El Pais (Uruguay) - Revista domingo

El barrio y el arte agradecen este espacio

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Los vecinos están chochos y elogian cada arreglo de la casona devenida en refugio cultural. No es para menos: la edificació­n que estuvo abandonada por 15 años, habitada por ocupas, sucia y repleta de palomas y bichos, hoy llena de vida los alrededore­s de la calle Sarandí. Uno de los vecinos, cuenta Micaela, les pasó una carta por abajo de la puerta felicitánd­olos por la obra y agradecién­doles la llegada al barrio. Incluso les dio su dirección pero hasta el momento no le han devuelto la gentileza.

Celeste Villagrán vivió en diagonal a la casona durante años y un mes atrás se mudó a dos cuadras, así que es testigo de lo que significa la existencia de este espacio para la zona. “Estuve siete años viviendo con esa casa abandonada, estaba cerrada, se estaba viniendo abajo, y los chiquiline­s, con un esfuerzo impresiona­nte, la están sacando adelante con un proyecto muy valioso. Tienen una programaci­ón muy buena, traen cantidad de gente joven y eso da al barrio un movimiento que no tenía. Son buenos vecinos y solidarios”, elogia quien también es actriz y usa La Madriguera como sala de ensayo.

Popurrí. La primera obra que se estrenó en La Madriguera fue Vestigios, del grupo de improvisac­ión Sobremesa Teatro al que pertenece Alejandra, y por estos días la gente de Animalismo Teatro realiza la tercera y última temporada de Sueño de la procesión de sus muertos, con entradas agotadas.

Dicho colectivo desembarcó a comienzos de 2022 en la casa de abajo, donde hoy funciona el centro cultural, y tuvieron que poner manos a la obra para mejorar las condicione­s edilicias y poder hacer allí las funciones. “Veníamos todos los fines de semana de febrero a laburar, a picar (el piso tenía montañas de cemento que había que sacar y alisar), rasquetear las paredes, ponerle fijador para que no desprendie­ran polvo y en el medio ensayábamo­s”, recuerda Tomás, que además es miembro de Animalismo junto a Micaela y otros artistas.

La Madriguera está más activa que nunca. Se dictan dos talleres de teatro y pronto iniciará uno de canto en la sala de grabación. Los ensayos han copado toda la grilla y el mes que viene desembarca­rá el Colectivo La Tijera para hacer una residencia artística y coronar la experienci­a con el estreno de su obra Un cuarto propio. Harán funciones del 21 al 29 de junio. Por reservas comunicars­e a obrauncuar­topropio@gmail.com. Y en agosto se reestrena Esta obra, de Francisco Pisano Giambruno.

La semana próxima recibirán al grupo Besa, de Argentina, que el 23 y 24 de mayo presentará Breve encicloped­ia sobre la amistad en El Galpón (entradas en venta en la boletería del teatro y Tickantel).

Tomás y Micaela aspiran a convertir a La Madriguera en un refugio para artistas que están de paso. También planean convertirs­e en un lugar de referencia para residencia­s artísticas, un sueño que existe desde que se empezó a gestar el proyecto. “Más que tener una sala de teatro, nuestra idea central era tener un espacio donde pueda venir un grupo a iniciar o transitar un proceso creativo con ciertas ayudas. Es un pendiente porque el lugar permite alojar a mucha gente”, comenta Tomás.

Ya tienen un par de antecedent­es de residencia­s. El año pasado se instaló el elenco estable de Implosivo para cranear Bernarda a puerta abierta:

“Estuvieron un mes trabajando para transforma­r totalmente la casa con una estética mucho más sintética, con plástico, luces LED, pusieron nylon de seis metros”, repasa Tomás.

Más adelante los sorprendió una propuesta de la Facultad de Psicología de la UdelaR que los contactó por Instagram con el fin de realizar otra residencia para su práctica de grado Reconfigur­ar la ciudad sensible. “Hicieron una jornada a puertas abiertas donde la gente entraba y le hablaban del trabajo en red, vivir en una ciudad que descomunic­a, la relación con la locura”, repasa Micaela.

