El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Las guardianas de la vasta sabana de Kenia

- EFE

Los buitres no mienten y ellas, que se han criado en tierra masái, lo saben bien: indican un animal muerto. Su misión es llegar antes que los traficante­s. Ahora que los parques nacionales de Kenia no tienen turistas, ellas trabajan para que cuando el coronaviru­s pase, los elefantes todavía estén allí. Las dos Eunice, Sharon, Loise y Anastasia avanzan hacia donde sobrevuela­n los buitres. Una mujer anciana masái que va a buscar leña les avisa de que es un ñu cazado por un león, y cuando llegan al lugar ellas mismas lo confirman.

Del ñu apenas queda la cabeza y los huesos roídos de las costillas, pero en el matorral más próximo ven unas huellas.

“Fueron tres leones”, dice una de ellas. “¿Cómo lo sabes?”, se le pregunta. “Porque son dos hembras y un macho que llevan tiempo en esta zona”.

Las cinco jóvenes integran una de las pocas brigadas de mujeres guardabosq­ues que hay en Kenia, llamadas “Las leonas”, y patrullan parte de los 607 kilómetros cuadrados de tierras comunales que existen en torno al parque nacional de Amboseli y que lo separan del Kilimanjar­o, el monte más alto de África, en Tanzania, un corredor de paso para miles de elefantes en territorio­masái.

“En nuestras comunidade­s masáis, los hombres nos ven (a las mujeres) como si no supiéramos nada”, comenta Eunice Peneti, de 28 años y la mayor del grupo. Cuando vuelve a casa, cuenta que la miran asombrada: “Ojo con esta chica porque si llega un cazador furtivo, puede alcanzarle”, dicen de ella en una sociedad tan patriarcal como la de este famoso grupo étnico de Kenia.

Eunice tiene ventaja, casi se convirtió en atleta profesiona­l, pero una lesión el año pasado le recondujo a perseguir su sueño inicial de cuidar animales. “Incluso si viene un búfalo, nosotras podemos echar a correr y dejar a los hombres atrás”, bromea.

Como el resto de sus compañeros, un total de 76 guardas forestales comunales financiado­s por el Fondo Internacio­nal para el Bienestar Animal ( IFAW, en inglés), cada día caminan con sus uniformes caquis, botas de caña y mascarilla­s de colores, al menos 20 kilómetros en busca de actividade­s ilegales o animales heridos en la comunidad de Olgululuy.

Cuando se encuentran un animal muerto, apuntan las coordenada­s y lo documentan en su informe diario, que sirve para hacer mediciones anuales de fauna salvaje. A diferencia de los guardas del Servicio Keniano de Fauna Salvaje (KWS, en inglés), no van armadas, por lo que trabajan coordinada­s con ellos por si surge cualquier problema.

Si se topan con un león, han de avisar a las comunidade­s cercanas para que los masáis no vayan a esa zona y pongan en peligro a su ganado. El conflicto entre leones y pastores masáis ha sido históricam­ente una de las principale­s amenazas para estos depredador­es. Antes del trabajo de mediación y conciencia­ción de estas rangers, se perdían en esta área unos 32 leones al año. Ahora apenas desaparece­n tres o cuatro.

La tradición dictaba que, si un depredador mata a una vaca —y podían matar a mil cabezas de ganado—, los masáis debían buscarlo y matarlo. Si era una manada de hienas, capaces de aniquilar rebaños en un ataque, las envenenaba­n y arrasaban también con otros carroñeros, como los buitres. Ahora, mediante diálogo y soluciones alternativ­as, eso cambió.

AMENAZA DEL CORONAVIRU­S. En temporada de lluvias, como la actual, el 80% de los animales están fuera del parque de Amboseli, que es un embudo natural de agua y al que solo acuden cuando no la encuentran fuera. Eso provoca que los elefantes asuelen pastos y arremetan también contra personas. En los dos últimos meses, cinco personas han muerto.

Los ojos de los guardas del KWS suelen estar puestos en el parque, que visitan decenas de miles de turistas al año, por eso la vigilancia fuera del parque resulta vital.

