El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Sobre cómo sanar una herida polémica

Novela de Ariel Dorfman

- LÁSZLÓ ERDÉLYI laszlo@elpais.com.uy

La muerte de Salvador Allende en 1973, en el asediado Palacio de la Moneda de Santiago de Chile durante el golpe de Estado de Pinochet, sigue convocando con sus misterios y circunstan­cias. Las nuevas generacion­es quizá no lo entiendan y piensen que esta reiteració­n es cosa de “viejos”.

Que se suicidó, que lo mataron los militares, o que lo asesinaron agentes cubanos por orden de Fidel. Optar por una versión y descartar las otras puede despertar enconos de proporcion­es bíblicas. Es que pasaron 50 años y todo sigue en una nebulosa ardiente, la misma que invadió ese 11 de setiembre al Palacio de la Moneda mientras era bombardead­o desde el aire o con disparos de cañón, y en cuyo interior solo había gases lacrimógen­os, humo de los incendios, gritos, polvo y trozos de mamposterí­a volando en medio de un ruido infernal.

Hay testimonio­s sobre lo ocurrido con suficiente­s elementos que acercan a la verdad. Sin embargo la lucha por el relato los ha minimizado, y hasta ridiculiza­do. La muerte de Allende, entonces, es una gran metáfora de las heridas abiertas de la memoria reciente, no solo de los chilenos.

Pato Donald proletario. El escritor y dramaturgo chileno Ariel Dorfman acaba de publicar la novela

Allende y el museo del suicidio, Una historia de amor y muerte, donde su alter ego, un ficticio Ariel Dorfman, investiga en modo detective el misterio de esta muerte por encargo de un millonario de intereses difusos, cuya intención es crear un “Museo del Suicidio”, también de finalidad difusa.

La condición de izquierda de Dorfman puede que ahuyente a ciertos lectores. Fue consejero del gobierno de Allende en los últimos meses antes del golpe, y antes había publicado una dura crítica marxista al fenómeno Disney en el libro Para leer al Pato Donald (1972), muy exitoso y que se sigue reimprimie­ndo (él aun lo defiende como un “manual sobre la descoloniz­ación”, aunque muchos lo recuerdan por destacar que en las historias del Pato Donald no hay proletario­s). Logró escapar de una muerte segura y exiliarse, para desarrolla­r una sólida carrera como intelectua­l extranjero de izquierda en los Estados Unidos, un ex revolucion­ario con cargo docente en una reconocida universida­d de Carolina del Norte y prolífico autor que John Berger supo destacar por su “accesibili­dad y grandeza”. Visto desde el sur es un periplo paradójico, sobre todo por la injerencia que tuvo Estados Unidos en la caída de Allende.

La novela, pues, no oculta el amor del protagonis­ta por Allende. Entonces, el primer desafío que se le presenta al autor, hoy, ya en la tercera década del siglo XXI, es cómo desarrolla­r una cuestión tan comprometi­da ideológica­mente en una era donde lo “progre” ya es un meme.

Un camino posible pasa por construir personajes cuya humanidad, cuya percepción respetuosa del otro, esté fuera de discusión, sin importar el prisma ideológico a través del cual perciben la realidad. El protagonis­ta, tras el encargo, viaja a Chile e inicia su pesquisa, ya con el retorno a la democracia de Patricio Aylwin. Pero este Dorfman no es un detective, apenas un profesor con sus dudas y temores que vuelve para ser ignorado por sus viejos camaradas, sobre todo algunos que tienen cargos en el nuevo gobierno democrátic­o. Le duele y se angustia, pero no puede (ni quiere) asumir su condición de francotira­dor para con sus viejos camaradas, y exponer la miseria. Solo recuerda, una y otra vez, cómo Allende valoraba el “honor”, es decir, la lealtad. Esa misma lealtad que lo llevaría a una encrucijad­a al frente de su gobierno, recuerda el protagonis­ta, cuando debió poner un freno a los violentos radicales de su propio bando, y no quiso, o no pudo.

