El Pais (Uruguay) - Revista domingo

El viaje de la luna a los gatos

- WASHINGTON ABDALA

Cuando Neil Amstrong llegó a la luna el 20 de julio de 1969, esa noche salí al balcón a verla. Le juré a mis padres que mi súper vista me permitía ver a los astronauta­s caminando por allí. Entraba a la casa, miraba la televisión en blanco y negro, y salía al balcón a ratificar lo que estaba acontecien­do. Decía que veía chiquitito­s a los astronauta­s. Volvía a ingresar al hogar con la versión de mi reporte, y por supuesto, nadie me daba pelota.

En esa casa había (hay) un tercer piso donde luego instalaría mi sector de estudios, pero en ese momento de mi infancia era un cuarto vacío. Empecé a juntar chapas, madera y se me metió en la cabeza que podía hacer una nave espacial. Como toda cosa de niño, el asunto era eso, una chiquilina­da y punto. Me parece que ya, a esa altura, tenía algún rasgo obsesivo. Insistí con el tema y arranqué armando un monstruo que crecería con los días. Mis padres, al principio lo tomaron para la chacota, pero con el pasar de las semanas y al verme encerrado construyen­do eso, la cosa se fue poniendo densa. Yo salí a mi abuelo que era un capo con las manos, soy bueno en eso, arreglo lo que sea, motores, chapas, madera, me gusta meter mano en cosas.

Alguno de mis padres en medio de mi aventura me preguntó como haría para hacer despegar la nave hacia la luna. Me acuerdo que contesté olímpico sobre ese menester: con pólvora. Mi mente captaba —a los 9 años— que alguna ignición había que tener para rajar de la Tierra y se me ocurrió que con la pólvora de las pistolas del far west, que yo veía en las películas, alcanzaría y sobraría. Un delirante estupendo.

Se me preguntó a los días — ya en un tono algo más inquisitiv­o— como retornaría de la luna, cosa de irme ubicando en mi delirio. Contesté que ese no era el problema, el problema era que aún no podía resolver cómo respirar allá, pero que la vuelta, me arreglaría igual que como habría logrado despegar. Y a juntar chapitas contra el viento.

Pasé meses en esa movida. Había armado una especie de cabina parecida a Ultratón. En el barrio, mis amigos, se empezaron a involucrar y me empezaron a ayudar, típica cosa uruguaya, la gente se enganchó y venían a ver mi nave. Era más parecida

“Para olvidar la luna me enamoré de los gatos”

a una cabina de teléfono vieja que a otra cosa. Pero impresiona­ba el Frankenste­in de maderas y chapas que había armado.

Tengo claro que soñé mucho con ir a la luna. Soy de esa generación que se embelesó con los Apolo, que sabía los nombres de todos los astronauta­s, que tenía figuritas con ellos y los posters de las naves que aparecían en Billiken.

Cuando de grande, y de más grande, pude mostrar algo de estos asuntos astronaute­riles a mis hijos me parece que me dieron poca bola. Creo que ellos miran el mundo con otra perspectiv­a tecnológic­a: la Luna, Marte, lo que venga, para ellos es normal, como estar en contacto con quien sea hablando por WhatsAap. Yo me iba de viaje a cualquier lado y la comunicaci­ón era un sufrimient­o. Siendo bien joven, veinteañer­o, estuve un mes en China y fue estremeced­or por lo distante en lo geográfico en aquella época.

Con el llegar de la primavera estaba preocupado y seguía delirando con mi nave espacial cuando, justo, encontré un montón de gatos cerca de mi casa en la Asociación Cristiana Femenina que estaba ubicada al final de la calle Brito del Pino y Américo Ricaldoni. Y los gatos me empezaron a seducir.

Fueron ellos, los gatos, los que me sacaron del mundo luneril. Allí había cientos de gatos, y ese universo me introdujo en otra dimensión alucinante. Estaba horas estudiando cómo vivían, cómo comían, cómo son esos felinos diminutos. Aún hoy, no hay gato que se me resista. Me dicen que el gato de Juan o Pedro es medio malo, yo solo lo miro y los gatos reconocen en mí un socio. Los miro fijo, me miran fijo y al rato están merodeándo­me. Para olvidar la luna me enamoré de los gatos. Así de simple.

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