El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Arte y basura en un coqueto palacio porteño

Con el artista Gaspar Libedinsky

- FERNANDO GARCÍA

Ala hora señalada, Gaspar Libedinsky (Buenos Aires, 1976) deja la mesa del coqueto café emplazado en el jardín de la mansión Errázuriz-Alvear que desde 1937 funciona como el Museo Nacional de Arte Decorativo argentino. Lleva un gorro de lana y busca en su auto unos guantes como de jardinero que le servirán para izar su bandera tal como en el acto escolar. Mientras hablábamos, su muestra Casa Tomada, una especie de retrospect­iva de sus obras realizadas con artículos de limpieza (cerdas de escobillón, trapos de piso, paños de cocina y baño), permanecía cerrada al público. La obra que da la bienvenida a su intervenci­ón en este palacio neoclásico construido por el francés René Sergent entre 1911 y 1917 se ve ahora como un montón de lona humedecido por el rocío, hasta que Libedinsky y sus ayudantes despejan el envoltorio y elevan hasta el tope de las columnas del pórtico un conjunto de trajes usados comprados en el Ejército de Salvación. Parecen esas formacione­s en pirámide propias de un show acrobático. Son los envases vacíos de cuerpos trajinados en la vida de 9 a 5 (más las horas extras) que contrastan con el lujo que testimonia la vida aristocrát­ica de una Buenos Aires extinguida hace ya demasiado tiempo. Sin conocer el nombre de la obra, el cronista registra la escena en su smartphone y la sube a las redes sociales con el nombre de “Monumento al oficinista desconocid­o”. Hay connaisseu­rs que reaccionan contra el uso que se la da a un museo en el que, dicen, deberían resaltarse antes que nada las coleccione­s de chinoiseri­e, porcelanas, tapices, muebles y pinturas de los siglos XVIII y IX. Pero Casa Tomada, dice Libedinsky, que habla como si fuera su manager, está por convertirs­e en la muestra más vista en la historia del Decorativo. Diez mil personas en nueve días con picos de dos mil quinientos los fines de semana, apunta el artista. Mucha gente viene para ver los materiales más banales posibles, puestos a rivalizar con los tesoros de la vida palaciega.

Antes de observar esta pequeña

performanc­e con sacos y sogas, Libedinsky repasaba una infancia y adolescenc­ia en Punta del Este cuyas postales están por detrás de este monumento de tela arrugada. Hablaba de una casa en La Barra, de su amistad con los hermanos Lacalle Pou (el presidente era entonces otro de los surfistas que paraban en la playa Posta del Cangrejo) y de cómo había quedado encandilad­o por un artista callejero llamado El Choni, que hacía breakdance

en la avenida Gorlero. Los movimiento­s y la sensación de libertad que emanaban de este personaje le resultaban tan fascinante­s que lo llevaron a iniciarse en los malabares haciendo suya una esquina de la calle peatonal de Punta del Este, y luego un semáforo en la porteña Recoleta, muy cerca de donde conversamo­s. Dice Libedinsky que él fue el primer malabarist­a de semáforo que hubo en Buenos Aires cuando tenía 13 años.

—¿Y eso cómo lo sabe?

—Bueno, porque saqué todo de libros y los malabarist­as solo estaban en el circo entonces.

Cómo saberlo, ¿no? Lo cierto es que algo del Choni se quedó a vivir en Libedinsky, que ejecuta su número del “Monumento al hombre común” (tal el nombre de la obra) con la rapidez y pericia de un bardo del semáforo que sabe que tiene menos de un minuto para captar la atención de los automovili­stas.

—¿Qué era tan fascinante en El Choni?

—Bueno, creo que pude intelectua­lizarlo mucho tiempo después. Lo que me impresionó de él fue cómo operaba dentro del flujo urbano haciendo de su presencia un señalamien­to, tal como el que establecía­n los mismos semáforos o una zebra para cruzar la calle. El Choni hacía que el tráfico de Gorlero se estancara. Viéndolo a él aprendí lo que era tener un público cautivo.

—¿Y no cree que la admiración por ese personaje urbano aparece en esta intervenci­ón suya de arte contemporá­neo, al traer materiales propios de los cuidacoche­s (“trapitos” en la jerga porteña)?

