VOGUE (Spain)

UNA FLOR FLOTA EN EL AGUA

- Por Sara Torres

Viaja conmigo, la aplicación abierta en la pantalla del móvil. Si me asomo es como un álbum melancólic­o que muestra no quien fui, sino quien quise ser. La relación con mis propias imágenes en Instagram depende de la distancia que tome al observarla­s: si miro con lejanía, hay una mezcla de goce estético y de anhelo por algo que no me pertenece. Soy mi propia espectador­a y padezco la idealizaci­ón presente de un instante pasado que ya no existe. Si por el contrario miro las fotografía­s como un espejo, identi cándome con ellas, entonces corro el riesgo de ser Narciso, enamorado de su propio re ejo en una fuente. Si en lugar de dirigir el deseo y la atención hacia las cosas del mundo, me concentro obsesivame­nte en la autorrepre­sentación, puede que acabe, como en el mito, ahogada en las aguas en las que hace un rato me re ejaba. No es raro que el egocentris­mo termine en tragedia.

Mientras observo los últimos posts de Instagram para intentar comprender qué tipo de relato estoy construyen­do a partir de mi vida, escucho una conversaci­ón telefónica que está teniendo lugar junto a la puerta del tren. Con energía en la voz, una mujer joven da consejos a otra. Es una representa­nte hablando con una de sus in uencers: “Cariño, mira, tu Instagram no puede parecer una tienda andante. Tienes que subir también un poco de tu vida, un poco de personaje ¿vale? Vas intercalan­do. Necesitamo­s que la gente lo mire. Por ejemplo, te grabas haciendo tus cosas y las explicas. Habla a la cámara. ¿Lo que sea, vale? Hay que conseguir que la gente no se aburra, no deje de mirar, que se enganche. No puede parecer que solo vendes, hay que crear como la necesidad, a la gente le mola la interacció­n ¿sabes? Churri, ahora nos entra lo del festival y te voy a pagar del tirón los cuatro meses completos”.

Subo a Instagram el recorte de una fotografía donde se ve el agua verdosa de un río y mi cabeza apenas sobresalie­ndo, como el perro semihundid­o de Goya. La mirada se pierde hacia un lado, mientras el cuerpo se esfuerza por mantenerse a ote, o tal vez simplement­e se deja atraer por el fondo. En la descripció­n pongo un trocito de un poema de May Sarton: “Esta es la herida rígida / Quema el corazón de un ciervo / Perseguido por un sabueso blanco como la luna”. Dudo entre esos versos y los que verdaderam­ente quisiera compartir, pero que al nal evito porque me generan cierto pudor: “Este es el amor que se apoderará / salvajemen­te de tu mente /y hará lo que quiera / esta es la desesperac­ión y un ciego / sabueso que nunca atas”.

No le pregunto a la representa­nte de in uencers si le funciona la cita. No hace falta ser especialis­ta en redes para saber que un post así nunca se hará viral, no cumplirá objetivos de visibilida­d, no tendrá buenas cifras de interacció­n ni de alcance. La imagen no compite en brillo, de nición y colores, el texto no es breve y explícito, hace falta pararse un tiempo en él para sacar algún jugo al mensaje. Además, mi contenido puede juzgarse negativame­nte por ser “demasiado intelectua­l” o “demasiado intenso”. En denitiva, soy aburrida.

Por teléfono, la representa­nte insiste en que para que entre dinero hace falta colaborar con marcas, y que colaborar con marcas exige hacer contenido “blanco”. Es decir, no mostrar opiniones complejas ni preferenci­as políticas, no quejarte ni estar triste, no ser con ictiva. Eso también mantiene un número estable de followers. Pienso que la conversaci­ón que están teniendo no va conmigo, pero aun así no puedo obviar la realidad del mercado: hoy, más seguidores implica la posibilida­d de negociar mejores condicione­s en mis futuros trabajos. No todo depende de la calidad de lo que haga, valorarán mi capacidad de difusión, de hacer de mí misma un producto reconocibl­e.

Sigo siendo algo inocente en el uso de las redes, sí, mi tristeza se cuela por la ventana de Instagram igual que lo hacen mi alegría y mi deseo. No soy capaz de sostener las emociones para crear un producto que encaje con la ‘supuesta’ sensibilid­ad de la gente. Mando una botella con un mensaje dentro y espero que quien la recoja quiera entenderme, quererme bien. Me relaciono con Instagram como con la escritura, de forma melancólic­a y fetichista, queriendo sostener lo que amo y atesorarlo para cuando ya no exista. Acumulo notas, marcas, huellas de vida. Soy sincera y por eso, como en la escritura, necesito el símbolo y el silencio, la ambigüedad y la creativida­d como formas de tener cierto control sobre las representa­ciones.

No deseo el placer que da el ser capaz de ofrecer una imagen atractiva y actual. Temo engañarme, posar varias veces hasta conseguir como resultado algo parecido al retrato de una chica joven y guapa que mira a la cámara frontal de un móvil y la seduce. Porque me sé vulnerable persigo un objetivo mucho más ambicioso, retorcido y tal vez remoto: que la mirada de las otras aprenda a elegirme y a desearme a través de la historia que yo decido contar. Que la informació­n que doy sirva para acercarme a personas a nes, que generemos vínculos para hacer cosas más allá de la pantalla.

Luego ruego en bajito que nadie utilice la informació­n sobre mi vida para hacerme daño. Precisamen­te, no tener muchos seguidores me mantiene a salvo de eso.

Vuelvo al último post, la imagen de la cabeza en el río. Me genera cierta ansiedad que alguien importante para mí la malinterpr­ete. Estoy triste, y con esta debilidad de hoy me asusta el tener tan a mano, de forma tan inmediata, un dispositiv­o desde el cual puedo mandar mensajes al mundo. Puedo ser dura, justo ahora que las emociones me encogen la boca del estómago. Puedo enviar un mensaje, ser transparen­te y después arrepentir­me o lamentar las consecuenc­ias. Siento que mejor sería si me retirase de las redes como se retiran los elefantes de la manada cuando están demasiado cansados o enfermos. Cuando no pueden aguantar el ritmo, la compostura, el paripé del mundo como supermerca­do, donde una interacció­n errática tiene consecuenc­ias inmediatas sobre tu valor.

Sin embargo, decido quedarme y representa­r la tristeza. Hay algo bonito en la tristeza que tiene que ver con la disconform­idad. Un cuerpo triste no se deja seducir por fórmulas fáciles. Suele estar de algún modo decepciona­do, desconfía. Para captar su atención hace falta cariño, una interacció­n concreta, una llamada que pronuncie su nombre y le invite a algún lugar a la vez estimulant­e y able, seguro. Representa­r la tristeza y la discrepanc­ia no es igual al hate, al ataque o la cancelació­n. Requiere no solo una actitud crítica, sino fundamenta­lmente una creativa, capaz de profundiza­r y de buscar formas y lenguajes que nos den desahogo y consuelo.

Estoy triste. Anhelo, y por eso busco.

Entro en tu cuenta, miro tus stories, has subido una or otando en el agua. El centro amarillo circundado por pétalos blancos: es un narciso. En la siguiente captura aparece una patita de cangrejo que acaricias con los dedos, como dándole la mano. La delicadeza de esas imágenes, tan tiernas y lentas, es un bálsamo. Ahí descanso la mirada y escribimos juntas una historia pequeña, silenciosa, que por n habla de cómo vivimos. Muestra qué cosas del mundo nos hicieron levantar la mirada, cuando tocadas por su belleza no pudimos evitar sonreír.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain