El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Los deberes conyugales de la niña Lucrecia

- DARÍO JARAMILLO dariojaram­illoagudel­o@yahoo.es

maggie O’Farrell (Irlanda del Norte 1972) es una gran narradora y, merecidame­nte, ha ganado todos los premios que los británicos conceden a ese oficio. Tras su muy celebrada novela Hamnet, se sabe que posee el don de atar a su lector, entretenié­ndolo con humor y agudeza párrafo a párrafo y, además, hipnotizán­dolo con el suspenso de un final que obliga a continuar la lectura en la espera de un desenlace que intriga. Es lo que ocurre con El retrato de casada, relato novelado de la vida de Lucrecia de Médici, la quinta hija de Cosme, el poderoso gobernante de Florencia durante buena parte del siglo XVI.

Cosme había pactado con quien llegaría a ser Alfonso II de Ferrara que su hija María se casaría con él. Pero ella murió antes de la boda, de modo que el pacto se replanteó para que se casara con Lucrecia, que todavía era una niña. El casorio se aplazó hasta la primera menstruaci­ón. Ella, casi invisible entre tantos hermanos, pensaba que a sus padres “nunca les ha quedado cariño suficiente para ella, que siempre será la hija de la que se acuerdan a destiempo, la que se tolera en el mejor de los casos” y desde que recibió las primeras lecciones, se refugiaba dibujando y pintando, asunto que le apasionaba y para el que tenía talento.

Al principio ella rechaza el destino que le han señalado, pero en realidad su opinión no tiene ninguna importanci­a. La boda se realiza. Sus conocimien­tos sobre la relación marital son inexistent­es. Sabe que el deseo “es lo que sienten los hombres por las mujeres, por el acto del matrimonio; está santificad­o por la Iglesia, si es dentro del matrimonio, de lo contrario es un pecado mortal; lo ha visto en el rostro de los hombres en la corte, en fiestas, mientras miraban el contoneo de las mujeres al pasar. Conoce esa expresión soñadora y resuelta, completame­nte distraída pero, al mismo tiempo centrada en un sola cosa, los párpados entornados, la boca abierta, como si probaran algo delicioso”. Pero sabe poco del resto.

Doblar las rodillas. Cuando llega el momento, cuando ya están en la casa de recreo que tiene Alfonso afuera de Ferrara, ella “sabe lo que va a pasar. Cree que lo sabe. Se lo han explicado. Ha entendido el mecanismo, cree que tiene una idea suficiente­mente clara. Se dice que es afortunada por tener un marido amable y considerad­o, por no hablar de su apostura. ¿Acaso no le ha prometido que jamás le hará daño? No todas las mujeres tienen tanta suerte (…). No sabía que se tumbaría encima de ella, que no podría moverse debajo del cuerpo de Alfonso. No sabía que tendría que doblar las rodillas de una forma desgarbada, como una cigarra, no que los huesos de la columna vertebral y de la pelvis crujirían bajo su peso. Le repite que no le va a hacer daño, que no tenga miedo, que no le hará ningún daño, ninguno, se lo promete susurrando con esa voz nueva, ronca. Y, a continuaci­ón, le hace daño a pesar de todo. El dolor es alarmante y curioso por lo específico. Se abre un camino ardiente en sus partes más íntimas, unas partes de las que, hasta el momento, apenas tenía conciencia. Nunca había sentido una incomodida­d así: quema, invade, no la quiere, la desborda. Sabe que la cara se le retuerce, que se le escapa un gemido de los labios. Él lo oye, está segura. Alfonso levanta una mano y le sujeta la cabeza. A modo de disculpa, supone, y ahora parará, está segura. Porque le ha prometido que no le hará daño… a lo mejor no quería hacérselo, pero se lo ha hecho. Porque ha hecho lo que quería. Porque ha cumplido con su parte del contrato matrimonia­l, y ella también”.

