de trabajar por mi cuenta para convertirme en editor de Vogue, Akua era mi agente. Por algo la elegí).
Él –mi padre– era la fuente de nuestros mayores miedos cuando éramos críos, y el rechazo que yo sentía en particular –por ser más tímido, artístico y sensible que mis hermanos– hizo que no desarrolláramos ningún vínculo afectivo hasta mucho después. No es solo que, a mi parecer, no me entendiese: sentía que me despreciaba activamente. Incluso siendo muy joven, cuando aún carecía del lenguaje con que poder explicarlo, siempre hubo esa tensión entre la naturalidad con que yo quería comportarme y las maneras que mi padre consideraba apropiadas. Aprendí a pasar revista a mi propio instinto cuando lo tenía cerca, aunque por suerte no llegué a interiorizar su desaprobación hasta el punto de aniquilar completamente mi espíritu. Simplemente, aprendí a ocultar.
Pasaba todo el tiempo que podía en el taller de mi madre, donde confeccionaba vestidos y trajes para actrices, damas de la alta sociedad y esposas de diplomáticos y líderes de Estado. De 1972 a 1978, el presidente era Ignatius Acheampong y su mujer, una de las mejores clientas de mi madre. Iba con ella a las pruebas en el palacio presidencial, con sus altos muros de piedra y su aire acondicionado a todo trapo. Le gustaba que la ayudase, porque sabía guardar silencio y portarme bien. Además, le gustaba que me interesase por lo que hacía. Tenía cuadernos llenos de bocetos o trabajaba a menudo en hojas sueltas, dividiendo el folio en nueve cuadrados y dibujando un look distinto en cada uno. Yo la imitaba todo el tiempo y lo sigo haciendo ahora, cuando lanzo ideas para un editorial de varias páginas: cojo una hoja de papel y lleno también con dibujos esos mismos nueve cuadrados.
En su taller descubrí cómo funciona de verdad la moda. Mi madre era discreta con sus clientas, callada y tímida. Les enseñaba las telas, les tomaba medidas y juntas se decidían por una idea. Cuando acudían a las pruebas, o ella las visitaba a domicilio, allí estaba yo, igual de callado y serio, para ayudar a mi madre a subirles la cremallera. Aprendí a abrochar un corchete sin darle un zarpazo a nadie y cómo funciona técnicamente la ropa en el cuerpo de una mujer. Mi madre me sirvió de modelo para saber cómo hablar de ropa con las mujeres y trabajar con ellas para dar con ideas nuevas. Aprendí a reconocer por la expresión facial cuando una mujer se mira con un vestido nuevo y lo que ve le parece precioso. También a saber cuándo no está contenta del todo. Imagina lo útil que es eso para un estilista. A día de hoy, basta con que Rihanna o Taylor Swift muevan un milímetro de su rostro para que yo sepa si lo aman o lo odian.
Las experiencias del taller me sublimaban: los colores, la amorosa atención de mi madre y su equipo. Encendían mi imaginación. Solía sentarme debajo de la mesa de corte de mi madre, rodeado de retales de tela encerada y, como ella, llenaba mis propios cuadernos de señoras con elaborados vestidos. Imposible imaginar entonces que haría carrera en la moda, jamás se me ocurrió hasta muchos años después que fuera siquiera una opción. En Tema, una de mis tías regentaba una peluquería llamada Dolly Dots. Adoraba a mi tía y me sentía como en casa en aquel espacio tan femenino, pero no iba a allí por el pelo. Iba por las revistas. Todos los meses le llegaban Ebony, Jet y Time. Conseguir prensa de Estados Unidos era lo más en Ghana. Devoraba las fotos de Diana Ross, de Jayne Kennedy, de Donna Summer y de la modelo somalí Iman. De todas estas fantásticas diosas negras en escenarios de fábula, o con looks de oficina, o en la playa, mirando fijamente a la cámara. Sentía que sus ojos conectaban con los míos, como si me estuviesen mirando a mí. Dibujaba bocetos de ellas con vestidos asimétricos de un solo hombro, el pelo revuelto y tacones cuadrados. Cuando podía, me llevaba las revistas a casa como si fueran preciadas joyas para compartirlas con mis hermanos. Mucho más adelante, después de que yo empezara a trabajar en i-D, más hermanos míos acabaron dedicándose a la moda. Aunque solo Akua y yo seguimos en el oficio, me gusta pensar que somos como una pequeña tribu, unidos por la sensibilidad hacia la ropa y el estilo que nos traspasó mi madre. Nunca me he sentido un líder dentro de la familia, aunque supongo que lo fui.
