CONCEDERSE UNA TREGUA
La mañana en la que perdí mi trabajo recuerdo que salí de la reunión en la que me despidieron y me senté en las escaleras de emergencia con la cara blanca. En esas mismas escaleras había llorado varias veces por distintos motivos, todos relacionados con ese trabajo y con la sensación recurrente de que, entre esas cuatro paredes, todo mi valor como ser humano estaba profundamente ligado a mi producción y mi rendimiento. Pasé varios minutos encogida y aterrorizada, en esas escaleras. Luego me miré las manos y una repentina e inesperada sensación de alivio me bañó de la cabeza a los pies. Era libre, de pronto. Había sido liberada.
Sigo en Internet a escritoras y periodistas que me gustan. No se parecen mucho entre ellas, pero todas tienen algo en común: usan las redes sociales como si fueran una extensión de su o cio o un escaparate desde el que le muestran a su público que nunca paran de trabajar. Producen y rinden, ergo existen. Comparten un nuevo artículo cada día, una nueva entrevista, una presentación más de un nuevo libro en una nueva ciudad, un coloquio allí, un podcast allá. Me abruma comprobar que todos hemos interiorizado de alguna forma que debemos monetizar cada minuto del día. Si no hacemos nada, no podemos compartir eso que estamos haciendo, y si no compartimos lo que hacemos no existimos. Dejar de existir, desaparecer de la rueda, equivale a la muerte.
Perseguimos sentirnos realizados pero no terminamos de tener claro en qué consiste esa realización, ¿en convertir todos los aspectos de nuestras vidas en tareas que ir tachando de una lista? Optimizar hasta los pasos que damos desde que salimos de la cama hasta que volvemos a ella, para tener contentos a nuestros relojes inteligentes. Tenga aquí una grá ca sobre sus ciclos del sueño durante este último mes. Las escritoras y las periodistas que me gustan hablan mucho sobre cómo el capitalismo y el sistema neoliberal han devorado nuestras vidas y sobre la normalización del consumo de ansiolíticos y antidepresivos como golosinas para poder seguir operando en un mundo que se nos está llevando a todos por delante porque lo único que no puede dejar de funcionar es la rueda, aunque sea a costa de nuestras vidas. Todas gravitan alrededor de una realidad que me deprime en ocasiones: la crítica al trabajo se ha convertido en un trabajo más.
Lo sé bien porque durante un tiempo yo hice lo mismo: pasé varios meses hablando de que como sociedad teníamos que parar por nuestro propio bien. Yo no paraba, eso sí. Mis propias ideas y palabras me perseguían por un pasillo largo, estrecho y oscuro y me pedían explicaciones cuando llegaba de la o cina y me sentaba en la mesa de mi salón para seguir trabajando en aquello con lo que solía fantasear desde bien pequeña. Siempre había querido escribir, y ahora tenía la oportunidad de hacerlo. ¿Cómo iba a dejarlo? Comencé a aceptar plazos de entrega as xiantes, cantidades de dinero irrisorias, a asistir a reuniones de las que no sacaba nada en claro y a encadenar proyecto tras proyecto, incapaz de decir que no por el miedo al momento en el que dejasen de proponérmelos. Si no generaba contenido desaparecería en un abrir y cerrar de ojos del minúsculo mapa en el que me había pintado y todo el mundo se olvidaría de mí. Para que alguien te proponga participar en algo tiene que verte participando en otras cosas. Me convertí en mi principal explotadora porque consideré que para serme útil a mí misma y realizarme en aquello que me llenaba el pecho de satisfacción no podía descansar ni un solo momento.
Los lunes, miércoles y viernes frecuento un gimnasio regentado por dos hermanas, Marta y Laura. Algunas veces cerramos los entrenamientos con una sesión de relajación de unos cinco minutos. En esas sesiones, el entrenador o la entrenadora nos pide que cerremos los ojos y nos visualicemos en un lugar tranquilo. Yo suelo imaginarme que soy un tronco que ota en el mar sin ningún tipo de propósito. Me muevo hacia delante y hacia atrás, mecida por el agua del Atlántico con el sol sobre mi cuerpo de madera. No tengo obligaciones ni nada pendiente, solo oto.
Con los meses he aprendido a atesorar esos cinco minutos en los que me estiro en el suelo y cruzo las manos sobre mi pecho. Nadie espera nada de mí, solo quieren que me relaje y descanse. Suena utópico. Una vez nuestras pulsaciones bajan, todas las mujeres que coincidimos en el entrenamiento nos miramos sonriendo con las caras rojas. Inmediatamente después comienza la carrera. Ducha, cambio de ropa, vuelta a la rueda. Digo rueda porque de vez en cuando tengo la sensación de que la vida consiste en correr y girar y girar y girar en un bucle que comienza cuando suena el despertador. Giran la Tierra, el Sol y la Luna, y nosotros con ellos. Apenas terminamos de ver lo que tenemos delante pasamos a buscar la siguiente pantalla ante la que saltar, siempre en movimiento. No creo que la solución a todo esto sea fácil. De entrada, no conozco a nadie que pueda permitirse apagarlo todo y desaparecer. Quizá lo que sí podamos hacer es resistir en la medida de lo posible y salir de ese bucle en el que todo lo que nos rodea pelea por conseguir captar nuestra atención.
No sabría señalar el momento exacto en el que decidí parar, solo sé que lo hice. Me he concedido una tregua, un espacio en el que sentarme para tomar aire de verdad. Inspirar hasta que mis pulmones se llenen de aire todo lo posible, espirar con calma, siendo consciente de mí misma y de cómo esa respiración hace que a oje la mandíbula, las manos y las piernas. Cierro los ojos y me visualizo en un lugar tranquilo. No tengo plazos de entrega imposibles ni la necesidad de dedicarme a actividades que sean extraordinarias o productivas. Puedo regar mis plantas, observar el movimiento de las olas del mar y sentirme minúscula en comparación con el océano. Puedo dar un paseo sin contar mis pasos. Ninguna de estas actividades me hacen ser más rentable ni más productiva, pero sí me hacen ser feliz. No es un mal lugar desde el que empezar.