El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Objetos que dicen algo más

Domingo recorrió seis museos montevidea­nos colecciona­ndo los relatos que sus acervos revelan sobre figuras de la memoria colectiva uruguaya.

- ROSALÍA SOUZA

Una caja llena de fotos viejas, el vestido de la abuela o la peineta de su madre. La caja de puros, la pluma de un escritor, el escritorio de un político. Las cédulas o los pasaportes. Cuadernos, diarios íntimos o libros queridos. La manta de la niñez, la muñeca preferida, los dados o la pelota. El juego de té, el abanico, las enaguas. Hasta una mascota virtual, o un disco de la década de 2000 o un cassette de los 90. Todos, o casi todos, guardamos por lo menos un objeto que cuenta una historia: nuestro o de los antepasado­s. De vidas antiguas o de hace unos años. Para algunos está el dato preciso. El vestido que usó en sus quince una madre o el bolso con el que iba a la escuela. Para otros, está simplement­e el objeto o la foto con personas que resultan extrañas pero —sabemos— son parte de ese árbol genealógic­o en el que casi nunca pensamos, pero que pesa.

Las cosas cuentan historias. Nuestras cosas cuentan nuestra historia. Pero también están esos objetos que están ahí, expuestas, para contar la historia de alguien más. Muchas veces, algo particular puede afectar o contar la vida de alguien que influyó sobre la comunidad de su época y, por ende, la nuestra. Una canción de antaño que cantamos (o tarareamos) hoy; el espacio preferido de un personaje de la política; un pabellón que estuvo en el momento crucial; una mascota querida o una acuarela que además de bella, es un discurso. Domingo recorrió museos de la ciudad buscando por ahí objetos que parecen inocentes pero que una vez que se les presta atención, develan anécdotas o momentos por lo menos curiosos o interesant­es.

LA CIUDAD. Una chica mira atenta una acuarela diminuta. Lo curioso del arte es que posiblemen­te esa obra le esté contando algo distinto de lo que le contaría a usted o a mí. Por ejemplo, si esa acuarela no estuviese enmarcada en una exposición que se llama Montevideo, la ciudad que nos habita (estará en el Museo Histórico Cabildo hasta julio), una opción sería ver en ella un simple día de picnic en una bahía cualquiera. Pero esa bahía, aunque no se conoce el punto preciso del mapa, no es cualquiera. Es la bahía montevidea­na y ese grupo podría ser fruto de la imaginació­n de artista. Pero fue real y cuenta una historia. Mujeres y hombres cuyos vestidos, pantalones, zapatos y sombrillas delatan una clase acaudalada. El asado de fondo, botellas, cestos y caballos. Es una mirada eurocentri­sta que trae a los días de hoy un relato del siglo XIX, un paisaje del Montevideo donde la Iglesia Matriz se podía ver a lo lejos, donde las moradas estaban rodeadas de barro, y todavía había esclavitud y colonos.

“Las viviendas se agotaban en una planta, con pisos de ladrillo y escasas comodidade­s. Señalo un par de edificios importante­s: la Catedral y el Cabildo. Calles sin pavimentar, cubiertas de polvo durante las secas del verano y de barro después de las lluvias. Las afueras de la ciudad estaban sembradas por los restos de las matanzas de ganado destinado al abasto y a la exportació­n de cueros; cúmulos de huesos y carnes en putrefacci­ón atraían a perros, gaviotas, ratas y moscas y llenaban el aire de mal olor (…) Los españoles pudientes se liberaban del desagrado imponiendo a un esclavo la tarea de alejar moscas, con abanicos, durante las comidas”, escribía John Mawe, un geólogo in- glés en uno de sus relatos de viaje a Montevideo. Rosana Carrete, actual directora del Cabildo, lo cita para demostrar la visión que había en la época: la vida de los siglos XVIII y XIX puede llegarnos por la literatura, por las frases recogidas en diarios de viajes, ( La tierra purpúera, de Guillermo Enrique Hudson es un ejemplo), pero también puede venir en acuarelas o en dibujos, en los trazos de los artistas viajeros que buscaban aventuras y conocimien­to. Y la acuarela del comienzo (que se puede ver en la foto de la primera página) también habla de la historia de esos dibujantes, que en libretas iban registránd­olo todo. De hecho, el acervo más valioso que posee el Cabildo está en las casi 4.000 piezas de obra plana, en su mayoría acuarelas, grabados y litografía­s de franceses o ingleses que visitaban el país por aquel entonces. Lo bueno, explica Carrete, es que el Cabildo permite trabajar desde el cruce de la ciencia, la historia, la antropolog­ía y el arte.

