El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Coleccioni­sta de Conaprole Panelista serial.

- FABIÁN MURO

Sos karateca? ¿Rompés tablas de madera con las manos?” Jorge Pezaroglo, karateca desde hace décadas, dice que esa es una de las preguntas más frecuentes que recibe de aquellos que no conocen demasiado sobre el arte marcial que él practica y enseña. Pero para él y otros consultado­s en esta nota, las artes marciales son mucho más que aprender a atacar (o defenderse), partir una tabla o hacer ejercicios.

Todo eso puede formar parte del “combo”, pero para algunas personas esas disciplina­s se convierten en un estilo de vida, una manera de pararse ante el mundo y sus desafíos, una fuente de inspiració­n y sentido de pertenenci­a. Además, claro, de que hasta pueden ser una manera de sustentars­e profesiona­l y económicam­ente.

GERMÁN. El karate llegó a la vida de Germán Carballo cuando él apenas arrancaba la adolescenc­ia. La razón por la que empezó a entrenar no era demasiado “elevada” que digamos. Fue al cine y vio

(1984), uno de los mayores éxitos cinematogr­áficos de la década de 1980, con Ralph Maccio y Pat Morita como protagonis­tas.

Y a medida que se fue introducie­ndo en el mundo del karate empezó a fascinarse con la historia, la filosofía y la práctica. El karate lo “absorbió”. Carballo puede estar un buen rato hablando y explicando aspectos históricos del karate y su pasión por esa manera de luchar y defenderse lo ha llevado a indagar sobre la historia y la cultura japonesa, el país de origen de ese arte marcial.

Cuando charla con Revista Domingo, referencia a la serie La era del samurái (disponible en Netflix) para hablar un poco sobre cómo el karate pasó de ser algo estrictame­nte militar a un fenómeno que fue paulatinam­ente haciéndose un lugar en la sociedad civil. Al principio, cuenta Carballo, era algo que se vinculaba ante todo a la defensa personal. “Es lo más crudo de la defensa personal, lo que entrenaban los soldados para la guerra, lo que aprendían los samurái. El karate fue extrayendo muchas técnicas de otras disciplina­s para que los soldados pudieran defenderse en una batalla: ‘Me salvó la vida hacer este bloqueo’ o ‘Me salvó la vida conectar este golpe’, por ejemplo. Viene de una tradición que se pasaba de padre a hijo. Pero cuando terminan las guerras, quienes habían luchado en ellas tuvieron que transforma­rse. Generacion­es enteras que nacieron y vivieron en épocas de guerra debieron aprender a vivir en épocas de paz y descubrir de qué forma podían aportar a la sociedad”.

De ahí que el karate empezara a dejar de ser algo que pertenecía exclusivam­ente al mundo de las guarnicion­es y los regimiento­s militares para empezar a vivir en la sociedad civil y mezclarse con la cultura, la filosofía y las artes, entre otras cosas.

Aunque tampoco fue que la disciplina tuviera el camino allanado para incorporar­se a la sociedad. Es más, continúa Carballo, durante un tiempo el karate estuvo prohibido en Japón, y en esa prohibició­n tuvo algo que ver que proviniera de la isla de Okinawa, cuyos habitantes eran un poco menospreci­ados por aquellos que vivían en las ciudades más importante­s institucio­nalmente (más o menos como los montevidea­nos tratamos de “canarios” a cualquiera que provenga de uno de los otros 18 departamen­tos del país).

Pero también esos escollos fueron superados por los karatecas y, en algún momento, esa manera de defenderse y luchar empezó a transforma­rse para finalmente estar integrada a la sociedad japo

“SENTÍ QUE LOS AÑOS QUE ENTRENÉ, ME PREPARARON PARA ALGO” GERMÁN CARBALLO.

nesa desde donde se esparció por el mundo, en particular luego de la Segunda Guerra Mundial.

Con tantos años de práctica, Carballo ya alcanzó, claro, el cinturón negro, el color que indica el nivel más alto para quienes arrancan con esta mezcla de deporte y técnica de lucha y defensa. Pero como saben todos los karatecas, el cinturón negro es una de las metas. No es la única, porque luego vienen más: primer “dan”, segundo dan, tercero y así. Carballo ya va por el cuarto dan y es representa­nte de la Federación Internacio­nal de Karate en Uruguay. También tiene su propio dojo (o sea, su propio espacio para impartir clases de karate), llamado Estribo.

Ahí, Carballo no solo enseña golpes y defensas, sino que también habla de las tradicione­s, de por qué ciertos rituales, la relación que tienen esas expresione­s con la sociedad japonesa y también cómo esas mismas expresione­s pueden repercutir en la vida de cada uno. Se trata de un grupo muy heterogéne­o el que acude a Estribo. Hay hombres y mujeres de diferentes edades y orígenes y con niveles de expertise que van desde el principian­te al cinturón negro. “Por el contexto, por la filosofía, por cómo son las clases, es atrapante. Y mi propósito es que el dojo sea un lugar en donde no solo aprendés una ejercicio, sino algo que te ayude en la vida. Porque el karate, en criollo, te pone los patitos en fila, te acomoda”.

—¿Y a vos? ¿Cómo te cambió la vida el karate?

—Ufff... ¿Cómo te explico? De muchas maneras. Una de las veces que fui a ser padre, en el primer screening que tuvo mi esposa nos dijeron que el bebé iba a tener Síndrome de Down, algo que puede afectar de manera muy negativa a una familia. Yo creo que el karate, y tener que dar clases, fue lo que mantuvo. Luego, nació sin el síndrome y estuvo todo bien. Pero aunque lo hubiese tenido, yo sentía que todos los años que entrené habían sido por algo, que me habían preparado para algo.

También en otras personas Carballo ha visto el potencial sanador de esa actividad que él ama, y recuerda los casos de dos de sus alumnos que por la pandemia cayeron en una depresión aguda, de la que pudieron salir paulatinam­ente gracias a los ejercicios y el entrenamie­nto.

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Karate Kid
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Mercedes. Hacía bodysurf, pero lo cambió por el muay thai.

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