VOGUE (Spain)

EL TIEMPO ES RELATIVO

- Por Gabriela Consuegra

Si te detienes a pensarlo, es un concepto alucinante. La mudanza. La posibilida­d de empaquetar la existencia en cajas. Y hacerla caber, de manera corpórea y simbólica, en un espacio determinad­o. Ver los fragmentos de nuestra vida, deconstrui­r la cotidianid­ad. Por eso, no dejo que me ayude, le digo al chico que me espere, que ya lo hago yo, y él se encoge de hombros y se sienta en el asiento del conductor de su furgoneta blanca.

Sostengo con fuerza mis cajas porque son la vida que conozco, pero, sobre todo, la vida que recuerdo. Las sujeto con tanta fuerza que sería difícil determinar con claridad quién se aferra a qué, qué no deja caer a quién. Las llevo una por una. No las apilo. Me tomo mi tiempo.

Tengo la sensación de que aparecen más y más, como si alguien pusiera una nueva cada vez que me doy la vuelta. Supongo que siempre pasa igual. La impresión del que se muda suele ser la misma: ‘¿De dónde ha salido todo esto?’. Te parece que tu piso era un lugar muy pequeño para albergar aquello. Pero ahora pienso que, tal vez, no sean los objetos los que se multiplica­n. Tal vez sean las memorias. Puede que sea eso lo que me pesa, lo que me cuesta tanto cargar. El sudor me resbala por la frente mientras el chico me observa desde la furgoneta y mira el reloj.

Una mudanza requiere poner en marcha un proceso de selección delicado. Como un trasplante, implica una reconstruc­ción. Digamos que algo se rompe y hay que intentar volver a acoplar las partes, hay que cerrar la herida y cuidar la cicatriz con la que, a partir de entonces, tendremos que convivir. Y tanto.

Algunos días, cuando se despierta de noche para buscar agua, mi hermana se golpea el dedo meñique del pie con una mesita que está en la mitad del pasillo; su cabeza está en una casa situada a 6.500 kilómetros de aquí. Siete años después de empaquetar mi vida por primera vez y hacer un viaje transoceán­ico, yo sigo despertánd­ome para buscar en mi biblioteca algún libro o una edición en concreto. Luego, constato a mi pesar que no está, que se quedó en aquella otra existencia, y tengo que volver a la cama con ese sutil escozor, con esa especie de incredulid­ad que vacila. Los recuerdos son un miembro fantasma.

Mudarse también supone aprender a habitar nuestras ausencias. Cualquiera que lo haya hecho lo sabe: que no hay mudanza sin pérdida. Si cierras los ojos y lo piensas, vas a verlo: una foto enterrada debajo de la nevera, un juguete detrás de una estantería, alguna prenda en el fondo de un cajón olvidado, un jarrón o un plato roto, un anillo debajo de la cómoda del baño. ¿Nunca vuelven a tu cabeza esos objetos perdidos?

Antes de cerrar las puertas, me aseguro de que todas las cajas están bien dispuestas en el interior de la furgoneta. Cuando por

n las veo ocupar apenas la mitad del espacio, me parece mentira que todo quepa ahí. Esa es la contrapart­e, el reverso, a veces tardío, que experiment­a el que se muda. Es una especie de sutil abatimient­o: ‘¿Esto es todo?’. Una cruel premonició­n. No pronuncio palabra, pero, en cambio, lo que mi madre llama “la boca del estómago” me comienza a arder, comienza a hablar, y a mí se me agolpa la tristeza en la nariz, como me pasa siempre que estoy a punto de ponerme a llorar.

Nunca he sido buena para entender las abreviatur­as. Por eso, a veces tardo más que la media cuando busco un vuelo en la pantalla de un aeropuerto, y si leo “ia” pasan unos segundos antes de que asocie su signi cado con “familia”. En la escuela, no hubo manera de que entendiera fracciones y no aprendí a leer la hora hasta que mi padre murió y comencé a usar su reloj de pulsera. Y la verdad es que ni siquiera entonces. Yo veo en esas reduccione­s algo sombrío, en mi cabeza no generan una síntesis sino una condensaci­ón.

Cuando me entregaron sus cenizas, las de papá, tuve una impresión parecida: sesenta años y un padre en esa cajita. ¿Por dónde comienza uno a entenderlo? Y hay algo en esta mudanza que me recuerda a ese momento, a esa sensación de que el mundo no puede caber en mis manos. Supongo que esta furgoneta, como aquella caja, también reduce la vida, la mía, a su mínima expresión. Pero solo yo sé que ahí está el sonido del despertado­r que silenciaré de forma mecánica al amanecer y que volveré a programar cada noche; el olor del café por las mañanas y la taza que acunaré entre mis palmas para beberlo; el interior de los portarretr­atos que voy a contemplar todas las tardes, las canciones que sonarán por la noche con una vela encendida, y el olor de la cera quemada cuando la apague antes de dormir.

Me acomodo en el asiento del copiloto y abrazo entre mis piernas una maceta en la que crece la única planta que tengo: peperomia postrata o hierba linda. El chico pone el motor en marcha y me dice que en 25 minutos habremos llegado. También me pregunta que si se me ha hecho cuesta arriba lo de mover las cajas. “Ya si te ayudaba yo, quedaba hecho en dos minutos”, dice. Le sonrío, le agradezco y le aseguro que para mí ha estado bien. Yo sé que dos minutos no son su cientes para dejar atrás mi casa, con sus días y sus noches, con el corcho de una botella atravesand­o el salón como si fuera una estrella fugaz. Dos minutos no son su cientes para dejar atrás la ilusión de una pareja que ya no existe, o el sonido del teléfono y esa voz que me advirtió: “Tienes que pillar el próximo vuelo: papá se muere”. El tiempo es relativo.

Cuando tenemos que irnos de lugares, objetos o personas, se pone en marcha un reloj diferente para el que avanza. Y ya nunca vuelve a ser el mismo, o no del todo. Por eso, el reloj del chico que conduce y el mío no son iguales. Por eso, tras la muerte de mi padre, a medida que pasaban los días y después los meses, me aterraba el “¿cómo estás?” que escuchaba cuando llegaba a cualquier parte. Porque ese “¿cómo estás?” en realidad escondía un “¿ya estás bien?”. Pero no, porque a mí los minutos me pasaban a un ritmo diferente, ni rápido, ni lento: elástico. Como cuando era niña y, desde la parte de atrás del coche, le preguntaba a papá “cuánto falta” y el me respondía “falta poco”. Pero papá ya no estaba para responderm­e y mientras más intentaba comprimir el tiempo, el amor y el dolor, más se hinchaba mi memoria. Porque –ahora lo entiendo– el duelo es una in amación.

Al principio, el tiempo me obsesionó. Lo buscaba en la muñeca de todos, pero no me encontraba en ninguno. La vida continuó y yo no supe seguir con ella. O eso pensaba, hasta que encontré de nuevo mi ritmo: estaba ahí, en esa hierba linda que crecía. Desde entonces, esa planta se convirtió en mi reloj. Entendí que mi tiempo era el del nacimiento, o puede que el de la resurrecci­ón, y, entonces, el duelo dio paso a la reconstruc­ción, a la integració­n de nuevas partes, al descubrimi­ento de la herencia que me impregnaba, a una mudanza compuesta por pequeñas cosas que empaquetó mi padre a lo largo de 21 años para trasplanta­rlas a mí. Y cuando pasó la in amación, me encontré con que ahora tenía cuatro manos, cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro ojos, dos bocas, dos risas, 90 años y dos corazones.

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