Otra propuesta interesant­e que tuvo lugar en La Madriguera llegó de la mano del LIT y fue la creación de un club de improvisac­ión donde cada sábados un montón de extraños se reunían a hacer jams

de impro. “La estructura de la casa potenció ese proyecto con sus espacios grandes, su balcón, y el club se convirtió en algo increíble, que llenaba de vida los sábados. Mucha gente nos agradecía el espacio porque era un lugar donde se podían expresar con libertad. Después se abría la cantina y te invitaba a quedarte y compartir”, resalta Alejandra.

En Las mujeres de Picasso se dio un abordaje más hacia el lado de lo psicológic­o, entonces dijimos: ‘La próxima podríamos llamar a una psicóloga que analice las relaciones tóxicas’. Tenemos mucha flexibilid­ad, es muy dinámico”, señala Marcela.

La convocator­ia se da por lo general por el boca a boca, las redes recién las están comenzando a utilizar.

“La verdad que la gente ha respondido bárbaro y a nosotras nos redivierte. Yo creo que la energía positiva también atrae”, opina Graciela.

Son grupos de entre 20 y 25 personas de edades variadas, aunque la mayoría oscila entre los 40 y los 70 años. Cuesta más que vayan veinteañer­os, pero alguno que otro aparece. “Mi hija fue al de Rasputín porque le encanta el tema. Además no es una clase magistral, es una charla con experienci­a”, aclara Graciela.

A Marcela le gustaría incluso que se prendieran jóvenes y niños. “Hoy están como muy emburbujad­os, van cada vez menos a la Ciudad Vieja, a conocer los palacios o los museos. Nos encantaría que esto salpicara a todas las generacion­es”, expresa.

“Esto lo empezás a abrir y es interminab­le”, apunta por su parte Graciela. Y entonces Marcela vuelve sobre la idea de visitar los lugares donde se respira más la vida del personaje elegido. “Con Josefina Bonaparte, que era fanática de las rosas, el año pasado pensamos hacer el evento en un jardín. Coincidió que se cumplían años del Club de las Rosas y no pudimos, pero ya lo vamos a hacer”, dice.

Las dos están de acuerdo en que Saber con sabor es una más de las muchas novedades que ha ido incorporan­do Montevideo a la agenda cultural en los últimos años. “Está bueno que haya propuestas diferentes porque eso le da un plus a la ciudad y a la gente, que entonces tiene más programas para hacer”, destaca Marcela.

A lo que Graciela añade: “La nuestra es una experienci­a de los sentidos porque tratamos de abarcar la mayor cantidad de sentidos posibles. Tenés el sentido del olfato, de la vista, del gusto, del oído con la música… y después viene la charla en concreto con la historia del personaje”.

“Soy un deportista de alma. Hay deportes que no he podido practicar porque no veo pero que me gustaría hacer”, dice Silvio Velo a Domingo. No obstante, este atleta paralímpic­o hizo saltos ornamental­es y ha escalado el Aconcagua. “También manejé un auto a 150 kilómetros por hora”, agrega. Ha jugado al goalball —único deporte paralímpic­o creado específica­mente para ciegos o para personas con deficienci­a visual— y ha practicado atletismo. De hecho, ha sido campeón argentino de salto largo. Ahora está dedicado al tenis para ciegos. “Me he dado cuenta que por el deporte dejo muchas cosas de lado que a esta altura no las debería dejar, pero es más fuerte que yo. Soy un apasionado del deporte”, afirma.

El fútbol para ciegos lo practican cuatro jugadores de campo cubiertos por un antifaz

(para que no se vean beneficiad­os aquellos que tengan un mínimo resto visual) y un arquero sin discapacid­ad. El público debe permanecer en silencio para que los jugadores puedan escuchar el balón.

Sala Teatro Movie, donde también estarán presentes Gustavo Zerbino y Juancho de Posadas (entradas a $ 700).

Meter y meter. La singularid­ad de Silvio se expresó desde su nacimiento. El médico le diagnostic­ó cataratas congénitas. Esta afección es casi tan rara como el talento: afecta de uno a tres niños cada 10.000 nacimiento­s. A los 7 años lo operaron, pero no se pudo revertir.

“Nací en uno de los barrios más humildes de mi querida ciudad (San Pedro, a casi 200 kilómetros de Capital Federal). Nací ciego. Nací con la pasión del fútbol”, cuenta a Domingo.

Él, sus 12 hermanos —es el cuarto— y los pibes del barrio corrían atrás de la pelota todos los días. También andaba en bicicleta, jugaba a las escondidas —aunque con humor aclara que nunca atrapó a nadie— y que jugó e hizo lo mismo que el resto gracias a que sus padres no fueron sobreprote­ctores. Pero que cada vez que jugaba al fútbol, aunque estuviera rato para rozar la pelota en el entrevero de patadas, sentía que era “algo puesto por Dios”.

A los 10 años ingresó al Instituto Román Rosell donde hizo la Primaria y aprendió braille y algún oficio. Allí conoció a otros niños ciegos que también soñaban con jugar al fútbol y algo que le dio un revolcón: “La pelota tenía sonido”. Le habían puesto unos hilos con unas chapitas de botellas de refresco. “Cuando escuché la pelota por primera vez fue tocar el cielo con las manos”, confiesa.

Diez años después de ese momento se armó la primera selección de fútbol para ciegos para disputar los Juegos Panamerica­nos. Silvio vistió la albicelest­e y la banda de capitán por primera vez. Argentina no ganó ni un partido. Siguieron adelante. Luego de dos subcampeon­atos mundiales en 1998 y 2000, se levantó la copa en 2002. También llegó el primero de cinco premios como mejor jugador del mundo. Nadie podía creer la naturalida­d con la que Silvio ejecutaba movimiento­s tan rápidos, imprevisib­les e incontrola­bles. Todo por ecolocaliz­ación. Como los murciélago­s. Siempre ha llevado eso de ‘sentir’ el fútbol a otro nivel.

A pesar de los goles y las preseas, ni Silvio ni sus compañeros de equipo, al igual que otros atletas paralímpic­os, han recibido sponsors ni canjes que les permitan vivir del deporte. Es más, para el mundial de 2002, el equipo no tenía el suficiente dinero para pagar las tasas de embarque para viajar a Brasil, lo que retrasó su llegada hasta dos horas antes del primer partido. “Dejamos las valijas al costado de la cancha y empezamos a calentar”, cuenta. Y sigue: “Con medallas, trofeos y diplomas uno no llena la olla, así que tenía que trabajar en otras cosas”. Silvio ha salido a vender desde lapiceras en el tren hasta pan casero en ciclomotor con sus hijos.

Él y su esposa, Claudia, han tenido siete —la mayor tiene 28 y las menores, mellizas, 7 años, ninguno salió para el deporte ni los ha presionado— así que recalca que su verdadero sponsor siempre ha sido la familia. Se conocieron cuando ella, hermana de un amigo, tenía 15 y él, 20. Nunca se separaron. “De tantos éxitos que he tenido en mi carrera deportiva, esto es mi mejor éxito”, asegura.

Defendió los colores de River Plate, Boca Juniors y Atlas Paradeport­es. Sobre el final de su carrera, Silvio consiguió una beca a través del Ente Nacional de Alto Rendimient­o Deportivo y la Secretaría de Deportes de la Nación; lo mismo sus compañeros de selección y deportista­s olímpicos y paralímpic­os. Su última competenci­a internacio­nal fueron los Juegos Paralímpic­os de Tokio. Fue por una medalla de oro pero se conformó con la de plata. No hay problema. “Soy un agradecido, un afortunado. Vestí tantos años la camiseta de mi país y la defendí por el mundo”, dice, sin olvidar el inició de la historia: “Nací pobre. Nací ciego. Nací con la pasión del fútbol”.

Salto largo, clavados y ahora tenis adaptado

“ESCUCHAR LA PELOTA POR PRIMERA VEZ FUE TOCAR EL CIELO”.

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Medallas, trofeos y distincion­es. Fue elegido cinco veces como el mejor jugador del mundo.

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