VÍCTIMAS DE TRATA, ESTAFAS Y UNA PROMESA FALSA
El mismo día en que Barack Obama, ya en las postrimerías de su presidencia, anunciaba el fin de la política de “pies secos, pies mojados”, por la que durante más de dos décadas Estados Unidos acogió a todo cubano que llegó a su territorio, aun de forma ilegal, Alberto y Yadira se casaban en Camagüey, una ciudad distante a poco más de 500 kilómetros de La Habana. Desde la universidad habían sido novios y el casamiento formaba parte de un propósito trazado tiempo atrás: irse al país del norte, en donde Alberto tiene un tío que estaba dispuesto a acogerlos y ayudarlos. Ese día ambos sintieron que su plan comenzaba a derrumbarse y la opción de una vida allá se clausuraba abruptamente. Ese día ambos supieron que si querían salir de la isla deberían apelar a horizontes más distantes.
En medio de la búsqueda de otro destino, vieron por internet que alguien ofrecía viajes a Chile, Brasil y Uruguay, un país del que hasta entonces apenas conocían su existencia, allá lejos, casi escondido, en el sur. Alberto y Yadira consideraron esta alternativa como viable. “Mi tío nos dijo que Uruguay era un buen lugar, que su esposa había estado aquí y le parecía que, en comparación con otros países del área, era la mejor opción. Él pensó que era una buena idea y me ratificó su apoyo, a mí y a mi esposa”, cuenta el joven, arquitecto y de 28 años.
La ruta quedó trazada y un amigo que ya estaba en Montevideo les indicó lo que debían hacer y les pasó el contacto de un cubano que organizaba los viajes y cobraba por tramos. Primero Guyana, luego Brasil, hasta llegar a cualquier punto de la frontera con Uruguay. El trayecto les saldría unos dos mil dólares por cada uno, aunque les aguardaban más tropiezos de los que imaginaban.
Al llegar al aeropuerto de La Habana a Yadira, de 25 años, también arquitecta, le informaron que no podía salir del país, pues sobre ella pesaba una “regulación de viaje” (un motivo que, según la normativa cubana, constituye un impedimento para salir del país). “Esa regulación era porque yo había hecho la universidad por lo militar y cuando pasé al ámbito civil no me la eliminaron. Nos sacaron las maletas, que ya estaban en el avión, y tuvimos que regresar. Pagamos un dinero de más para aplazar el pasaje”, rememora.
Ese revés, sin embargo, los salvó de una travesía que estaba librada al azar desde el momento mismo de la partida. El contacto que los debía sacar hasta Guyana era una mujer que hacía el viaje por primera vez y no tenía noción de cómo actuar. “Al llegar al aeropuerto nos dimos cuenta de que pasaba algo extraño. La mujer estaba muy nerviosa, no sabía qué hacer, y las cosas ya no eran lo que habíamos pactado. Por suerte, finalmente no viajamos”, dice Alberto.
Dos amigos que los acompañaban sí siguieron adelante. “Yo me voy como sea”, dijo Osmany, uno de ellos, y se aventuró a la incierta travesía rumbo a Georgetown. En el avión, más de la mitad eran cubanos. Unos que iban a comprar ropa para revender en la isla; otros, a seguir camino rumbo a Chile o Uruguay. “El acuerdo que yo hice fue solo hasta Brasil, a partir de ahí me manejaría por mi cuenta”, relata ahora, cuando han transcurrido más de seis meses desde su llegada a la capital uruguaya.
En Georgetown pueden estar un día o varios, depende de quién organice el viaje. Allí los alojan en pensiones o en casas grandes habilitadas para tal fin, con muros altos para mantener lejos las miradas indiscretas.
Ya en Guyana, la inexperta guía llevó a Osmany y al resto del grupo a una pensión. “Supuestamente iríamos hasta la frontera en una avioneta, pero al final eso se cayó y nos dijeron que no sabían cuándo nos podríamos ir. En ese momento conocimos a otros cubanos que viajaban con otra persona, cerramos el negocio con la guía y nos fuimos con ellos por carretera”, relata.
El recorrido por carretera se hace en un día entero a través de la selva, en camionetas que parten llenas de cubanos y por rutas deplorables. “El chofer llevaba una pistola encima y en cada punto de control de camino a la frontera se bajaba y discutía con la Policía. Les pagaba un dinero y seguíamos viaje. Llegamos a la frontera con Brasil sobre las 12 de la noche. A esa hora corrimos para agarrar un bote que nos cruzara por el río, en completa oscuridad, sin saber qué ancho o qué profundidad tenía aquel río. En el bote cabían tres o cuatro personas y se llenaba de agua. Iba, dejaba a cuatro, regresaba, cargaba cuatro más y así. Ya en Brasil corrimos hasta un vehículo que nos estaba esperando y que nos trasladó primero a Bonfim y luego a una pensión en Boa Vista”, cuenta Osmany.
El cruce también se puede hacer por un puente que une la orilla guyanesa con la orilla brasileña. Allí los guardias fronterizos aprovechan para sacar su tajada. Según explica Erick, un habanero de 32 años que transitó la misma ruta, los hacen pasar de uno en uno por el punto de control. “Los policías no te dicen nada, solo te muestran un cartón que tiene escrito ‘25 dólares’. No hacen falta palabras, pagas y te dejan pasar”, refiere. Algunos se niegan a pagar, por lo que son apartados del resto. Luego, ante el temor de quedar varados en Guyana, irremediablemente terminan sacando del bolsillo la cantidad indicada.
