UNA FLOR FLOTA EN EL AGUA
Viaja conmigo, la aplicación abierta en la pantalla del móvil. Si me asomo es como un álbum melancólico que muestra no quien fui, sino quien quise ser. La relación con mis propias imágenes en Instagram depende de la distancia que tome al observarlas: si miro con lejanía, hay una mezcla de goce estético y de anhelo por algo que no me pertenece. Soy mi propia espectadora y padezco la idealización presente de un instante pasado que ya no existe. Si por el contrario miro las fotografías como un espejo, identi cándome con ellas, entonces corro el riesgo de ser Narciso, enamorado de su propio re ejo en una fuente. Si en lugar de dirigir el deseo y la atención hacia las cosas del mundo, me concentro obsesivamente en la autorrepresentación, puede que acabe, como en el mito, ahogada en las aguas en las que hace un rato me re ejaba. No es raro que el egocentrismo termine en tragedia.
Mientras observo los últimos posts de Instagram para intentar comprender qué tipo de relato estoy construyendo a partir de mi vida, escucho una conversación telefónica que está teniendo lugar junto a la puerta del tren. Con energía en la voz, una mujer joven da consejos a otra. Es una representante hablando con una de sus in uencers: “Cariño, mira, tu Instagram no puede parecer una tienda andante. Tienes que subir también un poco de tu vida, un poco de personaje ¿vale? Vas intercalando. Necesitamos que la gente lo mire. Por ejemplo, te grabas haciendo tus cosas y las explicas. Habla a la cámara. ¿Lo que sea, vale? Hay que conseguir que la gente no se aburra, no deje de mirar, que se enganche. No puede parecer que solo vendes, hay que crear como la necesidad, a la gente le mola la interacción ¿sabes? Churri, ahora nos entra lo del festival y te voy a pagar del tirón los cuatro meses completos”.
Subo a Instagram el recorte de una fotografía donde se ve el agua verdosa de un río y mi cabeza apenas sobresaliendo, como el perro semihundido de Goya. La mirada se pierde hacia un lado, mientras el cuerpo se esfuerza por mantenerse a ote, o tal vez simplemente se deja atraer por el fondo. En la descripción pongo un trocito de un poema de May Sarton: “Esta es la herida rígida / Quema el corazón de un ciervo / Perseguido por un sabueso blanco como la luna”. Dudo entre esos versos y los que verdaderamente quisiera compartir, pero que al nal evito porque me generan cierto pudor: “Este es el amor que se apoderará / salvajemente de tu mente /y hará lo que quiera / esta es la desesperación y un ciego / sabueso que nunca atas”.
No le pregunto a la representante de in uencers si le funciona la cita. No hace falta ser especialista en redes para saber que un post así nunca se hará viral, no cumplirá objetivos de visibilidad, no tendrá buenas cifras de interacción ni de alcance. La imagen no compite en brillo, de nición y colores, el texto no es breve y explícito, hace falta pararse un tiempo en él para sacar algún jugo al mensaje. Además, mi contenido puede juzgarse negativamente por ser “demasiado intelectual” o “demasiado intenso”. En denitiva, soy aburrida.
Por teléfono, la representante insiste en que para que entre dinero hace falta colaborar con marcas, y que colaborar con marcas exige hacer contenido “blanco”. Es decir, no mostrar opiniones complejas ni preferencias políticas, no quejarte ni estar triste, no ser con ictiva. Eso también mantiene un número estable de followers. Pienso que la conversación que están teniendo no va conmigo, pero aun así no puedo obviar la realidad del mercado: hoy, más seguidores implica la posibilidad de negociar mejores condiciones en mis futuros trabajos. No todo depende de la calidad de lo que haga, valorarán mi capacidad de difusión, de hacer de mí misma un producto reconocible.
Sigo siendo algo inocente en el uso de las redes, sí, mi tristeza se cuela por la ventana de Instagram igual que lo hacen mi alegría y mi deseo. No soy capaz de sostener las emociones para crear un producto que encaje con la ‘supuesta’ sensibilidad de la gente. Mando una botella con un mensaje dentro y espero que quien la recoja quiera entenderme, quererme bien. Me relaciono con Instagram como con la escritura, de forma melancólica y fetichista, queriendo sostener lo que amo y atesorarlo para cuando ya no exista. Acumulo notas, marcas, huellas de vida. Soy sincera y por eso, como en la escritura, necesito el símbolo y el silencio, la ambigüedad y la creatividad como formas de tener cierto control sobre las representaciones.
No deseo el placer que da el ser capaz de ofrecer una imagen atractiva y actual. Temo engañarme, posar varias veces hasta conseguir como resultado algo parecido al retrato de una chica joven y guapa que mira a la cámara frontal de un móvil y la seduce. Porque me sé vulnerable persigo un objetivo mucho más ambicioso, retorcido y tal vez remoto: que la mirada de las otras aprenda a elegirme y a desearme a través de la historia que yo decido contar. Que la información que doy sirva para acercarme a personas a nes, que generemos vínculos para hacer cosas más allá de la pantalla.
Luego ruego en bajito que nadie utilice la información sobre mi vida para hacerme daño. Precisamente, no tener muchos seguidores me mantiene a salvo de eso.
Vuelvo al último post, la imagen de la cabeza en el río. Me genera cierta ansiedad que alguien importante para mí la malinterprete. Estoy triste, y con esta debilidad de hoy me asusta el tener tan a mano, de forma tan inmediata, un dispositivo desde el cual puedo mandar mensajes al mundo. Puedo ser dura, justo ahora que las emociones me encogen la boca del estómago. Puedo enviar un mensaje, ser transparente y después arrepentirme o lamentar las consecuencias. Siento que mejor sería si me retirase de las redes como se retiran los elefantes de la manada cuando están demasiado cansados o enfermos. Cuando no pueden aguantar el ritmo, la compostura, el paripé del mundo como supermercado, donde una interacción errática tiene consecuencias inmediatas sobre tu valor.
Sin embargo, decido quedarme y representar la tristeza. Hay algo bonito en la tristeza que tiene que ver con la disconformidad. Un cuerpo triste no se deja seducir por fórmulas fáciles. Suele estar de algún modo decepcionado, desconfía. Para captar su atención hace falta cariño, una interacción concreta, una llamada que pronuncie su nombre y le invite a algún lugar a la vez estimulante y able, seguro. Representar la tristeza y la discrepancia no es igual al hate, al ataque o la cancelación. Requiere no solo una actitud crítica, sino fundamentalmente una creativa, capaz de profundizar y de buscar formas y lenguajes que nos den desahogo y consuelo.
Estoy triste. Anhelo, y por eso busco.
Entro en tu cuenta, miro tus stories, has subido una or otando en el agua. El centro amarillo circundado por pétalos blancos: es un narciso. En la siguiente captura aparece una patita de cangrejo que acaricias con los dedos, como dándole la mano. La delicadeza de esas imágenes, tan tiernas y lentas, es un bálsamo. Ahí descanso la mirada y escribimos juntas una historia pequeña, silenciosa, que por n habla de cómo vivimos. Muestra qué cosas del mundo nos hicieron levantar la mirada, cuando tocadas por su belleza no pudimos evitar sonreír.