El Pais (Uruguay) - Revista domingo
El autor que imaginó el horror del mundo actual
que la segunda, en principio, sirve de complemento a la primera, aunque no sería tan difícil de argumentar lo contrario— pueda rivalizar en intensidad descarnada y deslumbrante con la escritura de Meridiano de Sangre o el impacto vívido de las imágenes de La carretera, hay en este par de novelas una estatura conceptual (ya que no necesariamente “literaria”, signifique lo que esto signifique) que va más allá de todo lo escrito a anteriormente por McCarthy. La categoría de “obra maestra”, en definitiva, moviliza una serie de presunciones o presuposiciones de lectura, y las obras de estilo tardío suelen rebelarse contra esas matrices de valor, peleando siempre contra lo más consabidamente “mejor” de sus autores.
Para empezar, y a la manera de las llamadas novelas maximalistas —que pretenden, entre otras cosas, esbozar la totalidad de un saber dado, sea la ingeniería aeronáutica en El arcoíris de la gravedad de Thomas Pynchon o el mundo de la falsificación de arte en Los reconocimientos de William Gaddis, y sin que impliquen una reducción de estas novelas leviatánicas a apenas lo anotado—, las dos últimas novelas de McCarthy, El pasajero y Stella Maris, abundan en diálogos exhaustivos sobre temas como la historia de las matemáticas en el siglo XX, la física cuántica, el buceo de rescate de pecios (barcos hundidos) y la filosofía de la conciencia. Que están vinculados, a su vez, a la peripecia vital de sus protagonistas, Bobby y Alicia Western (ya este apellido parece una marca autorreferencial: no en vano Cormac McCarthy es recordado en tantas semblanzas necrológicas como un escritor incorporado a la larga tradición del western estadounidense).
Ambos protagonistas, hijos de una hija de inmigrantes judíos campesinos y un físico brillante —colaborador de Oppenheimer en el Proyecto Manhattan y por tanto uno de los padres de la bomba nuclear— son niños prodigio: dan señales de brillantez en la matemática desde una edad muy temprana y mientras Bobby —acaso el menos talentoso de los dos, al menos para los números— decide “resignarse” a la física, Alicia permanece en las zonas más abstractas y esotéricas de las matemáticas. Pronto —de esto nos enteramos en Stella Maris— se codeará con los matemáticos más brillantes de su época, entre ellos el enigmático Alexander Grothendieck, quien, como nos recuerda (y/o ficcionaliza) el escritor chileno Benjamin Labatut en su deslumbrante libro
Un verdor increíble, abandonó las matemáticas aterrado por haber detectado una verdad tenebrosa en el corazón de la disciplina. Alicia vive una experiencia similar, pero en su caso la peripecia incluye además alucinaciones, esquizofrenia y depresión.
El pasajero, de hecho, comienza páginas con el literal de las primeras; Bobby debe lidiar con el asedio cada vez más cruento de los fantasmas de su vida, sus ambiciones destruidas (en gran medida por él mismo) y, sobre todo, de la persistencia en su vida de la intensa relación que lo unía a Alicia, de la que el adjetivo “incestuosa” parece ofrecer el modelo menos insuficiente.
Las visiones de Alicia y la vida de Bobby parecen explicarse (o leerse) mutuamente, de ahí que la segunda parte, Stella Maris, sea tan comentario y complemento de la primera, El Pasajero, como viceversa. De la relación entre ambas surgen entonces pavores y maravillas, como si Cormac McCarthy, a fuerza de su realismo cruel (o su crueldad realista), se adentrara más allá de esos límites artificiales que, cómoda o resignadamente, convenimos en conferir a la realidad. Y ahondara no sólo en la pesadilla —como sus personajes— sino que quisiera hacer aparecer, una vez más, una verdad terrible y oculta. Alicia, en una de sus alucinaciones, cree acceder al lugar desde el que descubrir, como si de un acto de espionaje se tratase, que el gran secreto del mundo involucra a una entidad bestial y horrorosa, un parásito inmenso e inmundo. A partir de esa visión comienzan a visitarla los espectros liderados por el Chico Talidomida, que parecen “reportar” a una autoridad superior. El libro, por supuesto, no dice cuál es esa verdad última —si hay una “realidad” en la “alucinación”— ni podría o debería decirlo (al menos sin dejar de ser literatura). Pero su retórica implacable vuelve imposible no conjeturar —sabiendo que no hay respuesta posible— si debemos ir también nosotros más allá de la novela psicológica y la alucinación, como en las últimas novelas de Philip K. Dick.
En definitiva, a través de la física, la matemática y las ciencias y la filosofía de la cognición, Bobby y Alicia (en especial Alicia) no pueden dejar de preguntarse por esa realidad última de la vida, y la novela solo responde, tras su pavoroso recorrido, con la brutalidad más descarnada y atroz de una ausencia. El realismo de la crueldad —y el gótico western, en definitiva— deviene un nihilismo terrible e incinerador: un cierre más que adecuado para la obra de Cormac McCarthy.
DOS NOVELAS QUE DIALOGAN