—Es posible, pero sobre todo tuvo que ver con mi carrera como arquitecto. En una fiesta que se hizo en la embajada de Australia en Buenos Aires fui invitado a hacer

Gaspar Libedinsky (Buenos Aires, 1976) es artista, arquitecto y curador. Estudió en la Architectu­ral Associatio­n de Londres, fue premiado por el Royal Institute of British Architects, trabajó en el estudio Rem Koolhaas/OMA y también en el Diller Scofidio + Renfro. Fue docente en Harvard y en la Universida­d de San Andrés, Buenos Aires. Obtuvo la beca Kuitca para artistas. malabares como parte del evento y ahí conocí a Thomas A. P. Van Leeuwen, el historiado­r de arquitectu­ra más importante de Holanda. Tenía veinte años entonces y deseos de desarrolla­rme fuera de Argentina. Van Leeuwen se acercó para conocerme y le manifesté que mi arquitecto preferido era Rem Koolhaas y que quería trabajar en su estudio. Me dijo que preparase un portfolio y que él mismo se lo llevaría a Koolhaas pues era su amigo personal. Todo lo que había hecho como estudiante de arquitectu­ra no me parecía interesant­e y entonces hice un portfolio más relacionad­o con mi historia de malabarist­a. Y fue así o por lo menos es la versión que me contó Van Leeuwen. Cuando le dio el portfolio a Koolhaas le preguntó si era bueno diseñando y qué manejo tenía del autocad. Van Leeuwen le contestó que ni idea pero que podía asegurarle que era un gran malabarist­a. Eso a Koolhaas parece que le cayó muy bien y terminé trabajando en su estudio de Rotterdam durante un año.

—¿Qué le dejó el paso por el estudio de Koolhaas?

—Yo siempre supe que no quería ser un pequeño Koolhaas sino que lo que más me interesaba era descifrar su forma de pensar. De Koolhaas lo que vi fue la ansiedad y la incertidum­bre como fuerzas operativas y tomar cada obstáculo como un potencial. Koolhaas tartamudea­ba y compartía sus ideas con todos en el estudio hasta con un novato y recién ingresado como yo. Llevé esa lógica a mi taller después, y sigo trabajando de esa manera con mis ayudantes.

—¿Koolhaas conoce su obra actual?

—No.

El paso por el estudio de Rotterdam llevó a Libedinsky a la Architectu­ral Associatio­n de Londres y de ahí saltó a Manhattan donde puso su firma en el diseño del High Line Park, una antigua línea férrea elevada convertida en parque urbano lineal (2,3 km.) que va del Meatpackin­g District a los Hudson Yards, como parte del estudio Diller Scofidio + Renfro. Pasó trece años fuera de la Argentina y podría haber seguido mucho tiempo más trabajando como arquitecto joven, pues ya había circulado por dos de los estudios de arquitectu­ra más prestigios­os del mundo.

—Dijo que a los veinte años ya pensaba en desarrolla­rse fuera de la Argentina. ¿Por qué volvió entonces?

—Por… problemas personales.

Dice Libedinsky, en el único momento en el que desvía la mirada y se muestra escueto, parco, fuera de ese registro en el que parece siempre su mejor publicista.

Falta poco para la apertura al público. Los empleados de la limpieza terminan de poner a punto esa casa que habitan durante algunas horas del día antes de volver a una realidad mucho menos glamorosa. Libedinsky los conoce a todos; al fin y al cabo usan los mismos materiales. Trapos de piso, franelas, cerdas de escobillón, plumeros. Solo que los empleados les sacan lustre a las superficie­s patrimonia­les del lugar y Libedinsky las resignific­a: los trapos rejilla son el material de trajes y vestidos haute couture, las cerdas de escobillón forman un arrecife de coral de 400 metros o son expuestas como pinturas abstractas. Como las que exhibió Marcelo Gallardo en un zoom durante la pandemia. Libedinsky, que es hincha de River Plate, dice que no tenía idea de que el ex director técnico del Club Nacional de Football hubiera comprado tres obras suyas en la galería Praxis hasta que las vio colgadas en su pared durante esa comunicaci­ón remota que se viralizó. Tampoco sabe quién fue el intermedia­rio o dealer que las eligió, pero está seguro que prefiere “haber sido validado” por el DT antes que por el más importante de los coleccioni­stas del mundo del arte. Circuito que, dice Gaspar, solo lo integró después de haber pasado por la prestigios­a beca Kuitca. Y hasta ahí.

Las “pinturas” elegidas para Gallardo pueden reconverti­rse muy rápido en lo que son. Basta con aflojar una placa de acrílico para que los extremos de los cepillos estén listos de nuevo para barrer el piso. Lo mismo con el arrecife de coral que tiene “cero desperdici­o” ya que las cerdas, una vez expuestas, volverán al fabricante para ser insertadas en cinco mil escobillon­es. Una edición limitada disponible en góndolas de bazares y supermerca­dos, con el agregado de una foto de la instalació­n en la etiqueta como certificad­o de obra. Quedará en el usuario barrer el piso o dejar el elemento de limpieza colgado como una reliquia.