“Venían en expedicion­es científica­s o militares. Y esos dibujantes tenían una visión romántica eurocentri­sta. Una mirada del otro desde lo exótico, el otro como el salvaje: el mate, los gauchos y los paisajes”, añade Carrete y comenta que un indicio del romanticis­mo era que si bien esa época era de conflictos, estos no aparecían retratados. “Era una postal del día a día, de las clases acomodadas, pero también del mate, los gauchos y los paisajes”.

Esa acuarela es también la historia de Conrad Martens, un dibujante inglés que vino al entonces Estado Oriental del Uruguay a bordo del Beagle entre 1833 y 1834, y que no solo fue amigo de Charles Darwin, sino que muchas de sus ilustracio­nes aparecen en los libros del naturalist­a.

MARTÍN. A Juan Zorrilla de San Martín le llamó la atención el paisaje rocoso de Punta Carretas cuando era solamente arena, dunas, no había rambla ni casas y las olas pegaban más cerca. Necesitaba un lugar a donde escapar de la ciudad —vivía con su familia en Rincón y Treinta y Tres— un lugar tranquilo y alejado donde el tiempo y el silencio fueran suficiente­s para inspirarse y escribir. Pero también donde pudiese reunirse con su círculo intelectua­l, y con los de la política y la religión. Así que esa zona, que por aquel entonces se conocía como Punta Brava, le pareció ideal.

La casa de retiro empezó siendo muy precaria, en el terreno que compró barato a Francisco Piria y con materiales de desechos de otras construcci­ones. Lo principal, era tener el torreón ubicado hacia el sur, porque era donde tenía previsto pasar las horas escribiend­o. La construcci­ón con estilo español que se ve hasta hoy fue añadida y pensada por José Luis, su hijo escultor, en 1921. Lo otro que le importaba a Juan Zorrilla de San Martín era el terreno, que poco a poco lo fue convirtien- do en tierra para luego transforma­rlo en el espacio verde que se aprecia hasta hoy. Lo llenó de plantas, de árboles, de flores y tenía su huerta, que cuando la producción sobraba, repartía lo cosechado por el barrio. Por allí, a veces en la jaula y otras tantas en su hombro, lo acompañaba Martín.

Martín fue el canario de Zorrilla. Un ave que según cuentan algunos escritos que quedaron, era libre y amigo. “Se dice que la jaula siempre estaba abierta y que Zorrilla siempre estaba acompañado del pajarito Martín. Cochonita, una de las hijas menores del poeta, decía que Martín no era prisionero y que se paraba en las manos de los hijos y se dejaba acariciar y recorría por la casa los muebles y después volvía a la jaulita, era un canarito que estaba ahí, bastante amigo. No sabemos si es leyenda o no, pero también cuentan que a la semana de que Juan falleció, el pajarito dejó de comer y murió”, narra Mercedes Bustelo, directora del museo.

Ahora, el ave está embalsamad­o en su jaula. Es, además de una de las atraccione­s estrella, un puntapié para hablar de su interés por la naturaleza y los animales. “Nos falta comprobarl­o, pero los textos dicen que en esta casa de retiro tuvo diez pavos reales, vacas, cerdos, tenía de todo. Incluso les contaba a sus nietos que les pedía que no mataran a los sapos porque se convertían en príncipes”, añade Bustelo.

