El Pais (Uruguay) - Revista domingo

EL PASADO MIGRANTE DE LA MAYORÍA

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Sus recuerdos de la isla no eran muchos. O tal vez sí lo fueran, pero él no estaba dispuesto a abrirles la puerta. Recordaba por ejemplo los campos sembrados de amapolas y cerraba los ojos para evocarlos como si viera allí a la misma belladonna. También recordaba la imponente silueta del Etna en el horizonte. O cuando salía con lamamma en la carreta rumbo al campo y veía a los muertos tumbados a la vera del serpentean­te camino, lo horrible y lo bello entrelazad­o en el paisaje sofocante de la vieja Sicilia.

Y también recordaba el viaje. La mayor experienci­a de su vida cuando no llevaba más de siete u ocho años en este mundo. El hambre, la sed, el hacinamien­to en el barco, él prendido del ruedo del grave vestido negro de lamamma fuera adónde fuera.

Era 1928, el mundo iba cuesta abajo, se había terminado la Gran Guerra pero el horizonte era negro. Hasta que llegaron al puerto de Dakar y allí con los ojos grandes como platos vio el espectácul­o de los hombres de piel oscura que se arrojaban a las aguas en busca de los objetos que les tiraban los pasajeros desde la cubierta. Se zambullían y emergían sonrientes con la presa en sus manos. Pero el descubrimi­ento más importante fue aquel fruto dulce y tierno que le sabía a banquete. Hasta entonces, nunca había visto una banana. Desde ese momento no volvió a pasar hambre a bordo de aquel mundo flotante en el que vivió una segunda vida hasta que, por fin, llegaron al puerto de Montevideo. Nunca lo olvidaría.

Los primeros años de Salvatore fueron muy duros. Sus padres, Giovanni y Vicenza, sólo tenían una cosa en claro: había que trabajar. Así que después de las horas de escuela Salvatore tenía que volver a casa y comenzar a colocar ladrillos para levantar las paredes de su futura casa. Don Giovanni salía a trabajar al puerto y antes le dejaba bien claro con un tiránico gesto hasta dónde tenía que llegar la hilera de ladrillos. La marca era cada vez más alta. Pero así se construyó su casa. El barrio Capurro como casi cualquier lugar de la ciudad era un crisol: tanos, gallegos, polacos, judíos, todos huían de una Europa pesadilles­ca. Los amigos de Salvatore eran uruguayos y también italianos como él, o españoles, o judíos, o rusos de alguna parte que ni siquiera era Rusia, muchos tampoco hablaban castellano. Algunos llevaban años, décadas enteras viviendo en esta hermosa ciudad. Habían levantado el estadio de fútbol más grande del mundo, levantaría­n palacios, diques y represas, hospitales que harían palidecer al escuálido Primer Mundo. Habían traído sus costumbres y folclores, pero empezaban a hablar la lengua común del mate y aunque se les confundían las palabras, algunos como don Giovanni y su hijo Salvatore empezaron a sentirse tan uruguayos que se nacionaliz­aron y decidieron olvidar su origen italiano con una mezcla de rencor y bronca. Después de tanta hambruna, miseria y muerte, aquí había una tierra que los había recibido con un abrazo cálido y perfumado de jazmines. ¿Cuál es la patria? ¿Dónde empieza y dónde termina?

El tano de la heladería, el judío de la tienda, el gallego del almacén, el turco de las valijas, el polaco de la carpinterí­a, el franchute, el ruso, el negro, el vasco, el ponja y el nochi desde hace un buen rato son parte de las historias más cotidianas. Todos fueron inmigrante­s alguna vez, todos fuimos inmigrante­s alguna vez. Todos salimos de África, todos dejamos la tribu atrás, todos tenemos recuerdos de lugares que no conocemos y nos pueblan los sueños. Como Salvatore, mi viejo, que sigue el viaje por otras tierras.

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