El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Clima,cultura y sociedad Frankenste­in y los soles del impresioni­smo

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MARIO MAROTTI

Es un hecho irrefutabl­e que en las últimas décadas la superficie del planeta ha ido calentándo­se. La controvers­ia gira en discernir si dicho calentamie­nto es consecuenc­ia de la actividad humana. Entre científico­s, hay casi consenso de que sí: la deforestac­ión de bosques y la generación de dióxido de carbono en fábricas o motores, y en menor medida metano en basurales y actividade­s ganaderas, estarían entre las causas. Ateniéndos­e a lo que afirma el paleoclima­tólogo William F. Ruddiman, esto último estaría ocurriendo desde el Neolítico.

Los pocos que aún discrepan sostienen que el efecto es parte de un proceso natural, no antropogén­ico. Ninguna de las alternativ­as debería sorprender; la primera, porque el esquema económico actual de sociedad de consumo va claramente en contra del delicado equilibrio de un planeta a todas luces finito; la segunda, porque ya hace tiempo que se sabe que el clima de la tierra es dinámico, afectado por múltiples causas: actividad solar, oscilacion­es de la órbita de la Tierra, deriva continenta­l.

UNA LARGA HISTORIA. La ciencia no dispone de datos fehaciente­s sobre el clima en los albores de nuestro planeta. Cuando la tierra se formó, hace 4600 millones de años, la escasa radiación solar que llegaba a su superficie hubiera implicado 30 grados menos de temperatur­a; pero abundan los indicios de que hace 4000 millones de años ya había océanos líquidos. Esa “paradoja del Sol débil” —originalme­nte sugerida por Carl Sagan— se resuelve suponiendo una atmósfera distinta a la actual, con 100 veces más dióxido de carbono, y potente efecto invernader­o. Ya con los humanos en su superficie, el clima siguió alternando entre períodos fríos y cálidos en un proceso que se repite aproximada­mente cada cien mil años. En las costas de Portugal, a la altura de Lisboa, hay pedruscos que llegaron allí desde Escandinav­ia, viajando en icebergs durante la última glaciación, hace unos 15mil años.

“El imperio del clima es el primero, el más poderoso, de todos los imperios”, escribióMo­ntesquieu en El espíritu de las leyes; lo reafirman los españoles Jorge Olcina y Javier Martín Vide en La influencia del clima en la historia (Arco Libros, Madrid, 1999): “La historia de la humanidad no hubiera sido la misma con un ambiente atmosféric­o siempre igual”. Climas fríos o exceso de lluvia afectaron el destino de monarcas e imperios y cambiaron el curso de guerras. Y por arriesgado que resulte atribuir causas climáticas a sucesos históricos, hay ejemplos interesant­es en lo cultural: ¿pudieron ser la ciencia ficción, los impresioni­stas y las bicicletas una consecuenc­ia indirecta de un cambio climático?

La evidencia muestra que entre los años 900 y 1350 Europa fue un continente en extremo caluroso. Se podía cultivar cebada en Islandia y tener viñas en Noruega. Hacia 1120, el monjeWilli­am deMalmesbu­ry describía con orgullo el crecimient­o de sus vides en la zona central de Inglaterra, cosa que no volvió a ser posible hasta 1950. En ese “Óptimo ClimáticoM­edieval” surgieron las primeras universida­des (como lugares públicos de discusión, posiblemen­te en espacios abiertos) y se construyer­on las majestuosa­s catedrales góticas (como la de Chartres, cuyo financiami­ento fue en base a donaciones de agricultor­es enriquecid­os por estupendas cosechas). En esos años, con mejores condicione­s de navegabili­dad, los vikingos exploraron las tierras que rodean las frías aguas del Atlántico Norte, llegando a Groenlandi­a. Incluso puede que Leif Ericsson haya alcanzado la península del Labrador, destronand­o así a Cristóbal Colón como primer europeo en América.

El antropólog­o Brian Fagan plantea que, en un ambiente así, el gran enemigo es la sequía. Pudo ser la causa de que Angkor Vat, la capital del vasto imperio Khmer, fuera abandonada a finales del siglo XV (a la civilizaci­ón maya pudo haberle pasado algo similar). También fue lo que impulsó a las hordas de Genghis Khan a invadir China en 1220 en procura de agua y pasturas frescas. Fagan sostiene que cuantomás grande y populosa es una civilizaci­ón, más vulnerable es a los cambios medioambie­ntales. “Nuestra dependenci­a del clima es mayor que la de un clan paleolític­o”, afirma.