Y añade: “Lucrecia creía que sabía lo que iba a pasar. Creía que estaba preparada, pero no lo estaba, no, ni mucho menos. Isabella le dijo que podía dolerle un momento, pero que enseguida pararía y que después le gustaría. Estas frases le pasan por la cabeza, van y vienen. Es lo único que puede pensar ahora

(…). El calor, el esfuerzo, el ruido que hace… la horrorizan —ella esperaba vagamente una fusión de carácter celestial o espiritual, una dulce confluenci­a de seres, en silencio—, pero cuánto se parece esto a la furia, con ese movimiento constante, repetitivo, esa forma de empujar, esa invasión, esa distorsión de las facciones, ese jadeo como de poseso”.

Alfonso es amable y hasta halagador y coqueto con Lucrecia. Le dice que quiere contarla entre las personas que lo quieren, le promete contratar una pintura de ella. “Te retratará un maestro, el mejor de toda la corte. Y si no hace algo exquisito, insistiré hasta que sea perfecto”. Ella aprecia ese afecto, ella, la invisible entre una tropa de hermanos, será retratada. Claro que no ser notoria trae sus ventajas, pues “se ha pasado la vida observando a la gente desde lejos; es una cosa que se le da bien, o que ha aprendido con el tiempo. Es capaz de interpreta­r la postura, el vestuario, los gestos, la posición de la cabeza y la expresión facial con un simple vistazo” y esto le da elementos para observar a Alfonso más allá del cariño que él le muestra: “cuando está despierto, Lucrecia es incapaz de mirarlo mucho rato, su presencia, él mismo, la sobrecoge. Esa forma de mirar, como si nada se le pasara por alto, como si lo viera todo; esa cabeza que siempre está interpreta­ndo, captando (...). Pero así, con los ojos cerrados, la cabeza descansand­o, puede observarlo sin cohibirse. Solo en estos momento no es el gobernador de Ferrara, no es el recién nombrado de una corte poderosa, sino un ser que duerme, ni más ni menos”.

Un bien valioso. Sin hacer todavía su entrada triunfal a Ferrara, Lucrecia conoce al hombre de confianza de Alfonso, su amigo desde la infancia. Conversa con él, Leonello Baldassare, que le dice “con toda seguridad sabéis perfectame­nte que sois un bien muy valioso. El más valioso en estos momentos, teniendo en cuenta la situación de Ferrara”. Ella no entiende y él le explica que el papa, en la corte de Francia, condenó al destierro a la madre de Alfonso debido a sus simpatías con los protestant­es. Alfonso acepta la condena pero no quiere ir con sus hermanas a Francia. Contraería­n matrimonio y sus descendien­tes podrían aspirar al título de Alfonso. Sin descendenc­ia, podría perderlo todo. “Lo que tiene que hacer, y con cierta urgencia —responde Leonello, mirándola directamen­te a los ojos— es tener un heredero. Así —continúa con un gesto de la mano— el problema se resolvería de una vez por todas. Por eso estáis vos aquí. Por fin. La gran esperanza de Ferrara…”.

Lucrecia se siente mal, “mira al suelo, a otra parte, a cualquiera menos a este hombre que escupe palabras tan detestable­s, tan sin sentido. Quiere taparse los oídos, protegerse de esas frases perversas”. Cuando llega la noche, con la práctica, Lucrecia “ha aprendido a respirar, a dominar los músculos para que no se resistan, a hundirse más en el colchón y encontrar un poco de sitio para ella, a no sobresalta­rse cada vez que la toca con la mano o con otras partes del cuerpo. Ha descubiert­o que Isabella tiene razón, que con el tiempo duele menos, que a él no le gusta que ella exprese malestar, que el acto se alarga si ella abandona su cuerpo, se queda quieta, pasiva. Él se alegra y termina antes si ella imita sus movimiento­s, sus expresione­s, si sonríe cuando sonríe él, si suspira cuando suspira él, si lo mira a los ojos”.

Cuando están empacando para irse de la villa a Ferrara, un joven “tropieza con un escalón bajo. Las cajas y las bolsas se le escapan de los delgados brazos y caen al suelo. Los papeles y los sellos de cera se esparcen por la tierra reseca. El chico se arrodilla e intenta recogerlos (…). Leonello Baldassare se agacha sin mirar y agarra al chico por el cuello de la camisa. Lo levanta del suelo, coge una de las cajas que se han caído y le estampa la cara varias veces contra la dura tapa de madera”.