En 1978, el presidente Acheampong, que también había llegado al poder mediante un golpe de Estado, cayó ante la sublevación de Frederick Akuffo, jefe de sus fuerzas armadas. Menos de un año después, Jerry Rawlings, un teniente del ejército del aire con una marcada vena reformista, destituyó a Akuffo, que acabó pronto ejecutado. La corrupción se había instalado en el país desde antes de que la Costa de Oro se convirtiera en Ghana y bombardear constantemente con el asunto era una manera fácil de que líderes populistas como Rawlings ganasen apoyo. Durante dos
años, gobernó un gabinete civil de políticas moderadas hasta que Rawlings volvió a mover ficha y asumió el poder del país en 1981. Empezó a quedar claro, poco a poco, que allí ya no estábamos seguros. Con tantos golpes de Estado, la gente pertenecía por naturaleza a diferentes bandos políticos y nuestra familia no estaba en el de Rawlings. Con eso bastaba. Un primo de mi padre, el coronel Joseph Enninful, había presidido en 1979 el juicio militar que condenó a Rawlings por amotinarse. Rawlings escapó de la justicia y, unos meses después, algunos de sus partidarios se presentaron en su casa y lo mataron a tiros a él y a su esposa. Cuando ocurrió, nos llamaron a casa. Al principio creíamos que se trataba de mi padre y pasamos terror hasta que supimos de él. Por la misma época, ejecutaron a los padres de dos amigos del colegio de Mina. De buenas a primeras, no nos dejaban jugar tanto rato fuera. De todos modos, a mí me daba pánico salir y me entretenía en mi pequeño mundo del atelier. También fue un infierno para los chavales mayores. Cualquiera que a simple vista viviese demasiado bien estaba enseguida bajo sospecha. La tensión en las calles se convirtió en algo todavía más aterrador: ya nadie sabía quién era amigo y quién no. La situación se fue cocinando a fuego lento hasta que estalló y mi padre se despidió de repente y se marchó a Inglaterra. Al principio pensé que nos había abandonado, porque no entendía la problemática y nadie hablaba con los niños de estas cosas. Y un buen día, quizá dos meses después de aquello, Kenneth y yo volvimos del colegio y nos encontramos a todos saltando emocionados. “¡Nos vamos a Londres!”. ¿Londres? ¿De dónde eran todas las estrellas del pop? ¡Alucinante!
En el impás que hubo entre que mi padre salió de Ghana y el reencuentro con él en Londres, se había estado alojando en una pequeña residencia en Lancaster Gate –no muy lejos de donde vivo ahora con Alec, mi marido– y haciendo lo posible por garantizar que viajásemos sin peligro. Pese a mi medio de vida, el apartamento que comparto hoy día con Alec guarda una austeridad muy parecida a la que reinaba en la casa con apenas muebles en la que vivíamos en Tema, donde el televisor contaba como decoración. A veces, cuando me siento en el despacho de casa a las 6 de la mañana a examinar en el ordenador unas fotografías nuevas que me acaban de llegar, o ando mano a mano en el set con el fotógrafo y la modelo estrella pasada la medianoche porque todavía nos quedan por disparar tres looks, me siento completamente satisfecho. A los ojos aburguesados de Occidente, probablemente exceda el justo medio: trabajo de más a costa de mi vida personal; tengo que poner límites, y todo eso. Pero nunca he entendido el trabajo y la vida por separado. No es lo que me inculcaron. Mis padres fueron ambos muy trabajadores; el trabajo era el centro de sus vidas. Pese a hacerse cargo de seis hijos e infinitos familiares, nadie pasó hambre. Y soy digno hijo de mis padres desde el día en que nací.
“Aprendí de MI MADRE cómo hablar de ropa con las mujeres. JAMÁS IMAGINÉ que haría carrera en la MODA”.