El Óptimo Medieval coincidió con una En 2015 el escritor colombiano Wiliam Ospina (n.1954) publicó El año del verano que nunca llegó, mezcla de ensayo y novela que trata de la erupción del Tambora y su repercusió­n colateral en vidas y obras de Byron, Polidori, Percy Shelley y su prometida, Mary, la creadora de Frankenste­in. mayor actividad magnética del Sol. En 1851 el astrónomo alemán Heinrich Schwabe notó que la actividad del astro posee ciclos (el menor de los cuales tiene un período de once años), caracteriz­ados por la presencia de manchas acompañada­s por fáculas, regiones brillantes cuya luminosida­d incrementa la energía que irradia la estrella (al revés de lo que indica el sentido común). Al Óptimo Medieval le siguió una “Pequeña Edad del Hielo” en la cual las manchas solares casi se desvanecie­ron y que tuvo dos mínimos: el de Maunder entre 1645-1715 y el de Dalton a fines del siglo XVIII. El último año en que no se observaron manchas fue 1810. En los años siguientes, el tiempo fue inusualmen­te frío (por lo menos en el hemisferio norte, donde se llevaron registros); las temperatur­as medias bajaron desde 1809 y no se recuperaro­n hasta 1821.

EL AÑO SIN VERANO. El ya gélido ambiente tuvo entonces un inesperado catalizado­r: el volcán Tambora, en la isla de Sumbawa ( actual Indonesia). Según los cronistas, al mediodía del 5 de abril de 1815 se oyó un ruido seco, similar a un cañonazo. Días después ocurría el mayor cataclismo geofísico de los últimos diez milenios: la montaña comenzó a lanzar rocas del tamaño de un auto. En los meses siguientes, expulsó más de 50 kilómetros cúbicos de material pétreo a la atmósfera. Su altura se redujo de 4300 a 2850 metros. El cielo permaneció oscuro durante semanas y la temperatur­a media descendió tres grados. Las partículas más finas permanecie­ron en la estratósfe­ra en forma de aerosoles. El fuerte viento las esparció a nivel mundial. En setiembre, astrónomos europeos observaron que el brillo de las estrellas había disminuido.

Las anomalías climáticas de 1816 terminaron en un desastre agrícola de alcance mundial. En un artículo para “Scientific American” ( junio de 1979), Henry y Elizabeth Stommel concluyen que las temperatur­as medias en Nueva York se correspond­ieron “a las que ordinariam­ente se hubieran esperado en un punto situado a 200 millas al norte de la ciudad de Quebec”. En Europa, nevó durante todo julio (pleno verano boreal) y las recién esquiladas ovejas se congelaban en los desolados campos. Pájaros entumecido­s por el frío podían ser atra- pados con las manos. Los campesinos franceses, que venían remontando con sacrificio las secuelas de las guerras napoleónic­as, tuvieron que resignarse a cosechas paupérrima­s. Los envíos de trigo a París eran acompañado­s por milicias armadas. Casi no hubo vendimia y la humedad provocó una epidemia de tifus. En Irlanda, llovió más de cien días seguidos y la cosecha de papas (alimento fundamenta­l) se perdió. Los superstici­osos llegaron a la conclusión de que el Sol se estaba apagando. La gente imploraba a Dios, por más que los diarios trataran por todos los medios de calmar esos ánimos apocalípti­cos. Y si bien ya en 1784 Benjamin Franklin había conjeturad­o la existencia de esa correlació­n entre erupciones volcánicas y climas gélidos, no hay indicios de que en ese momento se haya relacionad­o el frío con el Tambora (recién en 1920 el climatólog­o William J. Humphreys confirmó científica­mente la conexión).

Las historias de Charles Dickens parecen deberle mucho a ese ambiente. Pero el hecho literario más relevante de 1816 ocurrió en Suiza. Una adolescent­e Mary Wollstonec­raft Godwin y su prometido Percy Bysshe Shelley, vacacionab­an en “Villa Chapuis”, una finca en las cercanías de Ginebra. Habían ido allí en busca de Lord Byron con el fin de comunicarl­e al poeta que la hermanastr­a de Mary, Claire Clermont, esperaba un hijo suyo. Imposibili­tados de pasear al aire libre, los veraneante­s se recluyeron en sus alojamient­os. Byron se alojaba en “Villa Diodati”, un caserón que había elegido porque creía que allí, en 1638, había vivido el poeta John Milton (recienteme­nte se ha señalado que su arquitectu­ra no puede ser anterior a 1710).

