El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Con un público que lo aclama

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El bandoneón ha sido más importante que el estetoscop­io para este nefrólogo que tocó su instrument­o preferido en ambulancia­s y salas de CTI. Lo llevaba a todas sus guardias a pedido de los pacientes. “En 1998 acompañé a Malena Muyala en unas intervenci­ones que hizo apoyada por el MEC, salieron artículos en el diario, mis pacientes se enteraron que yo tocaba el bandoneón, me pidieron que lo llevara y así comenzó todo. Les hacía bien y lo seguí haciendo por años en todos los lugares donde trabajé”, relata Gerardo Pérez Méndez. este médico amante de la música es sentar las bases para conformar una ONG que asegure la continuida­d de Hospital Tangó y permita seguir alimentand­o el alma de pacientes, familiares y personal de la salud, y genere, a la vez, fuentes de empleo para los artistas uruguayos.

“Los pacientes lo disfrutan mucho y nos piden que volvamos. Pero los chicos viven de la música y necesitan cobrar por su trabajo. El proyecto hay que sustentarl­o. Estamos en esas gestiones y dificultad­es”, asevera el nefrólogo.

PRIMER AMOR. El hoy médico aún conserva una esquela que redactó el 16 de marzo de 1965 en su pupitre de la escuela N°100 de Empalme Olmos. La carta confirma que su romance con el bandoneón data de la niñez y se lo fomentó su padre. La maestra de quinto año encomendó a sus alumnos contar cuál había sido el día más feliz de sus vacaciones y él contó lo siguiente: “Era un día repleto de radiante sol. Mi papá y mi padrino salieron al mediodía para recorrer casas de instrument­os musicales con el fin de comprar un bandoneón que yo tanto había esperado. Pasaron cinco ómnibus y papá no llegaba. La noche se nos venía encima y salí corriendo hacia la parada: como era una noche de luna clara vi a mi papá acercarse muy feliz con mi instrument­o tan anhelado”.

Este hombre, criado entre granjas, viñedos y aljibes en la zona rural canaria, le agradece a su padre por haberlo mandado a clases de bandoneón con 11 años y así regalarle su primera profesión: la de músico. Tiempo después, le enseñó el oficio de albañil, ese que desempeñó por ocho años en paralelo a la carrera de medicina y a la enfermería (su cuarta profesión) porque no podía sobrevivir sin trabajar y estudiar a la vez.

“Mi papá no pudo terminar segundo de primaria porque mi abuelo lo mandó a trabajar como peón de estancia con 8 años. ‘Usted ya sabe leer y escribir’, le dijo. Mi madre se crió en el medio del campo y no conoció la escuela. Sin embargo, tuvieron la suficiente inteligenc­ia y amor para inculcar a sus tres hijos el afán por el estudio y trabajo”, cuenta con lágrimas en los ojos. Se conmueve al evocar a su historia familiar con la misma calidez, inocencia y amor que lo hizo ese niño al desempolva­r el hermoso fuelle con una foto de Olga Delgrossi en su estuche. Ese bandoneón fue el mejor regalo que recibió, cambió su vida y hoy lo motiva a seguir poniendo su granito de arena para tratar de construir un mundo mejor. O al menos una medicina más sensible.

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