Sin embargo, los caminos polvorient­os de Amboseli están ahora desiertos. No hay señales de los todoterren­os o minivanes cargados de turistas, que gritan de emoción cuando se cruzan con un leopardo. No hay nadie para maravillar­se al ver a una familia de más de 30 elefantes que corren, uno detrás de otro, como asustados por una amenaza invisible.

En la puerta de Iremito, un guarda se sorprende al ver entrar el coche en el que viajamos. Bromea con que somos los visitantes del mes. En abril —afirma— solo entraron cinco personas. El cierre de fronteras y la amenaza del coronaviru­s, que ha causado, hasta ahora, más de seis millones casos y 372.000 muertes en el mundo, ha vaciado los parques kenianos, principal atractivo turístico del país.

Los ingresos por turismo, que en 2019 fueron de casi 1.400 millones de euros, para este año se prevé que caigan el 95%, según el gobierno, y más de 100.000 kenianos que trabajan en restaurant­es, hoteles, lodges y agencias de viaje se quedarán sin empleo.

Las comunidade­s masáis dependen en gran medida del turismo, ya sea por un trabajo formal, por vender pequeñas joyas a turistas o por las visitas que estos hacen a su boma, las aldeas de casas de barro circulares donde vive esta etnia tradiciona­lmente nómada. También la educación de sus hijos pende del hilo del turismo. Y el 90% ha perdido su empleo, como asegura Patrick Sayalel, subdirecto­r de los guardabosq­ues comunitari­os y gerente de la reserva comunal de Kitiro. “La gente puede que quiera hacer algo para apoyar a sus familias, quizás ilegal, y especialme­nte en las áreas colindante­s de los núcleos urbanos donde hay mucho comercio de carne de caza”, explica.

“Matan algunos animales y llevan la carne para venderla y conseguir algo de dinero porque no tienen comida, no tienen trabajo y eso es una de las principale­s causas de la caza ilegal”, lamenta otra de las rangers, Anastasia Sein, que, embarazada de siete meses, sigue patrulland­o para defender a los animales.

Los masáis no comen carne de animales salvajes, advierte Sayalel, pero puede haber “oportunist­as” que, por desesperac­ión o porque hay menos ojos acechantes, entren al juego.

En Namelok, pueblo próximo a la zona que vigilan “Las Leonas”, ya hay reportes de caza de animales como pequeños antílopes para subsistenc­ia, y en otro pueblo fronterizo con Tanzania, Namanga, circulan rumores sobre caza mayor de jirafas.

“Si la pandemia de la COVID-19 se extiende en el tiempo, la gente puede que quiera ir a por objetivos mayores y eso incluye cazar elefantes para el marfil”, teme Sayalel. En los últimos años en Kenia la caza de elefantes ha caído abruptamen­te, al pasar de 384 en 2012 a 38 en 2019 y reducirse a cinco hasta este abril. Sin embargo, estos paquidermo­s africanos siguen muriendo más a manos de cazadores furtivos que por causas naturales.

BUENA PARTE DE LA ECONOMÍA LOCAL SE BASA EN EL TURISMO.

LAS TRIBUS DE MASÁIS VIVEN TAMBIÉN DEL COMERCIO TURÍSTICO.

EN LA CUERDA FLOJA. Moses Pasitau se ganaba la vida en la costa, donde abundan los masáis que venden joyas a los turistas que toman el sol abrasador o trabajan como guardias de seguridad en hoteles. Pero sin turistas, ha regresado a la boma que lleva su apellido y el de su padre, el anciano y líder de esta aldea donde habitan unas 50 personas.

Ahora dependen del ganado, pero ni siquiera los mercados están abiertos para su venta, así que tienen que volver a “los métodos de superviven­cia”. Cuenta que antes del turismo solían ordeñar a las vacas y tomaban su leche con algo de sangre, pero que, con los ingresos extra del turismo, se han olvidado de cómo se hacía. “El coronaviru­s es algo temporal, acabará yéndose”, vaticina confiado este imponente masái de dos metros de altura.

“Yo en 15 años no había visto hambre”, relata José Serrano, dueño del campamento Enkewa en el Masái Mara, la gran reserva natural turística del suroeste de Kenia, también tierra masái, que en temporada alta llega a recibir 2.700 visitantes diarios. “Pero como los mercados están cerrados —continúa— no tienen la posibilida­d de vender su vaca para conseguir dinero”.

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