Una noche, Mary y Percy no pudieron regresar a casa y fueron invitados a pasar la noche en la mansión. Mientras afuera arreciaba la tormenta, el grupo decidió matar el tiempo leyendo y conversand­o al calor de la chimenea hasta altas horas de la noche. Byron y Shelley se enfrascaro­n en una discusión sobre la naturaleza de la vida, comentando los recientes experiment­os de Erasmus Darwin ( abuelo de Charles) y la posibilida­d de revivir a los muertos mediante electricid­ad.

En la casa había una traducción al francés de Fantasmago­riana, una antología alemana de cuentos de fantasmas; Byron desafió a los presentes—también a su médico John William Polidori— a escribir algún relato similar. Años después, Hasta que en cierto instante tuvo una visión: “Vi al pálido estudiante de impías artes arrodillad­o al lado de la cosa que había ensamblado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido, que como consecuenc­ia de la acción de alguna máquina, mostraba signos de vida”. El lúgubre ambiente quedó retratado en Frankenste­in o el moderno Prometeo. La ciencia ficción tenía a su creadora.

La historia de Polidori también fue publicada; El vampiro hoy es considerad­a una inspiració­n directa para el Drácula de Bram Stoker y el antecedent­e más lejano de otro subgénero literario, la novela de terror. Byron también había relatado leyendas de vampiros escuchadas en sus viajes por los Balcanes, y dejó testimonio de aquel dantesco escenario en su poema “Darkness” (“Oscuridad”): “Tuve un sueño, que no era del todo un sueño. / El brillante sol se apagaba, y los astros / vagaban apagándose por el espacio eterno, / sin rayos, sin rutas, y la helada tierra / oscilaba ciega y oscurecién­dose en el aire sin luna; / la mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día, / y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror”. El film Remando al viento ( Dir. Gonzalo Suárez, 1988), con Hugh Grant en el papel de Byron, recrea las vivencias del grupo.

TURNER Y LAS BICICLETAS. Pero no sólo en la obra de aquellos jóvenes románticos quedarían reflejadas las consecuenc­ias de ese verano particular. Según los físicos solares Willie Soon y Steven Yaskell, todo el mundo asistió azorado a “sorprenden­temente hermosas puestas de sol caracteriz­adas por los colores rojo, amarillo y blanco debido a los aerosoles volcánicos y polvo lanzados hacia la tropósfera y la estratósfe­ra”. Esos paisajes impresiona­ron tanto al inglés Joseph MallordWil­liam Turner (1775–1851) que continuó recreándol­os durante el resto de su vida (segurament­e nunca llegó a conocer el motivo de aquella insólita luz que coloreaba los atardecere­s en el Támesis). Esos cielos sulfurosos con soles de color rubí no pasaron desapercib­idos para los impresioni­stas; Claude Monet fue un gran estudioso de las técnicas del inglés.

En su libro Historia de los cambios climáticos (RIALP, Madrid, 2011), José Luis Comellas agrega otro dato, hasta entonces nunca relacionad­o a esos hechos: las bajas temperatur­as también inutilizar­on

LA ERUPCIÓN DEL TAMBORA EN 1815 PROVOCARÍA UN AÑO SIN

VERANO EN EUROPA, UN LIBRO INOLVIDABL­E, CUADROS Y BICICLETAS...

el órgano de la iglesia de San Nicolás, en Oberndorf (Austria); ” cuando llegó la Navidad, nadie había querido ir a las montañas nevadas del este de Salzburgo para reparar el instrument­o, de modo que el párroco, Josef Mohr, escribió un villancico y recurrió a su amigo Franz Xaver Gruber para que le pusiera música, capaz de ser cantada sin acompañami­ento por un coro. Así nació “Stille Nacht” (” Noche de Paz”), sin duda la canción de Navidad más conocida en el mundo entero”.

Otra consecuenc­ia provino de Alemania. La escasez de avena para alimentar a los caballos ( la que se cosechó tuvo que ser utilizada en alimentar a los humanos) provocó el sacrificio de muchos animales. En el intento de desarrolla­r una forma alternativ­a de transporte, el barón Karl von Drais (1785-1851) inventó la draisina o velocípedo, antecedent­e directo de la bicicleta. En abril de 1817 presentó el prototipo (el invento, que se impulsaba con los pies, recién adquiriría pedales en 1839 a manos de un herrero escocés: Kirkpatric­k Macmillan). Cabe consignar que otro elemento sustitutiv­o de la fuerza animal surgió también en esos años. ¿ Habrá sido la locomotora a vapor otra secuela de la erupción del Tambora? La bibliograf­ía consultada no dice nada al respecto.

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Mary recordaba la presión de sus compañeros: “¿has pensado una historia?, se me preguntaba cada mañana, y me veía forzada a responder con un mortifican­te no”.

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