El Pais (Uruguay) - Revista domingo
Una forma de mejorar el mundo
Un día de 1933 el pequeño Homero salió a andar en bicicleta, tuvo un accidente y se rompió una clavícula. Su padre, que era periodista, consiguió un pase gratis al cine para hacerle más llevadera la convalecencia. Algunos años más tarde el niño se transformó en HAT y llegó a ser el crítico de cine más importante de habla hispana. Debe agregarse, sin embargo, que en esa transformación no importaron tanto la bicicleta, la clavícula y el pase gratis, como su disciplina personal, su rigor para el aprendizaje autodidacta y su amor incondicional por el periodismo que entendió y practicó como un oficio capaz de mejorar el mundo.
HAT perteneció a una generación que vivió muy conscientemente las turbulencias políticas previas a la Segunda Guerra Mundial, luego la guerra misma y después la reconfiguración geopolítica de toda Europa. Era inevitable que la realidad le importara y fuese —hasta cierto punto— una medida para entender sus gustos. Su cinefilia se formó en los años del apogeo del sistema de estudios de Hollywood así que apreciaba las virtudes generales del clasicismo narrativo (economía, pertinencia, ritmo, concentración dramática) y valoraba como eficaz al film que las poseía. Pero no se quedó ahí. Con el tiempo aprendió a valorar aún más al realizador que encontraba su propio espacio de expresión poética
Con Harriet Andersson
dentro de los rigores de la forma (como Wyler o Ford). Era en esencia el mismo mecanismo que admiraba en el jazz de los años 20 en general y en Bix Beiderbecke en particular. Y fue también la lógica sobre la que maduró su propia prosa, que llegó a ser simultáneamente rigurosa y lúdica, como era él mismo. Sometida sin concesiones a las exigencias del mejor periodismo de divulgación, esa prosa fue la herramienta con la que logró dar cuenta de las múltiples complejidades de Bergman, Resnais, Bresson, Antonioni o el cine de estudios, sin banalizarlas nunca. Fue también la principal arma secreta de esa impresionante máquina cultural que fue la Página de Espectáculos del diario El País, bajo su conducción desde 1955, cuya influencia trascendió las fronteras del Uruguay.
HAT decía que le gustaba pensar solo y nunca se apuntó en ninguna moda de la crítica cinematográfica. Estaba suscripto a las principales revistas especializadas, que estudiaba e indizaba con fervor, pero en sus propios textos sólo las utilizaba como referencia informativa. Durante sus casi setenta años de actividad profesional pensó las películas en su contexto, indagó en los diferentes modelos de producción, subrayó la importancia creativa de guionistas, productores y técnicos, y destacó autores cuando consideró que los hubo, sin ser incondicional de nadie. Su mayor preocupación
Fera dar cuenta del funcionamiento de cada obra, con una actitud analítica que subordinaba su gusto personal y permitía así que el lector se involucrara críticamente en el texto aún sin compartir la ponderación que HAT expresaba. El resultado de esa dedicación no es sólo el canon previsible (Bergman, Chaplin, Eisenstein, Welles, Listas Negras) sino una miríada de films, directores y temas ignorados por sus colegas, que HAT descubrió y analizó en tiempo real y que no aparecieron entre los intereses de la crítica hasta mucho tiempo después. Además de reseñarlos en su momento, HAT los retenía para siempre en algún cajón de su memoria prodigiosa, que abría a pedido para hacer listas o para asesorar curiosos. Aún hoy sus textos sirven para encontrar y disfrutar films valiosos que siguen postergados y muy ajenos a la triste oferta de las plataformas de streaming.
Con la misma vocación formativa, cuando fue editor en jefe en diarios, revistas y suplementos, su prioridad consistía en verificar que todos los textos tuvieran la información correcta y los elementos de juicio necesarios para que el lector accediera a un “estado de la cuestión”, un panorama que le permitiera entender rápidamente qué estaba pasando en cada materia. Así, por ejemplo, se hicieron famosas sus notas seriadas en dos, tres o cuatro entregas, que anticipaban los estrenos importantes y que proporcionaban no sólo la información pertinente en cada caso sino además una idea general de la repercusión que había merecido la obra en el mundo. Todo lo cual no condicionaba en lo más mínimo el juicio propio que se expresaba después en la nota definitiva y final de la saga, que era la crítica posterior al estreno.