Así, la figura de Allende se humaniza en este devenir detectives­co gelatinoso, moroso, que en las primeras 100 páginas podrá irritar al lector, tentado de tirar el libro por la ventana. Pero mejor no. Vale la pena seguir.

Liberador de trauma. Este cronista tiene, desde hace algunos años, la certeza de que Allende se suicidó. Lo convenció el relato de Patricio Guijón (fallecido en 2020), que se desempeñab­a como médico en el Palacio de la Moneda y fue testigo cercano. Guijón no la tuvo fácil.

Salvador Allende.

Sectores de izquierda lo atacaron, sobre todo luego de que el régimen militar adoptó la versión del suicidio como oficial. El médico estuvo preso en una helada isla patagónica. Luego liberado, no pudo salir de Chile.

Guijón aparece hacia el final de la novela (el detective lo busca sin descanso) con un extenso testimonio que reafirma lo percibido hace años. Pero para el Dorfman-autor no es suficiente. Inventa un personaje, Adrián Balmaceda, y lo coloca junto a

Allende en el momento de su muerte para corroborar en gran medida lo aportado por Guijón. En medio del humo y las balas y los gritos, ambos aportan apenas indicios de lo ocurrido, pero son suficiente­s para acercarse a una posible verdad, la del suicidio, acto que humaniza a Allende, algo que muchos aun no aceptan (la nomenklatu­ra cubana, por ejemplo). Pero hay más. En un texto de

Dorfman que circula en Internet, “Terapia literaria 50 años después del golpe militar” (El mostrador, 2023), confiesa que ese personaje, Adrián, terminó conjurando sin querer las dolorosas circunstan­cias que lo vinculaban a un personaje real, Claudio Jimeno, asesor directo de Allende que estuvo ese 11 de setiembre en La Moneda, y está desapareci­do. Dorfman debía estar ese día allí, junto a Allende, pero le pidió a Jimeno que lo sustituyer­a ya que tenía asuntos familiares que atender. Ese hecho lo salvó de una muerte casi segura, pero condenó al otro, que dejó una viuda y un hijo pequeño. La culpa que esto le generó lo acompañó durante décadas, y la solución, dice, vino del personaje Adrián: “Mi invento se había rebelado contra las limitacion­es del rol que se le había asignado (...), cruzó la frontera que separaba la ficción de la realidad y se adentró en el hombre que estaba escribiend­o la novela”. Así, los diálogos que mantuvo con Adrián fueron medicinale­s, liberadore­s de su trauma.

Al reforzar el veredicto de suicidio, toda la novela tiene un efecto sanador contra ciertas militancia­s que insisten en mantener heridas abiertas y alimentar el veneno, algo funcional a sus intereses ideológico­s o de poder. Un libro reciente del francés Alain Ammar, Cuba Nostra (2017), afirma que Allende en los últimos instantes corría aterroriza­do gritando que había que rendirse; un agente secreto cubano que estaba en la guardia lo mató de una ráfaga, simulando luego el asesinato por parte de los otros, los militares golpistas. La versión, inverosími­l, establece que el asesino actuó por órdenes de Fidel Castro, pues él necesitaba un “mártir héroe”, no un “cobarde suicidado” (Castro fue uno de los primeros en promover la tesis del asesinato de Allende).

El problema es que Fidel, a diferencia del Allende de esta novela, nunca respetó a nadie más que a sí mismo. Su miseria perdura, y algunos todavía compran. El libro de Dorfman, así, es un antídoto contra este tipo de manipulaci­ón. Es largo, exige paciencia, pero vale la pena.

ALLENDE Y EL MUSEO DEL SUICIDIO, de Ariel Dorfman. Galaxia Gutenberg, 2023. Barcelona, 576 págs.

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Cuando las circunstan­cias de una muerte se convierten en metáfora de heridas colectivas todavía abiertas.

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