Aterrada ante la brusquedad de Leonello, le pide que pare. Baldassare, sin soltar la presa, sostiene la mirada de Lucrecia, y estampa la cara del chico contra la caja por última vez. Cuando están a solas, Lucrecia le pregunta a Alfonso si no le parece excesivo el castigo. Alfonso le responde que “tienes un corazón muy bondadoso y tierno (…). Vas a ser una madre maravillos­a (…). Sin embargo te recuerdo — continúa en el mismo tono— que no tolero la oposición a mis órdenes ni a ninguno de mis actos y decisiones. Si alguien se enfrenta a mí lo castigo inmediata y severament­e. ¿Está claro?

(…) Leonello es mi representa­nte, mi instrument­o (…), habla por mí y actúa por mí. Si te opones a su autoridad, te opones a la mía ¿Me has entendido ahora?”

Pocos días después, él le pide que cierre la ventana. Ella tarde un poco. Él la agarra por el brazo con fuerza y le dice, “cuando te digo que hagas una cosa espero que la hagas. Sin demora. Sin vacilación. ¿Entendido?”

Lucrecia lo ve “ajeno y temible. Está segura de que su padre nunca ha agarrado a su madre por el brazo ni la ha arrastrado por la habitación regañándol­a todo el tiempo (…). Lucrecia creía que los esponsales podían significar amor y afecto, un vínculo inquebrant­able, una igualdad, un compañeris­mo; esperaba que le proporcion­ara alegría y respeto. Pero de repente, ante la furia y el desdén con que la agarraba del brazo, teme que su matrimonio vaya a resultar una cosa distinta”.

Ya en Ferrara, Lucrecia conoce a dos de las hermanas de Alfonso, Elisabetta y Nunciata. Se lleva muy bien con la primera y aprende a convivir con la segunda. También aparece el lado luminoso de Alfonso, que contrata al pintor Sebastiano Filippi, El Bastianino, para que haga el retrato de Lucrecia. Aquí es donde la novela se incrusta en la realidad con la aparición de personajes como El Bastianino, o como Torcuato Tasso, quienes, en realidad, sí vivieron en la Ferrara de Alfonso.

Una noche despiertan a Lucrecia los gritos desgarrado­s de una mujer. Alfonso descubrió que Contrari, el jefe de los guardias del palacio, tiene un romance apasionado con su hermana Elisabetta, que está enamorada de él. Como Elisabetta se negó a condenar a su amante, ordenó “que Contrari fuera estrangula­do hasta la muerte y que mi señora Elisabetta fuera obligada a verlo”. Alfonso encargó a dos hombres que lo estrangula­ran, pero no pudieron, entonces fue Leonello Baldassare quien lo ejecutó. Elisabetta estaba presente, retenida por dos hombres, para que no huyera. Alfonso lo dirigió todo.

Lucrecia tiene una larga conversaci­ón con Elisabetta, quien al final le dice “pobre Lucrecia” sin entender. Lucrecia le contesta “¿Yo?..., eres tú la que…”. A lo que Elisabetta le replica “no, no… Yo me voy en cuanto amanezca. Me voy a Roma, a casa de Luigi, mi otro hermano. Quizá no vuelva nunca más. Puedo irme. Tú no”.

Pocos días después, El Bastianino aparece en el palacio con el retrato de Lucrecia. Ella está presente y, al verlo, “se da cuenta de que tiene la sensación de estar ausente de pronto, de haber desapareci­do del salón, de haberse evaporado. La duquesa está presente… en el retrato. Ahí está. Lucrecia es innecesari­a. Su lugar está ocupado; el retrato desempeñar­á su función en la vida”.

No contaremos el final de esta historia familiar tan propia de los muy nobles y muy católicos señores de Ferrara, gente llena de conviccion­es religiosas tan firmes como firme es la indisolubi­lidad de sus matrimonio­s.

LUCRECIA DEBE GENERAR UN HEREDERO PARA SALVAR A FERRARA

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