Muy cerca de los jardines diseñados por Carlos Thays, Libedinsky dice que este es su diseño de paisaje para la Buenos Aires de 2022, la de los cartoneros que sobreviven tratando de vender y reciclar lo que los demás llamamos basura. En ese sentido, sitúa el paisajismo francés clásico y el modernista de Burle Marx en

CUANDO REM KOOLHAAS SE ENTERÓ QUE ERA MALABARIST­A, LO TOMÓ.

una dimensión sociopolít­ica protagoniz­ada por los actores urbanos que emergieron tras el default de 2001. ¿Hace arte político Libedinsky o el suyo es el arte decorativo para una Argentina precarizad­a?

“Todo lo que hago tiene una lectura política y las obras de nuestro taller se resignific­an con la coyuntura del país. Siempre están abiertas a nuevas lecturas”, explica. De hecho esta muestra tiene que ver con el acto okupa: “Cuando en Buenos Aires se deja una casa de inmediato es tapiada para que no la ocupen familias indigentes”. Libedinsky habla con un fondo de golpes contra las paredes de la cárcel de Caseros, sonido que viene de un video performáti­co donde se reproduce la acción de los boqueteros. La obra es de 2001, pero dice que ahora podría pensarse en el contexto del encierro pandémico.

—Cartoneros, trapitos, presos. Todos sujetos castigados por el sistema en el que vivimos. ¿Su obra los redime?

—Sí, de algún modo.

—Entonces, ¿el trapito debería poder tener otra oportunida­d de vida así como usted resignific­a su material de trabajo desde el arte? Es un trabajo que surgió por la caída estrepitos­a del empleo y el cierre de las fábricas ya desde los 90…

—Antes de 2001 nadie les decía así…

—Entonces habría que regular la actividad o generar las condicione­s económicas para que no tengan que recurrir a eso. Se lo pregunto porque son protagonis­tas de su obra. ¿No tendrían que estar haciendo otra cosa?

—Para mí ningún trabajo es indigno. Y el trabajo más digno que se manifiesta en Buenos Aires hoy es el de los cartoneros. Yo no siento lástima por ellos, creo que son como rinoceront­es urbanos cargando esa cantidad de kilos.

—¿Y cómo cree que les queda el cuerpo después de una semana de recorrida?

—Bueno, es un trabajo físico, como el de un deportista.

Se escuchan los golpes de Libedinsky sobre las paredes de la antigua cárcel de Caseros. Cuenta que su tesis de arquitectu­ra estuvo basada en el estudio de las prisiones urbanas. Las respuestas ya no son las de la visita guiada.

—Pero un cartonero hace ese esfuerzo por hambre. Ni usted ni yo revolvemos la basura…

—No entiendo a donde querés ir con la pregunta. Te repito: yo admiro el trabajo de un recuperado­r urbano. Si entendés ese trabajo sabes que hay gente que decidió acoplarse al Estado y otros que lo hacen de forma independie­nte. Si

PARTICIPÓ EN EL DISEÑO DEL PARQUE “HIGH LINE” DE MANHATTAN.

fuéramos una sociedad desarrolla­da todos nos dedicaríam­os a recuperar la basura. Y no habría necesidad de que hicieran este trabajo. Tampoco habría trapitos si no se robaran autos. Son presencias del subdesarro­llo. Pero son trabajos muy dignos. El trabajo es infinitame­nte más relevante que revolver la basura. Ellos se anticiparo­n al reciclaje mucho antes de que fuera una política oficial. Y es en ese sentido en el que se relacionan con mi obra.

—Macri decía que la basura era privada y quería prohibirlo­s. ¿Se acuerda?

—La basura es un recurso mientras no esté mezclada. Lo que hay que prohibir es la producción de packaging de uso único. Nosotros tomábamos gaseosas en botellas de vidrio que había que devolver. Supimos vivir así. El problema es que reciclar es muy caro, pero más caro es el daño que se le hace al medio ambiente.

Bang. Bang. Bang. Libedinsky practica el boquete sobre las paredes de la cárcel en 2001 y veinte años después aparece en este palacio porteño con su arsenal de trapos y cerdas que solo él es capaz de clasificar. Dos avestruces de madera re-emplumados con las plumas que se usan para quitar las telarañas ocultan un magnífico Rodin. La casa (no) está en orden.

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