ESE DISCO. De La Giralda ya no queda nada. O sí, queda todo. Quedan algunos metros cuadrados que tratan de recuperar su vestigio, quedan fotos de su grandeza y de su caída. De La Giralda sobreviven historias y anécdotas que llegan hoy por una concatenac­ión de teléfonos descompues­tos por los años y por el típico borroneo del recuerdo. Queda también lo que cuenta el Museo del Tango y una melodía que trascendió al mundo y que empezó allí, en un punto marcado en el piso del Palacio Salvo, que indica que un día, antes de 1923, hubo un escenario y que en esas tablas, antes todavía, el 19 de abril de 1917, Roberto Firpo tocó por primera vez La

Cumparsita. Y en ese museo, en una vitrola de corneta roja fabricada en 1904, canta Carlos Gardel. Casi como una provocació­n a Gerardo Matos Rodríguez, el sabido compositor uruguayo y cerebro detrás del “Tango de los tangos”, que cuando escuchó por primera vez esa versión en París, se enojó. Aquella no era letra que hubiese pensado, ni el reflejo mínimo de lo que significab­a. Porque aquella canción, suya aunque con los derechos vendidos a Breyer Hermanos, estaba teniendo más éxito del que hubiese previsto. Matos Rodríguez creía que él también merecía hacer usufructo de ese éxito.

Entonces ese disco —la primera edición de 1924, grabada por Gardel para Odeón y que el Museo del Tango guarda y reproduce a cada visitante que pasa por allí— cuenta una historia. Por un lado, expone ese momento en el que La Cumparsita, con letra, pasó a llamarse Si supieras. Ahí empezaba (aunque hubo interpreta-

ciones previas) el largo camino para ser una de las canciones más versionada­s de la historia. Por otra parte, ese disco abre una ventana para hablar de Gerardo Matos Rodríguez y su vínculo con una composició­n que, cuentan, el entonces estudiante de arquitectu­ra compuso sin tener más conocimien­tos en música que tocar el piano de oído.

Aunque hay versiones encontrada­s sobre el año y las condicione­s en las que nació La Cumparsita, la más extendida es la que cuenta que todo empezó con las alucinacio­nes causadas por una fiebre de la tuberculos­is que padeció Matos y que lo tuvo en cama por mucho tiempo. “En su momento pensaba que se moría, y alucinó con ir al más allá y escuchar las notas de

La Cumparsita”, narra Florencia Pereira, una de las guías que trabaja en el museo y continúa: “Cuando Gerardo se despertó, y con el temor de morir y que esas notas quedaran en el olvido o simplement­e vivir pero olvidarlas él, quería dejarlas por escrito. Así que dibujó un piano en un cartón y pidió a su hermana Ofelia, quien sí sabía escribir música, que fuera haciendo las anotacione­s. Cuando Ofelia supo que se trataba de un tango, se ofendió y rompió relaciones con la canción”. Hablar de

La Cumparsita es también revivir una época en la que el tango no estaba bien visto entre las mujeres de la clase alta.

Entonces entra Roberto Firpo en la historia, pero también entran otros amigos de la comparsa a la que pertenecía Matos y a quienes dedicó su “cumparsita”. Firpo aparece la primera vez que se tocó en La Giralda, en el punto que ahora está señalado, mientras Matos avergonzad­o y sin pretender el valor que tuvo después, se escondía de la multitud. Aparece también la editorial Breyer Hermanos, que pagó 50 pesos por ese tango, en un momento en el que los tangos valían diez veces menos. Y sigue la carrera en el hipódromo en la que Matos apostó esos 50 pesos y los perdió, y como los perdió decidió olvidarse de ese tango.

Pero entonces Matos dejó la arquitectu­ra, estudió música y compuso más tangos, y estudió periodismo y el periodismo lo llevó a los famosos Juegos Olímpicos de 1924 en Francia —de La Giralda ya quedaba solo el polvo— y allí, bailando en París, Matos supo que su “cumparsita” había mutado, que la cantaba Gardel y había viajado. Empezó el reencuentr­o, la lucha por recuperar sus derechos y la letra que escribió en el 26, la que sí hablaba de la comparsa, de la miseria y del enfermo que moriría de pena. Entonces, ese disco es un símbolo del reencuentr­o entre un compositor y su música.

CON VISTA AL JARDÍN. Dicen que si el visitante entraba por el portón principal y se iba acercando por la circunvala­ción del jardín, Luis Alberto de Herrera controlaba sus pasos. Sentado detrás del zaguán, frente a una mesa de lata, de esas que se usaban antiguamen­te para las máquinas de escribir y que para él era más escritorio que el de roble que estaba a unos metros, el político blanco tenía todo bajo control. Allí pasaba las horas en su quinta del Prado, hoy Museo Histórico Nacional, en una época en la que su vida se fue volviendo cada vez más austera, porque a sus recursos los había volcado todos en la política.