En Boa Vista Erick no permaneció mucho tiempo. Pernoctó dos días en una casa de tránsito de la cual solo salió para seguir viaje hacia Manaos. “No nos permitían salir para no llamar la atención. El lugar era cuidado por cubanos que estaban armados”, indica y prefiere no decir nombres. Desde Manaos rumbeó hacia La Paz, pues su propósito era llegar a Chile, pero las autoridades bolivianas lo deportaron a Brasil y le prohibieron la entrada por tres años. Entonces, se vino a Uruguay.
OTRAS VÍAS, OTROS CONTACTOS. Tras lograr que le quitaran la regulación de viaje a Yadira, el matrimonio de arquitectos salió de Cuba un mes después de lo planificado, pero esta vez mediante el contacto de alguien más curtido en estos menesteres, un cubano que vive hace 30 años en Guyana. “Él nos recogió en el aeropuerto, nos montó en una camioneta y nos llevó a su casa. Nos dio comida y nos dejó bañarnos. Poco después partimos. Él tiene organizado un punto de encuentro de donde salen, casi a diario, seis o siete camionetas con 10 o 12 personas cada una. Le dimos nuestros pasaportes para que tomara nuestros datos, le pagamos lo acordado y salimos rumbo a Lethem, en la frontera con Brasil”, relata Alberto.
Como Erick, ambos pasaron por los controles fronterizos y vivieron la experiencia de la extorsión. “Ellos tratan por todos los medios de sacarte dinero, te paran, te asustan, te quitan los pasaportes, te hacen esperar, te dicen que no te van a dejar pasar. Saben cuál es tu objetivo y hacia dónde te diriges”, afirma Yadira. Sin embargo, no hay excusas legales para no permitirles el paso a los cubanos. Estos no precisan visa para ingresar a Guyana y pueden permanecer un mes en ese país.
“El hombre que nos organizó el viaje nos dio todas las indicaciones y el nombre de un hotel en Lethem por si nos preguntaban. Nos avisó que nos iban a pedir dinero, pero nos dejó claro que nosotros no teníamos que pagarle nada a nadie porque estábamos legales allí. Sin embargo, nos advirtió que si la Policía presionaba mucho, le dejáramos caer algo”, agrega Alberto.
Una vez en Boa Vista el matrimonio estuvo tres días esperando a encontrar un pasaje de ómnibus que los acercara hasta la frontera uruguaya. En esa ciudad otro cubano los albergó en una casa alejada del centro que destina a esos propósitos. Los traslados se hacían en una camioneta con cristales negros para que nadie viera nada y en ese tiempo no salieron de la vivienda. El contacto de Guyana y el de Brasil están conectados entre sí. “Entre ellos se comunican y el de Guyana pide hablar con alguien del grupo, para que quede la constancia de que él siempre se preocupa de que las personas lleguen a su lugar de destino”, indica Yadira.
A los migrantes que arriban a Brasil les otorgan un permiso de tránsito con el cual pueden seguir rumbo a sus destinos finales. La comisaría de Boa Vista cada día se ve saturada de cubanos y venezolanos solicitando ese documento. Tras obtenerlo, las vías para continuar el trayecto pueden ser terrestres o aéreas. Desde Manaos muchos toman un avión hacia San Pablo y de ahí a Porto Alegre, para luego atravesar en ómnibus Santana do Livramento y llegar a Rivera, Cerro Largo o el Chuy, en donde suelen solicitar refugio a las autoridades migratorias uruguayas.
REDES DE TRÁFICO Y ESTAFAS. Intentar dilucidar el entramado de esta red de tráfico de personas no es tarea sencilla. Y es que, de acuerdo a los relatos de quienes han hecho esta ruta, no se trata de una sola red, sino de varias. Las organizaciones están integradas por cubanos residentes en los lugares de tránsito, pero también por guyaneses, brasileños, venezolanos y jamaiquinos. Algunos cobran por tramos; otros, por el traslado completo hacia los destinos finales. Los precios dependen de hacia dónde quieran ir los migrantes. El viaje hasta Uruguay puede salir entre US$ 1.000 y US$ $ 2.000, en ocasiones más.
No es raro que se produzcan estafas y los migrantes queden varados a su suerte a mitad del camino. Un cubano residente en Guyana denuncia que integrantes de estas redes estafan a los migrantes. “Te cobran una peinada de dólares y te roban. Te cruzan por la selva y te dejan tirado, y si te agarra la Policía no se hacen responsables”, indica.
Recientemente una investigación de más de un año realizada por la Interpol, basada en los testimonios de migrantes e intervenciones electrónicas y telefónicas, dio cuenta de una de estas organizaciones en la cual se pudo identificar a cerca de una veintena de personas vinculadas al tráfico de cubanos en los países por donde pasa la ruta. En Uruguay al menos 14 personas estarían vinculadas a esta red, según informó Telenoche.
Las pesquisas, originadas por una denuncia de la Comisión de Refugiados de Cancillería, develaron diferentes estafas llevadas a cabo por un cubano residente en el país desde hace más de 20 años en connivencia con un contador. A través de terceros captaban a ciudadanos de la isla caribeña que quisieran venir a Uruguay para radicarse en territorio oriental o conseguir una residencia que les permitiera irse a los Estados Unidos o a otro país. Llegaban tanto por vía aérea como por la ruta de Guyana y Brasil.
Al arribar a suelo uruguayo, a quienes deseaban continuar viaje les ofrecían gestionar los trámites para regularizar su situación y la documentación necesaria para obtener una visa en la embajada estadounidense. Los precios oscilaban entre US$ 5.000 y US$ 8.000, pero en la mayoría de los casos todo resultaba ser un engaño. La investigación no pudo reunir pruebas para demostrar el vínculo de estos individuos con alguna organización internacional de tráfico de migrantes, aunque sí para tipificarles un delito continuado de tráfico de personas en reiteración real y un delito continuado de estafa.
Interpol detectó a una de las redes de trata de cubanos en la que había al menos 14 uruguayos involucrados.