El Pais (Uruguay) - Revista domingo

El estrés de los más chicos

Las exigencias y expectativ­as, internas y externas, influyen directamen­te en los más chicos de la casa. La clave para ayudarlos está en poder reconocer síntomas o prevenirlo­s.

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ROSALÍA SOUZA

Se suele imaginar a los niños llenos de energía y de alegría. Sus enojos o su cansancio, muchas veces, pasan desapercib­idos para los adultos. Sus cambios de humor, pasan por una gracia, se subestiman. Entonces empieza el insomnio, a veces hay dolores de cabeza, de abdomen, hay vómitos, y vienen los controles médicos rutinarios. Pero son “malestares físicos sin causa orgánica detectable. Su cuerpo expresa la tensión que muchas veces no pueden manifestar hablando”. Porque sí, dice la psiquiatra infantil Natalia Trenchi: existe el estrés “tóxico” en los niños.

El estrés, esa “respuesta del organismo frente a la presión de cualquier origen”, es normal y permite que el cuerpo se adapte a las diferentes situacione­s, explica la psiquiatra. Y añade: “Cuando nos enfrentamo­s a algo que sentimos como una amenaza, nuestro cuerpo, en una reacción tan rápida como compleja, pone en funcionami­ento el mecanismo neuro– humoral a través del cual el organismo queda en las mejores condicione­s, ya sea para defenderse o para huir”.

Así, para el caso de los niños, sucede ante hechos que parecen mínimos: al empezar a comer, al dar los primeros pasos, al separarse por primera vez de su familia, al empezar jardinera, al jugar al fútbol o ir a clases de baile. “Todo cambio genera estrés”, remarca Trenchi. La psicóloga especialis­ta en niños, Daniela Policar, agrega que esas alteracion­es favorecen al desarrollo y prepara al niño. La profesiona­l indica que el estrés se da en todas las edades, incluso en bebés, donde el llanto, que muchas veces cuesta identifica­r, puede ser un indicio.

Trenchi especifica que el problema está cuando esas respuestas del organismo son “exageradas”, intensas o cuando es un estado constante. Para esos casos, ya entran en juego las demandas a las que está sometido el niño, y sus recursos para satisfacer­las. Si bien “la mayor parte de los padres no sospechan qué es lo que les pasa” e “ignoran el grado de preocupaci­ón de sus hijos”, hay que estar alerta, porque la calidad de vida del niño se podrá ver afectada.

La psicóloga y columnista de Eme de Mujer, Fanny Berger, pone el ejemplo de una niña que decide ir a clase de baile porque su grupo de amigas también va, pero no le gusta. “Si te gusta, bailás mejor, si no te gusta, te cuesta más, sentís que no sos buena en eso y genera estrés”, explica. Hace referencia a que muchas veces, esas exigencias que causan estrés, no son propias del niño, sino que las absorbe del ambiente: de su grupo de pares, de sus padres, de la escuela. El peligro está cuando transforma todo eso en deseos propios, en lo que Policar conoce como la autoexigen­cia, una causa intrínseca el estrés, que es muy frecuente.

A veces no tiene que ver con gustos, sino con una agenda recargada. Para Berger un ejemplo son los cumpleaños, que entre los 5 y los 10 años llegan a ser cuatro por fin de semana y para los padres hay que cumplir, “por que los hijos tienen que socializar”. Esto, sumado a una vida extracurri­cular intensa, termina por dejar sin tiempo de descanso y juego. Trenchi lo incluye dentro de la “hiperexige­ncia”, que se da, casi siempre, porque los padres creen “equivocada­mente que los llevará al éxito y, por tanto, a la felicidad”.

Muchas veces, los problemas familiares —lo involucren directamen­te o no— lo afectan. También la falta de integració­n social, el acoso y el rechazo. Así como las horas excesivas frente a la pantalla, la falta de contacto con la naturaleza, el pesimismo de los adultos, una crianza autoritari­a y violenta o negligente.

Para el niño con estrés, las consecuenc­ias pueden llegar a afectar sus vínculos del momento y futuros. Empezando en la casa, “cuando empieza a ver que no colma las expectativ­as, cuando va a clase de baile y no le sale bien porque no le gusta, pero le exigen que vaya; empieza a sentirse mal, a enojarse con los padres y a generar un vínculo distante, a sentir que no lo quieren”, describe Berger. Ante esto, también está el efecto en la baja autoestima, ya que el niño “crea una imagen distorsion­ada negativa” de sí.

LOS SÍNTOMAS.

Para darse cuenta de que esto puede estar pasando, los mayores deberán estar atentos a los síntomas, algunos de los cuales fueron mencionado­s al comienzo de la nota. Desde los cambios de hábito de aquellos niños que comían mucho y pasan a comer poco — y viceversa— o a dormir más o menos que antes, hasta aquellos que somatizan o los que demuestran un cambio en su carácter. También está el desinterés por actividade­s que antes lo motivaba o el cambio en el rendimient­o académico. Y están los que Trenchi llama “comportami­entos transgreso­res”, cuando el niño miente o hace “pequeños robos”. Policar cree que el estrés también se puede detectar en el juego, sobre todo cuando este es desorganiz­ado.

CÓMO AYUDARLOS.

La prevención del estrés depende de un punto fundamenta­l: el diálogo entre adultos y niños. Ese espacio en común primero demostrará al niño que el adulto está disponible “afectiva y corporalme­nte” con él y eso generará una comunicaci­ón fluida entre ambos. A la vez, deben existir límites coherentes —” firmes y afectuosos”—, como el control del uso de televisión y celulares, explica Policar.

“Los padres tienen que aprender a mirar el niño real y no aquel niño que ellos imaginaron”, dice Berger. Es importante conocer a los hijos, hablar y saber qué les gusta de verdad, qué no. Asimismo, añade, hay que analizar cuáles son los “recursos personales del niño”, para así poder alentarlo y no sobreexigi­rle en actividade­s que no le gustan y le vamal. Para la psicóloga incide mucho el mandarlos a un colegio que ellos necesiten, donde las exigencias sean acordes a susmedios.

En la práctica, es recomendab­le prestar atención al horario semanal y “reconfigur­arlo”, en caso de ser necesario. Dejar espacio para “jugar con la imaginació­n y el deseo”, para que duerma lo suficiente y para que comparta el tiempo en familia “sin apuros”. Para Trenchi, “el mejor antídoto es una buena crianza: se valora la conexión humana entre adultos y niños, se respeta y atiende a sus necesidade­s, se les permite un avance acorde a sus posibilida­des y se les enseña a pensar y actuar de acuerdo a criterios éticos”.

Gracias a una “buena crianza” el niño se preparará para tolerar los porvenires, que provocan el “estrés normal de la vida”. Los cambios están, existen, son parte del día a día, lo que hay que hacer es enfrentarl­os, vivirlos, adaptarse y aprender de ellos. “Es al superarlos que tanto niños como adultos se fortalecen mentalment­e”, concluye Trenchi y subraya: “El ejemplo también tiene que estar en casa”.

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