Dicen que contemplar la intimidad del hogar permite conocer más de la persona, de su carácter, de sus modos. Ya pasaron 60 años desde la muerte de Herrera y, por ende, de sus últimos pasos por aquellos pisos de madera vieja y restaurada. Aunque la casa estuvo cerrada ante la humedad y el polvo, y aunque manos más cercanas en el tiempo la recuperaro­n del desuso, entrar a esa casa es una dualidad entre la vida truncada por el tiempo y la historia que queda en los objetos.

La decisión del Museo Histórico Nacional —que hoy maneja ocho casas de figuras importante­s de la política uruguaya— fue mantener los espacios como los encontraro­n cuando años después de la muerte de Herrera, María Hortensia — su hija— entregó la quinta a la institució­n. Allí se puede ver el estar junto a la chimenea y desde unas puertas de dos aguas contemplar lo que era el comedor, con vista al parque. También, desde esa distancia marcada por cordones que buscan proteger la casa, se vislumbra el despacho, con la biblioteca y el otro escritorio, el oficial, el de roble que tiene las patas mordisquea­das por Boy o por Top— algunos de sus perros— y con un banderín roto que Herrera tuvo allí por años y se mantiene. Y está la sala de música, esa de las veladas ociosas, el espacio más cargado entre las cristalerí­as, los retratos y los cuadros familiares y la porcelana china, que indica el gusto por lo exótico que se tenía por aquel entonces. “La casa permite ver los modos de vida de una determinad­a clase social. Cómo vivían los sectores acaudalado­s montevidea­nos de las primeras décadas del siglo XX. También hay que pensar que fue un centro de la vida pública y de la vida política del país. Por acá pasaron simpatizan­tes, adherentes”, comenta Andrés Azpiroz, director del Museo Histórico Nacional.

Y la casa también habla de Herrera a través de vitrinas que exponen su colección particular y simbolizan su espíritu: el Herrera americanis­ta está en una bo- leadora; su conocimien­to del pasado en el diploma de la Sociedad de Amigos de la Arqueologí­a; sus viajes diplomátic­os están en el pasaporte y en una condecorac­ión de Carlos III. Su carrera política está en un banderín con su cara impresa que sobró de alguna campaña, en una caja de fósforos en la que se lee “Los leales votan a Herrera Viña Gilmet”. Y en su credencial. La cantimplor­a con la marca de una bala representa, junto a otros objetos, su paso por los campos de batalla de la Guerra del Chaco, donde se posicionó a favor del Paraguay. Y del Paraguay está el poema que le dedicó Juan O’Leary, que resume ese vínculo.

Hoy, al visitante que pase por su casa lo esperan esos símbolos —dentro de poco habrá más donados por Inés y Luis Alberto Lacalle—, pero también el jardín del ceibo blanco, el bosque, las hortensias y otras flores exclusivam­ente blancas y celestes. Cuando entre —aunque normalment­e el turista lo pasa por alto— estarán todavía la mesa de lata y la silla de madera en la que Herrera pasaba sus días.

 ??  ?? Herrera. En esa silla y frente a esa mesa, el caudillo del partido nacional pasaba horas de sus días trabajando y mirando por la puerta de entrada.
Herrera. En esa silla y frente a esa mesa, el caudillo del partido nacional pasaba horas de sus días trabajando y mirando por la puerta de entrada.
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Martín. El canario de Zorrilla pasaba en su hombro y en manos de sus hijos.
 ??  ?? Centenario. Elegir un solo objeto del Museo del Fútbol se hace difícil, porque allí hay muchas joyas que cuentan la historia de la pasión celeste.
Centenario. Elegir un solo objeto del Museo del Fútbol se hace difícil, porque allí hay muchas joyas que cuentan la historia de la pasión celeste.
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Olimpíadas. Nasazzi desfiló con ella en la inauguraci­ón de los JJOO de 1924.
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Música. El Museo del Tango reproduce “Si supieras” en una victrola de 1904.

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