Al mismo tiempo, en sintonía con su concepción idealista y formativa del periodismo, hizo cuestión de no limitar el alcance de su mirada a la oferta del mercado cultural local, que en Latinoamérica tiende a ser restringido y conservador. HAT trabajaba con la ilusión de que el lector se acercara al mundo, donde pasaban más cosas, y entonces hizo cuestión de reseñar cientos de películas que no tuvieron estreno comercial en la región y decenas de publicaciones que jamás se tradujeron al castellano. Su influencia desde las páginas de El País logró, a veces, que el mercado local se expandiera con estrenos y libros imprevistos. Y además logró, siempre, despertar la curiosidad del lector por todo aquello que no se le ofrecía.
HAT se alejó de la crítica de cine cuando dejó de sentir que su trabajo era útil. Advirtió que los modos de consumo estaban cambiando rápidamente y los medios de comunicación no respondían a esos cambios con la misma dinámica. Lo advirtió antes que muchos, hacia 1989, cuando aún no se vislumbraban las consecuencias de la revolución digital y a nadie se le ocurría hablar de la muerte de la crítica. Se reinventó con la creación de El País Cultural donde convocó a un grupo de jóvenes especialistas en temas diversos y repitió, en otro formato, la eficacia de su vieja Página de Espectáculos. Así perduró hasta el final, tenazmente pertrechado en el periodismo como práctica formativa y contribuyendo desde ahí a mejorar el mundo. ue por julio o principios de agosto de 1993. No recuerdo bien la fecha, ni cómo iba vestida, ni qué más hice ese día ni cómo era el clima. Iba a la sección del diario El País donde funcionaba el suplemento Cultural , en un piso 8 de un edificio sobre Plaza Cagancha que nunca había registrado, porque el diario para mí eran las palabras impresas y un puñado de nombres. Semanas antes, Alicia Migdal le había hablado de mí a Rosario Peyrou, y la expectativa de poder escribir en el suplemento era un empastillamiento de adrenalina y miedo que en el plano cultural nunca había tenido. Lo dirigía una persona que ya era leyenda: Homero Alsina Thevenet; hasta el nombre me imponía, y no me atrevía a hablar de él con la familiaridad intelectual del HAT.
Cuando entré estaban, entre otros, Elvio Gandolfo, Rosario Peyrou, László Erdélyi. Pero a quien vi primero (él abrió la puerta) fue a the boss: el rostro anguloso, el pelo blanco, la mirada de panóptico. Para una tímida ese tipo de mirada es el infierno. Me habían aleccionado para esa entrevista y para no ir sin nada llevé un artículo que había escrito pocos años atrás y publicado en La Semana del diario El Día. Ahora no recuerdo si era sobre literatura o cine, pero sin duda había elegido uno de los que me parecían mejores. En otras palabras: en el plano profesional iba orgullosa y segura.
Se lo mostré, lo miró un segundo, señaló algo con el dedo y dijo: “ESTO ESTÁ MAL ESCRITO”. Lo pongo con mayúsculas porque los golpes a la vanidad siempre son grandes. La palabra en cuestión era “digresión”; yo había puesto “disgresión”. Seguro se me notó la vergüenza porque me dijo algo como restándole importancia y creo que le oí el primer “chiquita” que luego me diría cariñosamente tantas veces. Me fui de ahí con el primer libro que comenté en el Cultural, una edición de Banda Oriental de Los juegos, de María de Montserrat. Sé que salí desanimada, como cuando una se viste de fiesta y le hacen notar la mancha en el vestido. Esa palabra mal escrita, esa mancha, no la vi en muchas lecturas y él la vio de una. Pero salí con algo más que desánimo, solo que lo supe después.
El Homero que conocí era detallista, perfeccionista, observador, estudioso, íntegro. Sabía y aplicaba, para sí mismo y para otros, reglas de comunicación que a muchos les parecen banales: no es lo mismo colocar un signo de puntuación aquí que allá, una tilde aquí que allá; hay palabras que sobran, basura lingüística que entorpece, pensamientos que deben ir con claridad a la página, soberbias y humildades necesarias de las que conviene tener noción. Lo más curioso es que no se trataba de técnica ni de normativa tan solo, era una cuestión de vida, una cruzada contra el relativismo. Con el tiempo las idas al Cultural ganaron en confianza, humor, desparpajo, me sentía bien ahí y eso fue y es parte de la enseñanza. No puedo decir que haya hablado en extenso muchas veces con él, pero cada vez que iba, salía de ahí sabiendo que el viejo me quería, y yo a él.